Caía el otoño más áspero que otros años sobre las calles
llenas de hojarasca, su sabor ya resbalaba en mi piel curtida y acanalada. Los
últimos cumpleaños decidí no celebrarlos. Así era mejor. El cabello ahora
delgado y frágil, el rojo vibrante, se reducía a un opaco resplandor de un crepúsculo
veraniego.
Hasta hace unos años la soledad se asemejaba a una fortuna
invaluable. Ahora los vientos han cambiado y me parece que las temporadas
invernales son más frías, como de un azul cobalto que hunde su profundidad en
mi existencia. Así que decidí adelantar mi regalo navideño, el catálogo había
llegado como cada noviembre, trayendo las novedades que la sociedad dictaba
como la maravilla. Ahí es donde vi el anuncio, donde otros años aparecían
aparatos electrónicos, dispositivos móviles y la primera generación de
maniquíes sensitivos, hoy a un precio razonable la segunda generación se
ostentaba con nuevas características y además podías adquirirlo a cómodos
pagos. Pensar en personalizar el maniquí me parecía una idea desquiciada,
aunque cuando comencé esos raros test para elegir al ideal, los resultados
apuntaron hacia mí. Alguien como yo sería la perfecta compañía.
A unos clics de
distancia, Adella vendría desde Singapur a convertirse en la compañía perfecta.
Sería ese yo construido de silicón suave con aroma a lirio y lisianthus. Una
cabellera larga, fuerte y rojiza, como la que desee siempre. Vivir con esa
versión de mí artificial y plástica, me causaba un escalofrío grato y abrumador
al mismo tiempo.
El departamento sufriría algunos cambios, la habitación
pequeña ahora quedaba atrás, la cama matrimonial se convertía en una doble para
propiciar la convivencia. Una parte del closet la llené para ella, tonos de
azul cielo al marino pasando por el turquesa, distinguió la línea de ropa
oscura que delimitaba mi parte. Así cada una conservaría al menos una distancia
en los tonos a usar.
Llegó puntual, estaba preparada para recibirla. Unos
bocadillos fríos y una botella de vino espumoso afrutado. Dispuse la mesa para
dos. Y comencé a encontrarla detrás del embalaje. Su rostro blanquísimo como
resplandor de porcelana, hacía la mancuerna con la sedosa cabellera escarlata,
la coloqué en una silla, sus ojos conmemoraban mis mejores años, el aceituna de
su mirada brillaba como un jardín recién regado, sus mejillas salpicadas
tímidamente de un rosa pálido, me recordaban el sepia que hoy cubría mi piel y
mis días.
Era hora de ir a dormir, Adella había tenido un largo viaje
y lo mejor era recostarla, ajustar su zona horaria y comenzar a cargar sus
gestos y memoria.
Alisé sus sábanas de algodón egipcio, trencé su cabellera,
la vestí con un camisón de franela satinada, su piel que, por momentos, sentí
tibia al tacto le iba perfecto. Su apariencia angelical sobre la almohada me
impulsó a llevarla entre mis brazos, tratando de simular un encuentro fraterno
de bienvenida. Sus labios, aunque apretados parecían dibujar una aparente
felicidad. En mi interior brotaba el gozo, era una fiesta de burbujas que
reventaban y volvían a elevarse dejando un rastro de frescura efervescente que
me revitalizaba.
Cepillé mi cabello mientras me miraba al espejo, repasaba
mis rasgos hoscos mi color desteñido, los labios y mejillas agrietadas como un
sendero desértico y la vi a ella, recostada con sus párpados cerrados y lisos, esperando
con ingenua calma su siguiente movimiento. Era yo durmiendo hace más de
cuarenta años, esa juventud que esparcía su aroma a silicón recién desempacado
en toda la habitación. La victoria gloriosa de los primeros años, de las
ilusiones y sueños.
Por un momento la percibí como ese yo que añoraba regresar
el tiempo, acaricié su frente y sembré en ella un recuerdo, el instante grato
del primer amor, la vi sonrojarse durante su sueño artificial. Su felicidad me
llenaba de una oscura angustia. Me reconocí patética ante aquel maniquí que
había fabricado para combatir mi soledad, sacudí la cabeza para sacar la idea
de que ella podría sustituirme, la imaginé sonriente sentada en la sala siendo
admirada por los invitados, quedarían prendados de su belleza, esa belleza que
yo poseía a los veinte años. Fui el centro de atención en reuniones, ahora
nadie deseaba gastar su tiempo en una vieja, llena de historias oxidadas.
Apagué la luz de la habitación, a tientas llegué a mi cama
nueva y mullida, esas sábanas eran de una tersura incomparable. En el silencio
que abundaba esa noche, surgió la respiración como de tictac en la cama contigua,
comencé a mortificarme, mis latidos abrumados por el sonido hicieron bombear la
sangre rápidamente a mi cuerpo y de ahí a mi cerebro haciendo que ideas
perversas comenzaran aparecer en mi mente “Seguramente cuando Adella sea
cargada con toda la información, se volverá autosuficiente, querrá llevar su
propia vida al igual que yo, puesto que es una copia de mi juventud, será
desenfrenada y arrogante, tratará de conquistar con sus encantos la atención de
otros. Me olvidará”
Pasmada ante los pensamientos que me asaltaban, me
rechinaron los dientes y mi cabeza seguía dando vueltas. “Estoy envejeciendo,
ella me tirará. Los objetos también tienen sentimientos de venganza”. Y a pesar
de su deslumbrante apariencia y su angelical encanto, la saqué de entre las sábanas
y la llevé de nuevo a su caja.