Juan
se enferma, se enferma mucho. No guarda nada para sí, todo se le sale con sus
excrementos. Es delgado y muy pequeño, no crece, no quiere crecer. Sospecha que
si lo hace, se irá lejos, a un lugar desconocido. Fue separado de su madre hace
muchas lunas, su olor se le perdió, se esfumó con el viento de primavera.
Lloró, lloró todas las lluvias de un verano, y no fue escuchado. Llegó a un
lugar nuevo, frío, ya no estaba en el calor de su madre. Ahora era una cuna
grande y solitaria la que lo envolvía, que llenaba con sus ganas de ser
abrazado, de ser acunado en un arrullo que no llega nunca. Apenas siente que
unos brazos lo alimentan, se acomoda en ese acurruco tibio, y de nuevo, es
depositado entre barrotes inmóviles, que le devuelven horas eternas de espera,
una espera de que alguien lo vea, que alguien se atreva a tocarlo, a abrazarlo.
Ahora
Juan sabe que está solo, que nadie está ahí para él, que están para todos, pero
para nadie en particular. Aprende a mecerse como todos. Trata de protegerse con
sus movimientos. Ese balanceo que marea y arrulla al mismo tiempo. Esa
repetición de movimiento en su cuerpo que lo hace olvidar, olvidar que no es
nada para nadie. Que es solo un número en la lista, un cuerpo para cuidar y
alimentar.
Juan
empieza a sonreír, sonríe para ser visto, para que se le devuelva una mirada,
para que esa mirada le alimente su ser. Sabe que su sonrisa lo puede salvar.
Salvar de quedarse solo, de quedarse abandonado entre los barrotes por más
tiempo. Por eso es que ríe todo el tiempo. Los que lloran mucho los tildan de
latosos, de incómodos.
Juan
sabe que algo grande va a pasarle, todos lo abrazan y le entregan obsequios, le
acomodan sus pertenencias en una mochila que le ponen en la espalda, sin
embargo…
Jazmín
duerme, duerme de día y de noche. No le interesa lo que pasa en la vida. ¿Qué
puede pasarle que no sepa de memoria? Las rutinas del lugar siempre son las
mismas, no hay sorpresas para ella. A Jazmín la despiertan para comer, para
bañarla, para llevarla a la escuela, se muestra apática a todo contacto humano.
Se resguarda en sus cobijas y muñecas de trapo.
A
Jazmín le molesta que la despierten, que la saquen de sus sueños, de sus mundos
imaginarios donde pasa lo que a ella le gustaría que sucediera. Como estar
cerca de alguien que la abrace, que la mire y que la quiera a ella sola, a ella
cada día. Como quedarse a bañar y chapotear en el agua hasta el cansancio y que
nadie le interrumpa su gozo, con las prisas despilfarradas de siempre. Como
divertirse con sus alimentos, hurgarlos hasta descubrirlos, y lograr figuras
insospechadas. Como jugar con la tierra del patio, crear mundos imaginarios con
la arcilla y que no reciba golpes de otros niños o que le desbaraten sus mundos
construidos.
Jazmín
llora en todo momento, no le gusta la comida que le dan. Sabores repetidos, que
no cambian por muchos días, sabores amargos y otras veces sabores que huelen
mal, sabores que la enferman. Prefiere estar enferma. En la enfermería la dejan
dormir cuanto quiera, le dan sabores especiales, sabores que disfruta, recibe
muchas atenciones y también sabe que su estancia por ese lugar es importante
para esas miradas que están revisándola siempre, sin embargo…
Martha
mira de lado. Su ojo estrábico se le pierde con frecuencia. Su delgadez extrema
la pone en un riesgo permanente. En su fragilidad parece perderse, como si
fuera a desaparecer en cualquier momento. Toda la ropa le queda grande,
arrastra unos zapatos que no alcanza a llenar. Cuando desea algo lo arrebata,
golpea a quien se oponga, parece que saca fuerza de la tierra que pisa, no
soporta un “no” como respuesta. No escucha cuando está siendo contrariada. Por
esta razón es regañada siempre, es separada de sus pares, de los niños con los
que por momentos disfruta jugar.
A
Martha le gusta que la peinen, que le digan que se ve bonita. Casi no lo
escucha de nadie. Sabe que las niñas robustas y cachetonas son las favoritas de
todos. Ahora está estrenando un vestido, un vestido que no sabe si lo volverá a
usar. Ahí la ropa la usan todos, va dando la vuelta entre las salas para que
todos la aprovechen. Su vestido floreado lo disfruta, lo observa. Se parece a
las flores del jardín. Alguna vez escuchó que una persona le dijo que parecía
una florecita del campo y eso le gustó. Por la noche no quiere quitarse su
vestido, no sabe si lo volverá a ver, no sabe si se lo volverá a poner. Quiere
su vestido de flores para ella sola, no quiere que otras niñas lo usen, no
quiere que se lo ensucien, que se lo rompan. Quiere que le dure para siempre.
Forcejea con la asistente, nadie entiende lo que le pasa, sus palabras no le
alcanzan para decir que no quiere alejarse de su vestido de flores. Llora y se
queda en un sollozo eterno hasta dormirse, sin embargo…
Alicia
tiene una voz ronca. Se le quedó así después de haber llorado por días con sus
noches, después de haber sido arrebatada de sus padres, después de haber sido
separada de sus hermanos porque no podía estar con ellos. Se afana en entender
donde está. ¿Dónde está su madre, su padre, sus hermanos con los que jugaba?
Ahora solo ve caras extrañas, caras que no sonríen, caras que se molestan con
su llanto, caras que muestran hastío, cansancio.
Se
dice que Alicia come mucho. Tiene hambre, una apetencia que no se termina. No
le quieren dar más comida. Llora y se retuerce en su silla pidiendo más y el
plato no se repite. En su hambre busca entender, busca incorporar todo eso que
perdió, como si en cada bocado quisiera recuperar algo, algo que se le fue y no
regresó.
Su
cuna parece un campo de batalla. Se deja caer sin preocuparse si se golpeará o
no. Eso no le importa, así se dormirá más pronto, el golpe será un somnífero
que la arranque de esa obscuridad eterna, de esas noches que le devuelven un
abismo sin fin. En sus sueños aparecen sus hermanos sonriéndole, su padre
llegando a casa, aparece su madre acercándole su pecho caliente y alimentándola
en sus brazos tibios. Así es que anhela dormirse pronto, para soñar y no
quedarse despierta en la negrura de la noche, sin embargo…