Mi abuela Tita, que
ahora está en el cielo, solía contar historias donde aparecían duendecillos
nocturnos, o algo así; jamás la comprendí. Nunca he visto un duende, por eso no
creía en ella. Sin embargo, en la oscuridad yo sentía miedo, y ocultaba mi rebeldía;
me doblegaba y rezaba para que no me sucediera nada por las noches.
Mi
Tita insistía: «Hay duendes en el armario que aprovechan el crepúsculo para
salir y treparse a las niñas vírgenes; ofrecen chocolates, golosinas y
pasteles, y tú, incrédula, los seguirás a su guarida, hipnotizada por el azúcar
y por su curioso bailoteo; prometerán su oro a cambio de un pequeño sacrificio
de tu parte: tu inocencia. Y de su flauta saldrán melodías que despertarán
cosquillas en tu cuerpo. Apretarás los ojos, bailarás encima de la cama
imitando el arrastre de las serpientes. Con las uñas rasgarán tus ropas,
besarán tu cuello y morderán tu cuerpo desnudo. Cuando abras los ojos, sabrás
que les perteneces, obedecerás a ellos y no a tus padres; no hay marcha atrás.
«Te
obsequiarán una manzana, su almizcle impregnará tu cuerpo, cuando la toques,
tus labios se teñirán de rojo, sentirás mucha sed, y sólo se aliviará cuando
conozcas otros labios, y más labios, muchos labios. Cambiarás tus zapatos de
escuela por tacones negros altos, muy altos, cada vez más altos; será tu
principal arma de seducción, y harás desdichados a los que te amen».
Es curioso cómo desconocí, de pronto, las palabras de mi
abuela. Con una simple caricia en mi rodilla, él me hizo olvidar mis temores.
Subí a su auto y dejé que me llevara a donde quisiera. Me ha pedido que no
piense en nada. Juró que, si cumplo mi desobediencia, morirá la niña y me
convertiré en princesa.