Se elevó de entre la pila
de cuerpos en la fosa comunal, en dirección a dos pares de manos que repudiaban
sostenerlo. Con ejemplar cuidado, los hombres lo cargaron hasta la parte
trasera del camión. Manejaron a paso sonámbulo por las calles desiertas, difícilmente
evadiendo las ruinas y columnas de humo que se extendían hasta las alturas de
un cielo gris. Cada tanto, se detenían a desechar una parte de su lúgubre
cargamento; bultos flácidos, fríos, desagradables al espíritu y los cinco
sentidos. De regreso en la cabina, se sentían liberados de una angustia que por
dentro los había envejecido.
Lo
abandonaron bocabajo al centro de la calle, recién pasada una catedral de una
sola torre sobreviviente, al margen de la plaza principal. Era pequeño, mas
extrañamente pesado. Sus cortos brazos colgaban laxos de sus costados, un ente frágil
al tacto, doliente a la vista, de un hedor ácido a causa de los tres días y dos
noches que había pasado descomponiéndose a la intemperie. Su cuerpo lo dejaron
en una posición incómoda; un brazo extendido sobre su cabeza, dos rodillas
descubiertas rozando el pavimento y su estómago descansando sobre una cama de
escombro. Por debajo de su cabeza, un charco de sangre emergió de su anterior
sequía, el líquido escarlata reflejando una versión distorsionada del firmamento.
Mientras este último crecía con el transcurso de los días, la gente pasaba
inadvertida, demasiado preocupadas por sus propios lamentos. Se fueron
conglomerando a sus alrededores, corriendo despavoridos como hormigas luego de
que sus filas fueran perturbadas por una fuerza hostil. El charco de sangre
pegó huida, achicándose, fluyendo en un arroyo cuyo cauce concluía al ser
depositado dentro de una repugnante fisura craneal.
De esta fisura
emergió una solitaria bala. Pedacitos de hueso antes esparcidos a los
alrededores reconstruyeron la forma pura de esa joven cabeza. El niño se puso de pie y retrocedió hacia el
callejón al costado de una panadería. Por su lado, la bala surcó los aires, su
trayectoria una línea recta hacia el rifle de un francotirador alemán. Esta
flecha de plomo se acomodó holgadamente dentro del cañón, habiendo recogido su
casquete en el camino. El soldado de tez clara retrocedió por las calles
empedradas, su rifle extrayendo más balas, los receptores de estas mismas
volviendo a sus pies, de nuevo víctimas de un terror inconmensurable.
La figura del
soldado se perdió en la nube de cuerpos conformada por su pelotón. Uno a uno, los
hombres treparon a la parte trasera de camiones verdes con las insignias del reich
a los costados, sosteniendo sus rifles con firmeza, las balas —despreciables semillas de la muerte— acogidas en su interior.
Sieg Heil! exclamaron con furia una vez que todos habían
abordado. Los motores rugieron sus cánticos estruendosos y pegaron marcha,
distanciándose del pueblo. Por horas recorrieron los campos de cultivo, pasando
por granjas abandonadas, avistando animales que, antes fieles compañeros
domésticos, habían perdido a sus hogares y ahora vagaban inicuos por una
Francia en ruinas. A lo lejos escuchaban el sonido de detonaciones en la Tierra
de Nadie, tras las cuales surgían chispazos de luz que se retraían hacia el
suelo, antes de despegar con dirección a las alturas. En el campamento base,
los soldados retrocedieron hacia las trincheras. Arriba, en el campo de
batalla, disparos anteriormente intercambiados regresaban a sus remitentes.
Aquella bala
previamente teñida por sangre joven recorrió la base de las fuerzas alemanas.
Fue removida del interior de su rifle, empacada de un manotazo en una caja de
madera, la cual sellaron y transportaron en un ajetreo a la fábrica cruzando la
frontera.
Se vio de vuelta en
la cinta transportadora, pasando entre los dedos de trabajadoras de la
metalurgia quienes se aseguraban de su calidad. Una vez recorrida la prensa y
el horno, el resultante compuesto, líquido al rojo vivo —antes bala— abandonó su molde en dirección a la caldera,
donde se mezcló en una piscina de fuego y sulfuro.
La caldera, habiendo
concluido su trayecto hacia la estufa industrial, se situó sobre las llamas que
furiosas absorbieron el calor transferido a esa base metálica.
Un sinfín de objetos
fueron expelidos; planchas viejas, monedas, trozos de vara, pesas y resortes
que brincaban hacia más bandas transportadoras. Entre estos, uno cuya materia
había anteriormente conformado el cuerpo de una bala, manifestó un par de
piernas rectangulares, un torso adornado por focos y botones relucientes, dos
brazos tiesos y un cubo por cabeza con una mueca en su rostro que se asemejaba
a una sonrisa. No era más grande que un libro y a pesar de que había caído
víctima del óxido, su cuerpo aún era tan colorido como en esa navidad que lo
sacaron de su caja.
Saliendo de la
fábrica, apilado en compañía de tonelada tras tonelada de metal descartado,
aquella figura —antes bala— recorrió calles adoquinadas, tomando
residencia en un centro de acopio para las fuerzas militares, donde unos días
más tarde fue extraído por las manos de una mujer quien cargaba en sus brazos una
variedad de objetos de plomo.
Juntos se adentraron
a una humilde morada, la mujer colocando su cargamento en los estantes y
armarios a lo largo de la casa, para concluir su recorrido en la habitación del
fondo. Abrió la puerta de donde provenía un llanto; sentado en el suelo de
madera, un niño recibió la figura y la estrujó en un fuerte abrazo, gotas
saladas retrayéndose hacia sus lagrimales. La mujer, su madre, eventualmente la
soltó y retrocedió fuera del cuarto.
Con ésta en sus
manos, el pequeño de ojos color zafiro y cabellera rubia como el sol, sostuvo sonriente
su preciado juguete en la jovial pureza de la infancia.