También nosotros somos humanos por Emmanuel González.






“No le digas a nadie lo que pasó, también nosotros somos humanos”. Veinte años después y esa frase aún retumba en lo más íntimo de mi cerebro, crea una conexión con mi abdomen y hace que mis intestinos se revuelvan ocasionándome náuseas. Alargo mi mano y deposito una delicada oblea en la boca de esa mujer bien parecida con peinado digno de fiesta, sus labios carnosos rozan mi dedo índice y dejan una mancha apenas perceptible de su labial bermellón, mi mente vuelve a viajar mientras mis acciones mecánicas siguen despachando fieles necesitados del cuerpo de Cristo. Su boca rozó mi miembro, se escabulló debajo de mi cobija y empezó a succionar. ¿Por qué lo hacía si cuando lo conocí se presentó como mi hermano mayor? No es normal que los hermanos hagan eso. Me mostró cada rincón del seminario y me explicó a detalle las funciones de todos y las actividades que yo realizaría durante el encierro. Tocó cada rincón de mi cuerpo a pesar de que yo le decía que no, retiraba sus manos de mi cuerpo y comencé a chillar. “¡No llores!, ¿acaso quieres que el padre se dé cuenta y te regañe por lo que estás haciendo?” ¿Qué estaba haciendo?, hasta ese momento pensaba que el que hacía cosas malas era mi hermano, pero yo también era partícipe del acto. Su dormitorio se comunicaba mediante una puerta con el mío, jamás creí necesario poner el seguro, jamás creí que el primer día me fuera a suceder esto. Posó su cuerpo desnudo sobre el mío, no pude moverme, a mis escasos quince años yo era un chaval delgado y bajito, no poseía la fuerza física necesaria para retirarlo de mí, ¿o era que tampoco poseía la fuerza de voluntad necesaria para hacerlo? "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. Un chamaco delgado se paró delante de mí y con las manos juntas me pidió le diera la carne de Cristo, esperé a que abriera su boca y la deposité hasta el fondo, esa lengua húmeda y rosada me recordaba muchas escenas de mi juventud, cómo deseé en ese instante que el templo se vaciara para quedarme a solas con el muchacho. Abrió su boca y me dijo: “Ahora te toca a ti”, me hinqué sobre su cara y la deposité hasta el fondo, la fricción pronto hizo de las suyas y un líquido blanquecino inundó sus comisuras labiales. Retomé mi lugar en la cama y dormí. Dormí como nunca lo había hecho en quince años. Me tomé el tiempo necesario de tocar su labio inferior con mis dedos, el chico me sonrió, le guiñé un ojo y seguí con la celebración. Al día siguiente sentía que todo el mundo me miraba, me sentía sucio, me sentía fuera de mí. No era posible que esto estuviera sucediendo en un lugar del que se supone el fin perseguido es la santidad, todos eran corruptos, y ahora yo también lo era. Después de la misa de las cinco de la mañana regresé a mi habitación y me bañé de nuevo, quise retirar la suciedad de la noche anterior, pero ésta se adhería como una capa de plástico la cual necesitara fusionarse con mi piel. El hermano entró sin tocar la puerta. “Segundo error ¿por qué no tenía la costumbre de asegurar las puertas?, pensé, en casa no era necesario hacerlo”. ¿Te gustó lo de anoche?, me dijo. Me tapé la entrepierna con el jabón que sostenía entre mis manos y no respondí. Dio dos pasos y no le importó mojarse, me quitó el jabón y me enjabonó, yo permanecí tieso. Sus manos resbalaron por mi espalda. Un sonido estruendoso me hizo volver en mí, la copa de las hostias cayó al suelo y un monaguillo pronto se hincó para recogerlas. Su alma nívea y encorvada era un fiel retrato de la inocencia, la iglesia miraba, el ministro miraba, yo miraba. Me otorgó la copa y juntos entramos a la sacristía por más hostias, los fieles estaban hambrientos de la carne de nuestro señor, la fila apenas había avanzado a la mitad. En una maceta deposité la carne del redentor y me disculpé por mi imprudencia. Le pedí al monaguillo que pidiera disculpas junto a mi lado, le tendí un brazo y apreté su hombro, la suavidad de su carne hizo que me parara. Cogí las hostias y retornamos hacia la celebración. “Te miro extraño el día de hoy David, la sonrisa que te caracterizaba ayer cuando ingresaste al seminario no se encuentra el día de hoy”. “No es nada”. “¿Qué te sucedió?”. “Nada”. “Sabes que puedes confiarme lo que sea, cualquiera que te haya hecho algo se las verá conmigo, confía en mí”. Y confié. El padre encargado del seminario parecía un buen hombre, le conté todo, lo de la noche y lo que sucedió en la ducha. Él me comprendió. Me abrazó. Y también me tocó. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. “David, sabes que todos somos humanos, ¿no es cierto?”. Asentí. “Explícame cómo sucedió todo para yo poder estar seguro de que no me mientes, aquí tienes mi mano”. Su oficina parecía estrecharse cada vez más, el padre se levantó de su silla detrás del escritorio y ocupó una al lado mío. “No quiero”, le dije. “Es necesario que lo hagas, de lo contrario yo no podré hacer nada para defenderte”. Mis manos permanecieron inmóviles, pero eso no frenó los instintos sagrados del padre. Tomó la iniciativa y comenzó a frotarme con su mano. “¿Fue algo así?”, preguntaba a la vez que hacía un movimiento de arriba abajo, “¿o se parecía más a esto?”, un movimiento circular ocupó al antecesor. “Como el primero”, respondí. “Se parecía más al primero”. “Ves que no es tan difícil contarme cómo sucedieron los hechos, ahora bien, dime: ¿usó también su boca?”. Yo asentí. El padre quiso constatar que no dijera mentiras. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. “No le digas a nadie lo que pasó, también nosotros somos humanos”. "Cuerpo de Cristo”. “Amén”. Hermanos, la misa ha terminado, podemos irnos en paz, y que la bendición de nuestro señor Jesucristo los acompañe a ustedes. Demos gracias a Dios. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
Entramos a la sacristía, cuando salió el ministro me apresuré a colocar el seguro a la puerta, “esta vez no alimentaría la cadena de mis errores”, pensé. Me quité la sotana y me ofrecí con el monaguillo para ayudarlo a que se desvistiera, cuando le quité la camisa me dijo que eso no estaba bien, sus ojos transmitían la sorpresa de no entender porqué le quitaba algo más que el ornamento litúrgico. Quiero que te pruebes un nuevo traje que te he comprado, le dije. Sus niveles de estrés disminuyeron y la explicación le pareció convincente. ¿Es necesario que me lo pruebe sin calzoncillos?, preguntó en el instante que se los retiraba. “Solo será un momento", respondí. Lo tenía de frente a mí, era una réplica de la escena de hace veinte años, la única diferencia: esta vez yo me encontraba del otro lado del espejo. “Oh David, luces hermoso, a tus quince años portas un cuerpo perfecto”, tierno y fresco. Mi nombre no es David y tengo doce, dijo el niño. No me importó, yo seguí llamándolo David. “Lástima que tu retiro esté a punto de terminar, de lo contrario podríamos hacer una modificación para que tu dormitorio lo cambiaran más cerca al mío, así podríamos charlar de inmediato cada vez que yo terminara de dar la misa”. Ya me quiero ir a casa. “Esta misma tarde te irás, tus papás vendrán por ti y se sentirán orgullosos de ti, yo mismo hablaré con ellos y les recordaré lo preciado que es su hijo, también les recomendaré que el próximo año te vuelvan a traer aquí”. Por favor déjeme ir, mis papás no vendrán, yo puedo irme solo, vivo a dos cuadras.
Hice lo que tenía que hacer, volví en mí cuando mis manos transitaban por sus nalgas. Ya te puedes ir, y por favor no le digas a nadie lo que pasó, también nosotros somos humanos.

 

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