Resistencia con pozole por Cristina Gutiérrez Mar





Granos de maíz y champiñones en trozos descienden en cascada en la olla con agua hirviendo. El vapor silencioso vuela sobre la estufa, se fusiona con el humo del cigarro de Johana. La cocina ordenada, la jarra de limonada lista, y en la barra de granito se apilan pequeños refractarios de vidrio con los ingredientes que faltan por agregar al pozole vegano. Aromas a laurel y orégano se disipan por toda la cocina, igual que la dulce locura de la mirada de Johana. A los pocos minutos, el esposo y los cuatro hijos llegan a comer. Él la saluda con un beso y los chicos entran, corren, avientan mochilas y zapatos. Entre gritos y jugueteo se sientan a la mesa los cuatro niños; Johana los regresa a lavarse las manos. Ellos repelan un poco, sin embargo, obedecen a su madre que los mira sonriendo con sus grandes ojos. Los seis miembros de la familia, sentados en la mesa dan gracias a Dios por los alimentos. Disponen de treinta minutos de convivencia; platican sobre lo rico que está el pozole, el trabajo, la escuela y del número de cartulinas que deben comprar. Posteriormente el esposo se retira de la mesa para tomar una siesta; y los niños de once, diez, ocho y siete años de edad hacen su tarea, un tanto distraídos, mientras Johana lava los trastes. Después, las prisas aparecen, el esposo se va a trabajar y Johana sale volando con los niños a las clases vespertinas de futbol y piano. Unos fuertes ladridos provenientes del exterior despiertan del arca de recuerdos a Johana, siente tensión en el cuerpo, su fragilidad la delata; Johana tiene ciento veintiocho años.

         Las gotas de lluvia caen y danzan en la ventana en primavera, pero es invierno.  La cocina es amarilla, tulipanes rosas realzan la pálida sombra de Johana; blanco es su cabello, escaso y marchito; y los tulipanes frescos y tupidos. Afuera es de noche, pero Johana no lo nota; en sus ojos está el recuerdo congelado de noventa y dos años atrás.

         Su esposo falleció de insuficiencia renal, dejándola viuda un día antes de que su hijo mayor cumpliera doce años de edad. Desde el fatídico suceso, ella se dedicó en cuerpo y alma a sus hijos hasta entregar a cada uno en el altar. La vida caminó sin piedad; los años pasaron, la felicidad poco a poco se limitó, y todos sus hijos fallecieron de vejez, así como los siete bisnietos que murieron por diferentes causas entre accidentes automovilísticos y enfermedades. 

         Johana observa la ventana: las estrellas iluminan la calle, pero no su alma. En el vidrio habita el reflejo hecho estampa de la mesa sin sus seis manteles; sólo permanece un mantel, un plato, un vaso, una cuchara y la pieza se reduce a un alma. Johana observa aún más el vidrio, aparece una anciana en el destello de la ventana, una anciana vestida de plata; es ella, es Johana que nota su piel de cartón y cómo se carcome por dentro a través de su transparente tez. Johana baja la mirada y le regala a Dios un suspiro hecho pedazos.

         Un tambor suena en el cielo, se celebra la vida; fuegos artificiales y balazos palpitan sin cesar. Es media noche, no un mediodía, no es aquel momento de felicidad fugaz que deshidrata la tristeza de Johana. Hoy es 31 de diciembre, los demás celebran la vida junto a sus seres queridos; Johana festeja el duelo de vivir unos años más, completamente sola y ausente de amor.

         Se recarga en la barra de granito de la cocina y sin dejar de observar la lluvia y los fuegos artificiales, invoca el viaje que hizo al Valle de Hunza, un pequeño paraíso escondido entre la inmensidad del Himalaya. Viaje que realizó sola, a la edad de cincuenta y tres años en busca de historias para su segundo libro. Johana distingue en su mente el contraste de la tierra árida y verde, los deliciosos albaricoques y su acercamiento con la tribu. Hombres y mujeres que aunque estaban cerca de China y Pakistán, tenían rasgos físicos como europeos, como caucásicos. 

         Los Hunza tienen descendencia directa de Alejandro Magno y un tremendo paraíso con ríos helados.  Johana celebró rituales de agua sagrada y pasó largas noches haciendo el amor con el jefe de la tribu. ¡Maldita combinación convertida en hechizo! Longevidad se le otorgó como regalo. En sus venas lleva el linaje de Alejandro Magno. Desde que regresó de Hunza, ha visto cómo se han desvanecido cada uno de sus seres amados.

         En silencio y sin lágrimas, Johana observa la credenza de madera situada junto a la mesa; desfile de portarretratos con caras alegres, niños jugando, paseos en el campo, risas, bodas, navidades, bebés, cumpleaños y al fondo; una foto escondida y amarillenta de su esposo, sus cuatro hijos y ella comiendo pozole alrededor de la misma mesa a la que se sienta ahora.

         El pozole está listo, Johana celebra con esta vianda su maleficio. Ella aparenta ser un capullo, encapsulada en este mundo, obligada a vivir. Envuelta en soledad y en túnica persa color plata, Johana toma el tazón descarapelado y se sirve una pequeña porción de pozole. Quiere insultar este nuevo año que ha llegado sin pedirlo.  Un visitante intruso que no la deja morir, que no la deja en paz y que se burla de ella dos veces al año; uno en año nuevo y otro en su cumpleaños.

         Johana no se ha quitado la vida, únicamente le queda la resistencia y, aún espera ansiosa el fin de su larga humanidad.

 

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