Granos de maíz y
champiñones en trozos descienden en cascada en la olla con agua hirviendo. El
vapor silencioso vuela sobre la estufa, se fusiona con el humo del cigarro de
Johana. La cocina ordenada, la jarra de limonada lista, y en la barra de
granito se apilan pequeños refractarios de vidrio con los ingredientes que
faltan por agregar al pozole vegano. Aromas a laurel y orégano se disipan por
toda la cocina, igual que la dulce locura de la mirada de Johana. A los pocos
minutos, el esposo y los cuatro hijos llegan a comer. Él la saluda con un beso
y los chicos entran, corren, avientan mochilas y zapatos. Entre gritos y
jugueteo se sientan a la mesa los cuatro niños; Johana los regresa a lavarse
las manos. Ellos repelan un poco, sin embargo, obedecen a su madre que los mira
sonriendo con sus grandes ojos. Los seis miembros de la familia, sentados en la
mesa dan gracias a Dios por los alimentos. Disponen de treinta minutos de
convivencia; platican sobre lo rico que está el pozole, el trabajo, la escuela
y del número de cartulinas que deben comprar. Posteriormente el esposo se
retira de la mesa para tomar una siesta; y los niños de once, diez, ocho y siete
años de edad hacen su tarea, un tanto distraídos, mientras Johana lava los
trastes. Después, las prisas aparecen, el esposo se va a trabajar y Johana sale
volando con los niños a las clases vespertinas de futbol y piano. Unos fuertes
ladridos provenientes del exterior despiertan del arca de recuerdos a Johana,
siente tensión en el cuerpo, su fragilidad la delata; Johana tiene ciento
veintiocho años.
Las gotas de lluvia caen y danzan en la ventana en
primavera, pero es invierno. La cocina
es amarilla, tulipanes rosas realzan la pálida sombra de Johana; blanco es su
cabello, escaso y marchito; y los tulipanes frescos y tupidos. Afuera es de
noche, pero Johana no lo nota; en sus ojos está el recuerdo congelado de
noventa y dos años atrás.
Su esposo falleció de insuficiencia renal, dejándola viuda
un día antes de que su hijo mayor cumpliera doce años de edad. Desde el
fatídico suceso, ella se dedicó en cuerpo y alma a sus hijos hasta entregar a
cada uno en el altar. La vida caminó sin piedad; los años pasaron, la felicidad
poco a poco se limitó, y todos sus hijos fallecieron de vejez, así como los
siete bisnietos que murieron por diferentes causas entre accidentes
automovilísticos y enfermedades.
Johana observa la ventana: las estrellas iluminan la calle,
pero no su alma. En el vidrio habita el reflejo hecho estampa de la mesa sin
sus seis manteles; sólo permanece un mantel, un plato, un vaso, una cuchara y
la pieza se reduce a un alma. Johana observa aún más el vidrio, aparece una
anciana en el destello de la ventana, una anciana vestida de plata; es ella, es
Johana que nota su piel de cartón y cómo se carcome por dentro a través de su
transparente tez. Johana baja la mirada y le regala a Dios un suspiro hecho
pedazos.
Un tambor suena en el cielo, se celebra la vida; fuegos
artificiales y balazos palpitan sin cesar. Es media noche, no un mediodía, no
es aquel momento de felicidad fugaz que deshidrata la tristeza de Johana. Hoy
es 31 de diciembre, los demás celebran la vida junto a sus seres queridos;
Johana festeja el duelo de vivir unos años más, completamente sola y ausente de
amor.
Se recarga en la barra de granito de la cocina y sin dejar
de observar la lluvia y los fuegos artificiales, invoca el viaje que hizo al
Valle de Hunza, un pequeño paraíso escondido entre la inmensidad del Himalaya.
Viaje que realizó sola, a la edad de cincuenta y tres años en busca de
historias para su segundo libro. Johana distingue en su mente el contraste de
la tierra árida y verde, los deliciosos albaricoques y su acercamiento con la
tribu. Hombres y mujeres que aunque
estaban cerca de China y Pakistán, tenían rasgos físicos como europeos, como
caucásicos.
Los Hunza tienen descendencia directa
de Alejandro Magno y un tremendo paraíso con ríos helados. Johana celebró rituales de agua sagrada y pasó
largas noches haciendo el amor con el jefe de la tribu. ¡Maldita combinación
convertida en hechizo! Longevidad se le otorgó como regalo. En sus venas lleva
el linaje de Alejandro Magno. Desde que regresó de Hunza, ha visto cómo se han
desvanecido cada uno de sus seres amados.
En silencio y sin lágrimas, Johana observa la credenza de
madera situada junto a la mesa; desfile de portarretratos con caras alegres,
niños jugando, paseos en el campo, risas, bodas, navidades, bebés, cumpleaños y
al fondo; una foto escondida y amarillenta de su esposo, sus cuatro hijos y
ella comiendo pozole alrededor de la misma mesa a la que se sienta ahora.
El pozole está listo, Johana celebra con esta vianda su
maleficio. Ella aparenta ser un capullo, encapsulada en este mundo, obligada a
vivir. Envuelta en soledad y en túnica persa color plata, Johana toma el tazón
descarapelado y se sirve una pequeña porción de pozole. Quiere insultar este
nuevo año que ha llegado sin pedirlo. Un
visitante intruso que no la deja morir, que no la deja en paz y que se burla de
ella dos veces al año; uno en año nuevo y otro en su cumpleaños.
Johana no se ha quitado la vida, únicamente le queda la
resistencia y, aún espera ansiosa el fin de su larga humanidad.