Playa El Encierro por Justin Jaquith

 




 

Si la botella no hubiera cantado cuando la pisé, los dos seguiríamos enterrados. Ella en la arena, yo en mi vida de abogado. La encontré un día al amanecer mientras recorría una playa remota de Oaxaca distinguida por sus olas castigadoras, sus mareas traicioneras, su fondo de piedras agudas. Y por sus naufragios —tantos naufragios, siglos de naufragios— sepultados en la memoria de los campesinos y el fondo cambiante del mar.

Me había venido a Salina Cruz de vacaciones, huyendo por unos cuantos días del ahogo cotidiano de demandas y denuncias, jueces y jurados. Sin embargo, aun aquí las llamadas y los correos me seguían. Ya lo esperaba con la resignación que otorga la experiencia. Me buscan porque me necesitan. Me necesitan porque soy importante. Soy importante porque he logrado el éxito. Esto el lado oscuro del éxito: te hace indispensable, te inmoviliza con esposas de oro.

En un bar cerca de mi hotel, le pregunté al viejo propietario sobre sitios que me podía recomendar, puntos nada turísticos donde la tranquilidad todavía existía, y donde de preferencia no llegaba señal de celular. Me platicó de este lugar, Playa El Encierro. Dijo que cerca de aquí, hace casi un siglo, vivían sus bisabuelos. Añadió, en un tono un poco misterioso, que su mamá siempre le contaba —cuando de niño no podía dormir y le pedía un cuento— de un mar que de noche cobraba vida y que de día te miraba con sospechas. De una playa ermitaña, resistente a todo intruso, que se había olvidado del mundo a propósito, hasta que el mundo se olvidó de ella.

Me vine de madrugada. Primero en un coche que renté, y después, cuando el antiguo camino de terracería se fue borrando por la selva, a pie. Al rayar el alba, ya estaba caminando sobre arena virgen que brillaba en la luz matutina como granos de diamante.

El golpe de mi pie sacó la botella de su escondite y la dejó expuesta. Ver un objeto humano aquí era inesperado, pero el canto fue lo que más me llamó la atención. De la botella emanaba la voz de una mujer, apenas audible, solitaria y evocativa como una sirena antigua.

Curioso, la recogí. Era muy antigua, probablemente hecha a mano. La luz del sol hacía brillar el vidrio grueso de manera inexplicable, como si tuviera un foco adentro, o un pedacito de sol que buscaba escapar. La brisa sacaba de su boca un silbato tenue, con tonos que cambiaban al ritmo del viento y de las olas, una melodía compuesta por el mismo mar. De ahí el canto, entendí; era el viento nada más, y yo tontamente imaginando una sirena atrapada ahí.

Estaba a punto de dejarla caer otra vez al olvido cuando sentí un calor en mi mano, como si el vidrio quemara. Brillaba más ahora, no por el sol sino por alguna extraña energía propia. La brisa había cesado, pero de la botella volvió a salir una canción, más fuerte ahora: una melodía fantástica, libre, cautivante. Era una voz real y un canto que —no sé porqué— despertó en mi el irresistible anhelo de encontrarla, de estar con ella.

Entre sueño y realidad, vi cómo el vidrio se volvió transparente, y en el fondo de la botella apareció una mujer bella y sola, caminando por una playa que cabía en mi mano. Su cabello negro apenas cubría su cuerpo, revelando más de lo que escondía; sus ojos me miraban, su sonrisa me llamaba. Había una libertad en sus pasos que no entendía pero que me urgía conseguir. ¿Cómo estaba tan feliz, atrapada en un mundo tan pequeño?

La visión se acabó. El vidrio antiguo se volvió opaco y frío. Pensé en la torre de oficinas donde trabajaba. Los rascacielos se parecen mucho a las botellas. Quizá mi mundo era más pequeño que el suyo.

Caminé por la playa, el sol calentando mi cara y despertando locuras en mi mente. ¿Y si nunca regreso a mi vida limitada? ¿Si me quedo aquí y me olvido del mundo, hasta que el mundo se olvide de mí? Jamás había pensado así, pero no aguantaba más el encierro del éxito. Ya estaba decidido. De aquí no me iría. Viviría del mar, y con el mar, y junto al mar, dejando atrás la claustrofóbica ciudad con sus botellas de concreto y hierro.

De lejos, vi una figura caminando hacia mí. Era la mujer de la botella: sola, hermosa, con cabello negro que ondulaba con cada paso. ¿Acaso era otro sueño? No, porque se acercaba, me sonreía, extendía su mano hacia mí, invitándome a acompañarla en su libre alegría y su alegre libertad.

Cuando me tocó, todo se volvió oscuridad y frío y terror. Ya no veía nada, solo escuchaba un viento como de huracán en mar abierto, y yo, un marinero hundiéndome entre olas negras. Pronto la oscuridad pasó, pero mi horror aumentó, porque me rodeaba ahora un muro de vidrio antiguo, opaco, grueso. Y no existía el mundo afuera, solo el mundo aquí adentro, y sentí como todo cayó a la arena. Poco a poco el viento, el sepulturero del mar, me fue enterrando. De aquí no hay salida, porque el océano es arrogante, y la playa es ermitaña, y el mundo es una botella, y el encerrado soy yo.

 

 

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