Si la
botella no hubiera cantado cuando la pisé, los dos seguiríamos enterrados. Ella
en la arena, yo en mi vida de abogado. La encontré un día al amanecer mientras
recorría una playa remota de Oaxaca distinguida por sus olas castigadoras, sus
mareas traicioneras, su fondo de piedras agudas. Y por sus naufragios —tantos
naufragios, siglos de naufragios— sepultados en la memoria de los campesinos y
el fondo cambiante del mar.
Me
había venido a Salina Cruz de vacaciones, huyendo por unos cuantos días del
ahogo cotidiano de demandas y denuncias, jueces y jurados. Sin embargo, aun
aquí las llamadas y los correos me seguían. Ya lo esperaba con la resignación
que otorga la experiencia. Me buscan porque me necesitan. Me necesitan porque
soy importante. Soy importante porque he logrado el éxito. Esto el lado oscuro
del éxito: te hace indispensable, te inmoviliza con esposas de oro.
En un
bar cerca de mi hotel, le pregunté al viejo propietario sobre sitios que me
podía recomendar, puntos nada turísticos donde la tranquilidad todavía existía,
y donde de preferencia no llegaba señal de celular. Me platicó de este lugar,
Playa El Encierro. Dijo que cerca de aquí, hace casi un siglo, vivían sus
bisabuelos. Añadió, en un tono un poco misterioso, que su mamá siempre le
contaba —cuando de niño no podía dormir y le pedía un cuento— de un mar que de
noche cobraba vida y que de día te miraba con sospechas. De una playa ermitaña,
resistente a todo intruso, que se había olvidado del mundo a propósito, hasta
que el mundo se olvidó de ella.
Me
vine de madrugada. Primero en un coche que renté, y después, cuando el antiguo
camino de terracería se fue borrando por la selva, a pie. Al rayar el alba, ya
estaba caminando sobre arena virgen que brillaba en la luz matutina como granos
de diamante.
El
golpe de mi pie sacó la botella de su escondite y la dejó expuesta. Ver un
objeto humano aquí era inesperado, pero el canto fue lo que más me llamó la
atención. De la botella emanaba la voz de una mujer, apenas audible, solitaria
y evocativa como una sirena antigua.
Curioso,
la recogí. Era muy antigua, probablemente hecha a mano. La luz del sol hacía
brillar el vidrio grueso de manera inexplicable, como si tuviera un foco
adentro, o un pedacito de sol que buscaba escapar. La brisa sacaba de su boca
un silbato tenue, con tonos que cambiaban al ritmo del viento y de las olas,
una melodía compuesta por el mismo mar. De ahí el canto, entendí; era el viento
nada más, y yo tontamente imaginando una sirena atrapada ahí.
Estaba
a punto de dejarla caer otra vez al olvido cuando sentí un calor en mi mano,
como si el vidrio quemara. Brillaba más ahora, no por el sol sino por alguna
extraña energía propia. La brisa había cesado, pero de la botella volvió a
salir una canción, más fuerte ahora: una melodía fantástica, libre, cautivante.
Era una voz real y un canto que —no sé porqué— despertó en mi el irresistible
anhelo de encontrarla, de estar con ella.
Entre
sueño y realidad, vi cómo el vidrio se volvió transparente, y en el fondo de la
botella apareció una mujer bella y sola, caminando por una playa que cabía en
mi mano. Su cabello negro apenas cubría su cuerpo, revelando más de lo que
escondía; sus ojos me miraban, su sonrisa me llamaba. Había una libertad en sus
pasos que no entendía pero que me urgía conseguir. ¿Cómo estaba tan feliz,
atrapada en un mundo tan pequeño?
La
visión se acabó. El vidrio antiguo se volvió opaco y frío. Pensé en la torre de
oficinas donde trabajaba. Los rascacielos se parecen mucho a las botellas. Quizá
mi mundo era más pequeño que el suyo.
Caminé
por la playa, el sol calentando mi cara y despertando locuras en mi mente. ¿Y
si nunca regreso a mi vida limitada? ¿Si me quedo aquí y me olvido del mundo,
hasta que el mundo se olvide de mí? Jamás había pensado así, pero no aguantaba
más el encierro del éxito. Ya estaba decidido. De aquí no me iría. Viviría del
mar, y con el mar, y junto al mar, dejando atrás la claustrofóbica ciudad con
sus botellas de concreto y hierro.
De
lejos, vi una figura caminando hacia mí. Era la mujer de la botella: sola,
hermosa, con cabello negro que ondulaba con cada paso. ¿Acaso era otro sueño?
No, porque se acercaba, me sonreía, extendía su mano hacia mí, invitándome a
acompañarla en su libre alegría y su alegre libertad.
Cuando
me tocó, todo se volvió oscuridad y frío y terror. Ya no veía nada, solo
escuchaba un viento como de huracán en mar abierto, y yo, un marinero
hundiéndome entre olas negras. Pronto la oscuridad pasó, pero mi horror
aumentó, porque me rodeaba ahora un muro de vidrio antiguo, opaco, grueso. Y no
existía el mundo afuera, solo el mundo aquí adentro, y sentí como todo cayó a
la arena. Poco a poco el viento, el sepulturero del mar, me fue enterrando. De
aquí no hay salida, porque el océano es arrogante, y la playa es ermitaña, y el
mundo es una botella, y el encerrado soy yo.