Él
me observa, con sus ojos desabriga mi anatomía. Prendo un cigarro, desprendo
ese humo que me hacer sentir que soy una mujer mayor. Se acerca, sujeta mi
mano, siento su piel con callos que me hace verlo como una bestia llena de
hombría, me seduce. Él es muy atractivo. Me susurra que vayamos a un espacio
menos ruidoso. Finjo ser una loba que sabe jugar con la noche, apago el cigarro
en el cenicero con cierta delicadeza, le sonrío, me muerdo el labio y me voy con
él.
Llegamos
a un espacio con una luz tenue, cuatro paredes, un olor denso de una mezcla de
humo de cigarros y orines. Traigo a mi mente aquellos episodios de películas
para recordar qué hacer en estos momentos. Empiezo a sentir hormigueo entre mis
piernas. La situación me pone nerviosa, me rebasa.
Él,
percibe mi ingenuidad, lleva mi mano a los orificios para sentir su dimensión,
después me hace tocar las bolas que están duras y frías. Me hace sujetar su
palo, no sé si es grande o es chico, desconozco las medidas. Me dice cómo y qué
hacer. Con mi saliva froto la punta de su palo en movimientos circulares para
que se humedezca y esté manejable, después con una mano toco su textura, es
suave y eriza a la vez, deslizo mi mano hacia arriba y hacia abajo, cuidando el
movimiento con mis dedos para impedir que se vaya a los lados.
Me
muestra las posiciones. Me dice: “abre más las piernas, no estés tensa,
relájate, siente cada movimiento”. Nos movemos una y otra vez, rápido y lento,
unas variaciones que parecen estratégicas. El orificio se empieza agrandar,¡ahhh,
ahhh!, ¡me lleva!,¡lo veo venir¡, ¡no, no!, ¡no se puede detener!, ¡ ya está
adentro!, ¡pinche bola ocho!