La
voz humana conspira para
profanar
todo en la Tierra.
JD Salinger.
Que su padre, un sargento lisiado y retirado,
hablara de la guerra en casa, la fastidiaba tanto que le provocó un dolor
crónico en el estómago. No soportaba ver a su hermano menor vestirse con la
ropa militar de su padre y jugar a matar gente; lo odiaba cuando el creído
hombrecillo, en apenas la edad del brote de acné en el rostro, le apuntaba con
la pistola conmemorativa de su padre. Lárgate de mi cuarto. Le gritaba ella a su
hermano, él imaginaba que la mataba. Cuando Ginnie regresaba del tenis por la
tarde, a su casa, su familia la esperaba para cenar; su padre salía del estudio
arrastrando una pierna inservible y ayudando a la otra con una muleta de madera,
se sentaban a la mesa. Tasha, la empleada negra y obesa, servía la cena y
guiñándole el ojo a Ginnie le servía siempre la misma comida: un huevo cocido,
con un poco de ensalada. Ginnie pensaba que comer carne era asesinato y todos
los días trataba de cenar lo más rápido posible para ahorrarse el enfado de
escuchar las anécdotas de guerra de su padre «pobre loser» pensaba Ginnie. Siempre lo mismo. Decía ella sin despegar la
mirada del huevo en su plato. Su padre simulaba no escucharla y proseguía como
cada noche a la narración de una batalla, esa noche tocó turno a la del Álamo,
en Texas, donde los Grandísimos
Estados Unidos, God bless America, y
guiados por su santísimo Destino
Manifiesto, habían derrotado al más que menos ejército de México, inmundo invasor
de sus tierras prometidas, decía el viejo a la primera oportunidad. Y como cada
noche, al terminar el sargento su gran narración, por lo general repetida, el
adolescente derrotado por su enemigo, el acné, preguntaba: —¿Qué es México, father? —No tiene importancia, son. Contestaba como siempre el lisiado,
rascándose la cuenca del ausente ojo izquierdo. —¿Por qué siempre hablas de una
guerra a la que nunca fuiste? Decía Ginnie al levantarse de la mesa. Su padre
se volvía a rascar y su pelirrojo hermanito, imaginaba con su mano una pistola
con la que mataba a su hermana, provocando en su padre un brote satisfactorio
en una discreta sonrisa…
Una tarde como la de cualquier día que Ginnie
volvía del tenis, se sentó a la mesa, escuchó el paso arrastrado y de muleta de
su padre que salía de su estudio, su hermano apareció también, pero no sin
antes dispararle imaginariamente a Ginnie con la pistola conmemorativa de su
padre, la cual rápido le arrebató Tasha al pequeño pelirrojo. —Déjalo, negra, se
está haciendo hombre. Dijo el sargento sin poder ocultar su orgullo. Tasha
guardó la pistola en la bolsa de su mandil, la madre de Ginnie, como siempre;
como si no existiera. La negra sirvió como de costumbre: primero al sargento,
después a su orgullo con rostro de acné, luego a la señora que parece que no
existe y al final le sirvió su huevo cocido a Ginnie. El sargento comenzó a
narrar una gran batalla a la que (obvio) nunca asistió. Ginnie miraba fijamente
el huevo en el plato, sus ojos se perdieron en el blanco del cascarón, la voz
de su padre se iba haciendo lejana junto con los: bung, bung, bung de su hermano. Imaginó que la respuesta a su vida
aburrida, pero sobre todo fastidiosa, venía dentro de ese huevo cocido, la yema del augurio. «Cómo no nací en
eso que llaman México. ¡Odio Nueva York!» Pensó Ginnie, tomó el tenedor y con
mucho cuidado rompió el cascarón, se asomó el pico de un pollito, Ginnie se
emocionó, era la respuesta que esperaba, se levantó violentamente de la silla,
corrió hacia su habitación sin escuchar los regaños del sargento y los balazos
de su hermano; ya en su cama colocó el huevo sobre una almohada, ella se
imaginó que el pequeño corazón del pollo latía, ella se imaginó que hacía: pío, pío. Lo calentó con sus manos, se
durmió sin separarse de su huevo cocido. A la mañana siguiente, dejó el huevo
entre cobijas, a la tarde que regresaba de la escuela, su madre, la que parece
que no existe, entró a su habitación, se sentó en la cama y encontró el huevo,
su nariz percibió el aroma a putrefacción, su instinto (inconscientemente) la
obligó a levantar su brazo con el huevo cocido hacía la papelera que estaba a
un costado del tocador de Ginnie. Ginnie iba entrando a la habitación cuando
vio a su madre con el huevo en las alturas y gritó. —¡Mi pájaro azul! —Esto
está podrido. Dijo la mamá inexistente y tiró el huevo dentro de la papelera.
La palabra (podrido) produjo algo en
el interior de Ginnie, sobre todo en sus intestinos adoloridos. Ginnie no
recogió el huevo, lo dejó en la papelera, tenía que esperar para ver el
milagro. Al tercer día lo buscó entre papeles y basura; encontró el cadáver del
pollito ennegrecido entre el cascarón del huevo desbaratado, el pollo no
resucitó. Tomó al pollo apretándolo con desprecio, lo miró y le dijo:
—Tú no eres azul. Y lo arrojó por la
ventana. Pasaron algunos días. Pasada una tarde, la negra llamó a todos para
servir la cena cuando Ginnie iba llegando de algún lado porque no fue al tenis.
Como todos los días la familia se sentó a la mesa, la negra sirvió y le guiñó
el ojo a Ginnie antes de servirle su huevo cocido, Ginnie puso su mano sobre el
plato, todos se quedaron estupefactos, excepto la madre que parece que no
existe. —Quiero carne. Dijo Ginnie con la mirada a ninguna parte, pero con voz
decidida. —¿Carne? Dijo la madre que no existe. Ginnie se levantó de la silla, volteó
hacia su padre como nunca antes lo había hecho, levantó su mano hasta su frente
y lo saludó como si fuera un soldado. —¡Mi sargento!, mañana mismo me enlisto
para la guerra. Dijo Ginnie mirando a su padre, bajó la mano y volvió a sentarse
a la mesa; la negra sirvió filetes para todos, el hombrecillo pelirrojo no
disparó, el sargento lisiado no se rascó, sólo se quedó callado…