Abres
los ojos y para comenzar, como cada mañana, piensas que no tienes fuerzas
suficientes para enfrentar un nuevo día, pero algo te mueve: el mundo tiene
algo que contar y ese algo, será escrito entre tus páginas.
Reparas
en ellas y en lo entumecidas que están. Las extiendes y ríes al escuchar como
chocan al cerrarse. Acto seguido, bajas del librero.
Sales
a la calle y, obedeciendo a tu rutina, te diriges hacia la primera biblioteca,
donde se reúnen los libros recién cosidos, cuya historia apenas comienza a ser
escrita. Al entrar a tu sección encuentras a los libritos desparramados por el
salón con sus páginas abiertas de par en par llenas de dibujitos sin sentido,
llenos de color y manchitas de leche con chocolate. Tan inocentes y enérgicos
como tú lo fuiste alguna vez.
Todos
los libritos son muy parecidos a esa edad, pero hay uno que inevitablemente se
distingue de entre los demás, dado que ese pequeño se la pasa dando maromas,
extendiendo sus hojas como alas, balanceándolas de un lado a otro para que nadie
pueda leerlas.
Inviertes
mucho tiempo ideando formas para mantenerlo quieto, aunque ninguna funciona. Como
puedes, te estiras y saltas para alcanzarlo antes de que pueda emprender el
vuelo. Es entonces que, al tenerlo tan cerca, te das cuenta de que su lomo se
encuentra incluso más gastado que el tuyo, que le gana en antigüedad. Sus paginitas
son pequeñas, sus bordes se encuentran quemados, lo cual es inusual a su edad.
Su portada te reta descaradamente, no obstante tú la traspasas, logrando ver con claridad los
trazos dolorosos detrás de su titulo. Notas que tu sonrisa le transmite
confianza por primera vez, así que lo dejas libre y él se posiciona por sí solo
hasta arriba en la pila de libritos.
Tienes
la difícil tarea de enseñarles a escribirse, a contar su historia, una historia
que aún no conocen y cuyo hilo no tienen prisa por encontrar. Debes dejar algo
escrito en sus diminutas páginas, pero lo cierto es que ellos terminan
garabateando más en ti que tú en ellos.
Después
de un rato suena un timbre en la lejanía y los libritos salen disparados fuera
de la sección hasta el patio de la biblioteca.
Tu
tiempo de escribir ha terminado por hoy, luego te diriges a la siguiente
biblioteca, donde alguien más tiene la obligación de escribir en ti y en tus
semejantes (y por semejantes es obvio que te refieres únicamente al tamaño de
las páginas, pues géneros y grosores hay de todo tipo).
En
la entrada puedes ver a las revistas de chismes, las que sólo hablan de moda y
a su lado, a las deportivas, quienes tienen abiertas sus páginas, las cuales
muestran los resultados del clásico jugado el pasado fin de semana.
Te
adentras por los pasillos, encontrando a la literatura, grupo social con el que
te identificas mejor. Eres feliz conviviendo con los que son puro cuento, los que les sobra ficción y las novelas,
tanto rosas como cómicas.
Más
allá, de igual manera, puedes distinguir el área de fumadores, donde algunos se
dan el gusto de teñir las páginas de amarillo, dándoles fácilmente un toque
añejo que, según ellos, las hacen ver interesantes aunque carezcan de
contenido.
Lo
cierto es que en esta biblioteca hay de todo, inclusive uno que otro comic en
las esquinas; diariamente encuentras algo nuevo: recetarios de cocina,
expedientes policiacos y claro está, también
algunos extraviados sin clasificar. Pastas duras por aquí,
reencuadernados por acá, todos con hojas desgarradas y remendadas que tratan de
ocultar.
Sin
excepción, todos se reúnen de lunes a viernes en ese apartado asignado de la
biblioteca, esperando absorber entre sus páginas los conocimientos básicos
para, posteriormente, elegir un tema principal sobre el cual escribir en las
páginas restantes.
Llega
el momento en el que todos deben abrirse en una página en blanco y ponerse a
merced del libro “superior” en turno. A tus compañeros y a ti les gustaría que
se tratara exclusivamente de enormes diccionarios, sin embargo, a menudo deben
conformarse con libritos de texto menuditos llenos de faltas de ortografía, los
cuales se limitan a desfilar uno tras otro durante un par de horas, arrojando
palabras al aire esperando que ustedes las atrapen. Pero eso sí, todos les
enseñan a ser conformistas…
Al
terminar la sesión, todos se disponen a dejar la biblioteca para regresar a sus
libreros particulares. Algunos salen solos y otros se juntan en pares para
entrelazar páginas unos con otros a pesar de no haberse leído mutuamente los
prólogos.
Pero
ese no es tu caso. Esperas un poco y te encuentras con esa enciclopedia en
proceso de escritura que tanto ha llamado tu atención. Su portada es bonita
¡Sí! Aunque no es eso lo que te cautiva, sino su grosor y variedad: te ha hablado
de todo un poco y no teme aventurarse a
escribir acerca de algo nuevo.
A
pesar de haber compartido uno a otro parte de sus escritos, sigues
preguntándote si has de formar parte de su historia, no importando el hecho de
que tú ya has titulado varias de tus páginas con su nombre. En fin, no pasa de
que, si es necesario, algún día las arranques….
Sin pensarlo
más, juntos caminan fuera de la biblioteca mientras comparten algunos de sus
capítulos más graciosos.
Ambos
son bañados por la luz de la luna, al igual que los demás libros que abarrotan
las calles a esa hora de la noche con destino a sus libreros para finalmente
descansar de un largo día de frenética escritura.
Hay
días en los que se escribe mucho y otros en los que te rehúsas a hacer el más
mínimo trazo tanto en las páginas ajenas como en las propias.
Pero
algo es cierto: hoy en día, las librerías se encuentran vacías.
Los
verdaderos libros andamos sueltos.