Páginas por Stephanie Serna




Abres los ojos y para comenzar, como cada mañana, piensas que no tienes fuerzas suficientes para enfrentar un nuevo día, pero algo te mueve: el mundo tiene algo que contar y ese algo, será escrito entre tus páginas.

Reparas en ellas y en lo entumecidas que están. Las extiendes y ríes al escuchar como chocan al cerrarse. Acto seguido, bajas del librero.

Sales a la calle y, obedeciendo a tu rutina, te diriges hacia la primera biblioteca, donde se reúnen los libros recién cosidos, cuya historia apenas comienza a ser escrita. Al entrar a tu sección encuentras a los libritos desparramados por el salón con sus páginas abiertas de par en par llenas de dibujitos sin sentido, llenos de color y manchitas de leche con chocolate. Tan inocentes y enérgicos como tú lo fuiste alguna vez.

Todos los libritos son muy parecidos a esa edad, pero hay uno que inevitablemente se distingue de entre los demás, dado que ese pequeño se la pasa dando maromas, extendiendo sus hojas como alas, balanceándolas de un lado a otro para que nadie pueda leerlas.

Inviertes mucho tiempo ideando formas para mantenerlo quieto, aunque ninguna funciona. Como puedes, te estiras y saltas para alcanzarlo antes de que pueda emprender el vuelo. Es entonces que, al tenerlo tan cerca, te das cuenta de que su lomo se encuentra incluso más gastado que el tuyo, que le gana en antigüedad. Sus paginitas son pequeñas, sus bordes se encuentran quemados, lo cual es inusual a su edad. Su portada te reta descaradamente, no obstante  tú la traspasas, logrando ver con claridad los trazos dolorosos detrás de su titulo. Notas que tu sonrisa le transmite confianza por primera vez, así que lo dejas libre y él se posiciona por sí solo hasta arriba en la pila de libritos.

Tienes la difícil tarea de enseñarles a escribirse, a contar su historia, una historia que aún no conocen y cuyo hilo no tienen prisa por encontrar. Debes dejar algo escrito en sus diminutas páginas, pero lo cierto es que ellos terminan garabateando más en ti que tú en ellos.

Después de un rato suena un timbre en la lejanía y los libritos salen disparados fuera de la sección hasta el patio de la biblioteca.

Tu tiempo de escribir ha terminado por hoy, luego te diriges a la siguiente biblioteca, donde alguien más tiene la obligación de escribir en ti y en tus semejantes (y por semejantes es obvio que te refieres únicamente al tamaño de las páginas, pues géneros y grosores hay de todo tipo).

En la entrada puedes ver a las revistas de chismes, las que sólo hablan de moda y a su lado, a las deportivas, quienes tienen abiertas sus páginas, las cuales muestran los resultados del clásico jugado el pasado fin de semana.

Te adentras por los pasillos, encontrando a la literatura, grupo social con el que te identificas mejor. Eres feliz conviviendo con los que son puro cuento,  los que les sobra ficción y las novelas, tanto rosas como cómicas.

Más allá, de igual manera, puedes distinguir el área de fumadores, donde algunos se dan el gusto de teñir las páginas de amarillo, dándoles fácilmente un toque añejo que, según ellos, las hacen ver interesantes aunque carezcan de contenido.

Lo cierto es que en esta biblioteca hay de todo, inclusive uno que otro comic en las esquinas; diariamente encuentras algo nuevo: recetarios de cocina, expedientes policiacos y claro está, también  algunos extraviados sin clasificar. Pastas duras por aquí, reencuadernados por acá, todos con hojas desgarradas y remendadas que tratan de ocultar.

Sin excepción, todos se reúnen de lunes a viernes en ese apartado asignado de la biblioteca, esperando absorber entre sus páginas los conocimientos básicos para, posteriormente, elegir un tema principal sobre el cual escribir en las páginas restantes.

Llega el momento en el que todos deben abrirse en una página en blanco y ponerse a merced del libro “superior” en turno. A tus compañeros y a ti les gustaría que se tratara exclusivamente de enormes diccionarios, sin embargo, a menudo deben conformarse con libritos de texto menuditos llenos de faltas de ortografía, los cuales se limitan a desfilar uno tras otro durante un par de horas, arrojando palabras al aire esperando que ustedes las atrapen. Pero eso sí, todos les enseñan a ser conformistas…

Al terminar la sesión, todos se disponen a dejar la biblioteca para regresar a sus libreros particulares. Algunos salen solos y otros se juntan en pares para entrelazar páginas unos con otros a pesar de no haberse leído mutuamente los prólogos.

Pero ese no es tu caso. Esperas un poco y te encuentras con esa enciclopedia en proceso de escritura que tanto ha llamado tu atención. Su portada es bonita ¡Sí! Aunque no es eso lo que te cautiva, sino su grosor y variedad: te ha hablado de todo un poco y no teme  aventurarse a escribir acerca de algo nuevo.

A pesar de haber compartido uno a otro parte de sus escritos, sigues preguntándote si has de formar parte de su historia, no importando el hecho de que tú ya has titulado varias de tus páginas con su nombre. En fin, no pasa de que, si es necesario, algún día las arranques….

Sin pensarlo más, juntos caminan fuera de la biblioteca mientras comparten algunos de sus capítulos más graciosos.

Ambos son bañados por la luz de la luna, al igual que los demás libros que abarrotan las calles a esa hora de la noche con destino a sus libreros para finalmente descansar de un largo día de frenética escritura.

Hay días en los que se escribe mucho y otros en los que te rehúsas a hacer el más mínimo trazo tanto en las páginas ajenas como en las propias.

Pero algo es cierto: hoy en día, las librerías se encuentran vacías.


Los verdaderos libros andamos sueltos.
 

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