Supongo
que alguna vez habrás escuchado hablar de la cacería de brujas. En Bleskania,
cada año se realiza una exhaustiva búsqueda para dar con la mujer que lleva el
demonio dentro. Cuando era niña, no le temía a las siluetas que pasaban armadas
a través de las ventanas. Recuerdo que las mujeres mayores de quince años
escapaban al bosque, otras se escondían en las iglesias con la esperanza de que
el clérigo les diera su perdón y pudiesen salvarse de la prueba eliminatoria
que las liberaría o las condenaría. Mi madre tomaba precauciones durante todo
el año, se aseguraba de ser vista en la iglesia todas las tardes a las cinco en
punto. Salía a dar largos paseos a la luz del sol, y por la noche se encargaba de
prender una vela blanca (las brujas son alérgicas a ellas), de dicha forma
nadie podría darse a la tarea de inventar rumores que la inculparan de actos de
brujería. Mi madre no temía por mí, no hasta que cumplí quince años y comencé a
ser blanco de miradas curiosas y corrosivas. “Podría ser ella. Ella podría
ser la bruja de Bleskania”, murmuraban los aldeanos mientras me apuntaban con sus dedos larguiruchos; pero yo me sentía a
salvo, sabía que no era una bruja y que el demonio no rondaba por los recovecos
de mi hogar, no obstante, mi madre puso fin a mi calma interna.
—Alía—me
llamó desde la mesa de madera que se hallaba en el centro de la casa.
Había
varias velas al rededor del sitio que constituía el comedor, además de hierbas
secas y símbolos en ventanas y paredes. Me acerqué con pasos recelosos. Mi
madre lucía extraña, su mirada reflejaba inseguridad e incertidumbre.
—¿Sí,
madre?—inquirí con cierto temor en la voz.
—Pronto
será la cacería de brujas—mencionó tratando de ocultar el nerviosismo de su
voz—,¿qué opinas sobre eso?
Tragué
saliva y me encogí de hombros.
—No
soy una bruja—esclarecí—.No temo.
Mi
madre soltó una risotada estruendosa que me erizó la piel. Retrocedí,
amedrentada.
—¿Sabes
a cuántas mujeres inocentes han condenado a la hoguera?—cuestionó con
hosquedad—¿Tienes idea de a cuántas mujeres han echado al mar para comprobar si
son o no brujas?
El
aire se condensó y me costó trabajo respirar.
—¿Quieres
decir que podrían juzgarme de bruja sin serlo?
Mamá
finalmente me miró con sus ojos avellanados, amarró sus mechones castaños en un
chongo flojo y me mostró su nuca, en ella, trazada estaba una cicatriz en forma
de cruz.
—Debemos
ir con el padre ya mismo—dijo—,debe limpiarte, es necesario que poseas esta
marca para salvarte—sus ojos se llenaron de lágrimas.
Asentí
con celeridad, corrí a buscar mi abrigo desvaído. Salimos de la casa, anduvimos por el pueblo,
más callado y oscuro que nunca, no vi a un solo aldeano por los callejones.
Todas las tiendas estaban cerradas. Algo iba muy mal. Me aferré a la mano de mi
madre para buscar su calor y protección, pero ella se soltó con brusquedad. La
miré, desconcertada. Ella no me miró. Aceleró el paso y me incitó a imitarla.
Me fui quedando atrás, tenía una punzada en el pecho. ¡Corre! me decía
mi cabeza. Decidí ignorar mi intuición y seguí los pies de la mujer que me
había criado, aquella en quien tanto confiaba. Llegamos a la iglesia, allí
estaban apiñadas todas las personas del pueblo. En sus semblantes ardía la ira
y el odio hacia mí. Me detuve sintiendo una gran opresión en el pecho. Escuché
a mi madre gritar: ¡He cumplido, les he traído a la bruja!
No
hubo tiempo de reaccionar, corrí en dirección al bosque con el corazón en la
garganta. Los hombres armados me siguieron, las siluetas me cazaban a mí en
esta ocasión. Corrí más y más rápido hasta hundirme en el bosque. Esa noche no
había luna y no había estrellas, sólo percibí el olor a humo que se desprendía
de la fogata que usarían para encender la pira. Mientras corría para salvar mi
vida pensaba en si valía la pena continuar. Mi propia madre me había vendido,
quizá (me detuve) sólo quizás, sí era una bruja.
Me
quedé ahí parada, en las penumbras de la noche. Cavilé en todos los actos que
había realizado en mi vida. Soy una bruja, me dije a mí misma sin
argumentos sólidos. El olor a humo comenzó a llamarme, a gustarme. Incluso me
pregunté si el calor que me brindaría el fuego al quemar mi piel sería grato.
Los hombres que me buscaban llegaron al sitio en donde mis pies descalzos se
había arrellanado a la tierra y el fango. En ese momento me enamoré. Me enamoré
del temor que brilló en los ojos oscuros de aquellos hombres.