Noche de brujas por Samantha Ivana Lamas Ramírez




Supongo que alguna vez habrás escuchado hablar de la cacería de brujas. En Bleskania, cada año se realiza una exhaustiva búsqueda para dar con la mujer que lleva el demonio dentro. Cuando era niña, no le temía a las siluetas que pasaban armadas a través de las ventanas. Recuerdo que las mujeres mayores de quince años escapaban al bosque, otras se escondían en las iglesias con la esperanza de que el clérigo les diera su perdón y pudiesen salvarse de la prueba eliminatoria que las liberaría o las condenaría. Mi madre tomaba precauciones durante todo el año, se aseguraba de ser vista en la iglesia todas las tardes a las cinco en punto. Salía a dar largos paseos a la luz del sol, y por la noche se encargaba de prender una vela blanca (las brujas son alérgicas a ellas), de dicha forma nadie podría darse a la tarea de inventar rumores que la inculparan de actos de brujería. Mi madre no temía por mí, no hasta que cumplí quince años y comencé a ser blanco de miradas curiosas y corrosivas. “Podría ser ella. Ella podría ser la bruja de Bleskania”, murmuraban los aldeanos mientras me apuntaban con sus dedos larguiruchos; pero yo me sentía a salvo, sabía que no era una bruja y que el demonio no rondaba por los recovecos de mi hogar, no obstante, mi madre puso fin a mi calma interna.
         —Alía—me llamó desde la mesa de madera que se hallaba en el centro de la casa.
         Había varias velas al rededor del sitio que constituía el comedor, además de hierbas secas y símbolos en ventanas y paredes. Me acerqué con pasos recelosos. Mi madre lucía extraña, su mirada reflejaba inseguridad e incertidumbre.
         —¿Sí, madre?—inquirí con cierto temor en la voz.
         —Pronto será la cacería de brujas—mencionó tratando de ocultar el nerviosismo de su voz—,¿qué opinas sobre eso?
         Tragué saliva y me encogí de hombros.
         —No soy una bruja—esclarecí—.No temo.
         Mi madre soltó una risotada estruendosa que me erizó la piel. Retrocedí, amedrentada.
         —¿Sabes a cuántas mujeres inocentes han condenado a la hoguera?—cuestionó con hosquedad—¿Tienes idea de a cuántas mujeres han echado al mar para comprobar si son o no brujas?
         El aire se condensó y me costó trabajo respirar.
         —¿Quieres decir que podrían juzgarme de bruja sin serlo?
         Mamá finalmente me miró con sus ojos avellanados, amarró sus mechones castaños en un chongo flojo y me mostró su nuca, en ella, trazada estaba una cicatriz en forma de cruz.
         —Debemos ir con el padre ya mismo—dijo—,debe limpiarte, es necesario que poseas esta marca para salvarte—sus ojos se llenaron de lágrimas.
         Asentí con celeridad, corrí a buscar mi abrigo desvaído.  Salimos de la casa, anduvimos por el pueblo, más callado y oscuro que nunca, no vi a un solo aldeano por los callejones. Todas las tiendas estaban cerradas. Algo iba muy mal. Me aferré a la mano de mi madre para buscar su calor y protección, pero ella se soltó con brusquedad. La miré, desconcertada. Ella no me miró. Aceleró el paso y me incitó a imitarla. Me fui quedando atrás, tenía una punzada en el pecho. ¡Corre! me decía mi cabeza. Decidí ignorar mi intuición y seguí los pies de la mujer que me había criado, aquella en quien tanto confiaba. Llegamos a la iglesia, allí estaban apiñadas todas las personas del pueblo. En sus semblantes ardía la ira y el odio hacia mí. Me detuve sintiendo una gran opresión en el pecho. Escuché a mi madre gritar: ¡He cumplido, les he traído a la bruja!
         No hubo tiempo de reaccionar, corrí en dirección al bosque con el corazón en la garganta. Los hombres armados me siguieron, las siluetas me cazaban a mí en esta ocasión. Corrí más y más rápido hasta hundirme en el bosque. Esa noche no había luna y no había estrellas, sólo percibí el olor a humo que se desprendía de la fogata que usarían para encender la pira. Mientras corría para salvar mi vida pensaba en si valía la pena continuar. Mi propia madre me había vendido, quizá (me detuve) sólo quizás, sí era una bruja.
         Me quedé ahí parada, en las penumbras de la noche. Cavilé en todos los actos que había realizado en mi vida. Soy una bruja, me dije a mí misma sin argumentos sólidos. El olor a humo comenzó a llamarme, a gustarme. Incluso me pregunté si el calor que me brindaría el fuego al quemar mi piel sería grato. Los hombres que me buscaban llegaron al sitio en donde mis pies descalzos se había arrellanado a la tierra y el fango. En ese momento me enamoré. Me enamoré del temor que brilló en los ojos oscuros de aquellos hombres.
 

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