Necesidad por Lizbeth Sánchez

 



–Hija, que los muchachos partieran a estudiar fuera te cayó muy bien, mira que repuesta estás.

–Mi amor, ¿Cómo vas a bajar de peso si comes postre todos los días?

–Diana, debes cuidar tu dieta, estás en un estado pre diabético.

Las palabras de mi madre y mi marido llegan a mi cabeza en el momento que el doctor pronuncia las suyas. Mi gusto por la comida ha sido motivo de críticas en mi familia, desde mi madre hasta mis hijos han emitido su opinión al respecto. No siempre he sido así.  Siendo niña empecé a cocinar, es sólo desde hace algunos años que mi afición por degustar de los buenos sabores ha ido en aumento. El hecho de que no estén de acuerdo en la manera en que como, no le quita a mi parentela el placer de degustar  los platillos que preparo y que ellos engullen sin miramiento alguno. De un tiempo para acá mi porción es, por lo regular, un poco más grande que la de los demás.

Salgo del consultorio y extravío mis pasos por las calles antes de llegar a casa. Allí, el silencio me acompaña camino a mi habitación. Casa sola, llena de hijos ausentes. Rafa llegará tarde poniendo como motivo alguna reunión, ya no importa con quién.

Tomo un baño que me relaja, me pongo la ropa de dormir y sin encender la luz me recuesto sobre las almohadas. Estiro mi mano para tomar el control remoto, siento que mis párpados caen sobre mis ojos, el cansancio se apodera de mí.

Escucho un ruido lejos, menos lejos, cerca, la estridencia del rock me sobresalta. Me levanto de la cama aletargada, pego mi cara al cristal de la ventana, todas las luces de casa del vecino se encuentran encendidas, me parece que esta noche está de fiesta.

Molesta, bajo veloz las escaleras, salgo a la noche que roza mi piel con su cálido aliento, atravieso mi jardín, paso al ajeno, me asomo por la ventana, el hombre perfila sobre un lienzo pinceladas de tonos intensos, abro la puerta sin tocar siquiera. No encuentro sentido a los trazos que veo, él continua su labor, la música aturde mi cerebro. A su costado, sobre una mesa, encuentro un bufet de delicioso aspecto, suculentos aromas invaden mi vista, deliciosos colores llenan mi olfato, salivo. Alargo mi mano para tomar un trozo de pan y sumergirlo en queso. Antes de que llegue a mis labios, mi bata se desliza por mi cuerpo, de un mordisco termino el bocadillo, un brochazo de intenso azul mancha mi cuerpo, levanto la vista, lo miro, me mira; tomo un canapé de aceitunas, ahora él cubre con un trazo verde mi torso desde el muslo izquierdo hasta el pecho, muerdo unas uvas y él colorea de morado mi seno, yo como; él pinta; una y otra vez devoro las delicias que me encuentro mientras él deja su huella de colores por mi cuerpo. El pincel produce un hormigueo donde toca, un ligero cosquilleo sube por mi pierna derecha, mi extremidad es invadida por una placentera picazón. Poco a poco el leve escozor avanza también por mi brazo izquierdo, hasta invadir por completo cada tramo de mi piel y luego baja, baja suave desde mi cuello, mi espalda, mi cintura, toca cada punto que ahora sale a su encuentro.

Siento que me elevo, un ligero soplo de aire se cuela tras de mí, refrescando la suave hondonada que la columna vertebral traza. El vértigo me invade, todo alrededor inicia un loco giro sobre su eje. La luz, esa luz… ¿estaré muriendo?

 –Güera, güera, Diana, despierta, muévete para allá que necesito sacar la colcha, te quedaste dormida sobre ella.

–Rafa, ¿Qué hora es?

–Las dos. 

Me muevo lentamente hacia un lado. La luz de la lámpara ilumina mi cuerpo. 

–Diana, ¿Qué te hiciste? ¿Por qué estás toda pintada de colores?

Lo miro, el hambre me asalta de nuevo, ahora sé que no es precisamente comida lo que quiero.

 

 

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