–Hija, que los muchachos partieran a estudiar fuera
te cayó muy bien, mira que repuesta estás.
–Mi
amor, ¿Cómo vas a bajar de peso si comes postre todos los días?
–Diana,
debes cuidar tu dieta, estás en un estado pre diabético.
Las
palabras de mi madre y mi marido llegan a mi cabeza en el momento que el doctor
pronuncia las suyas. Mi gusto por la comida ha sido motivo de críticas en mi
familia, desde mi madre hasta mis hijos han emitido su opinión al respecto. No
siempre he sido así. Siendo niña empecé
a cocinar, es sólo desde hace algunos años que mi afición por degustar de los
buenos sabores ha ido en aumento. El hecho de que no estén de acuerdo en la
manera en que como, no le quita a mi parentela el placer de degustar los platillos que preparo y que ellos
engullen sin miramiento alguno. De un tiempo para acá mi porción es, por lo
regular, un poco más grande que la de los demás.
Salgo
del consultorio y extravío mis pasos por las calles antes de llegar a casa.
Allí, el silencio me acompaña camino a mi habitación. Casa sola, llena de hijos
ausentes. Rafa llegará tarde poniendo como motivo alguna reunión, ya no importa
con quién.
Tomo
un baño que me relaja, me pongo la ropa de dormir y sin encender la luz me
recuesto sobre las almohadas. Estiro mi mano para tomar el control remoto,
siento que mis párpados caen sobre mis ojos, el cansancio se apodera de mí.
Escucho
un ruido lejos, menos lejos, cerca, la estridencia del rock me sobresalta. Me
levanto de la cama aletargada, pego mi cara al cristal de la ventana, todas las
luces de casa del vecino se encuentran encendidas, me parece que esta noche
está de fiesta.
Molesta,
bajo veloz las escaleras, salgo a la noche que roza mi piel con su cálido
aliento, atravieso mi jardín, paso al ajeno, me asomo por la ventana, el hombre
perfila sobre un lienzo pinceladas de tonos intensos, abro la puerta sin tocar
siquiera. No encuentro sentido a los trazos que veo, él continua su labor, la
música aturde mi cerebro. A su costado, sobre una mesa, encuentro un bufet de
delicioso aspecto, suculentos aromas invaden mi vista, deliciosos colores
llenan mi olfato, salivo. Alargo mi mano para tomar un trozo de pan y
sumergirlo en queso. Antes de que llegue a mis labios, mi bata se desliza por
mi cuerpo, de un mordisco termino el bocadillo, un brochazo de intenso azul
mancha mi cuerpo, levanto la vista, lo miro, me mira; tomo un canapé de
aceitunas, ahora él cubre con un trazo verde mi torso desde el muslo izquierdo
hasta el pecho, muerdo unas uvas y él colorea de morado mi seno, yo como; él
pinta; una y otra vez devoro las delicias que me encuentro mientras él deja su
huella de colores por mi cuerpo. El pincel produce un hormigueo donde toca, un
ligero cosquilleo sube por mi pierna derecha, mi extremidad es invadida por una
placentera picazón. Poco a poco el leve escozor avanza también por mi brazo
izquierdo, hasta invadir por completo cada tramo de mi piel y luego baja, baja
suave desde mi cuello, mi espalda, mi cintura, toca cada punto que ahora sale a
su encuentro.
Siento
que me elevo, un ligero soplo de aire se cuela tras de mí, refrescando la suave
hondonada que la columna vertebral traza. El vértigo me invade, todo alrededor
inicia un loco giro sobre su eje. La luz, esa luz… ¿estaré muriendo?
–Güera, güera, Diana, despierta, muévete para
allá que necesito sacar la colcha, te quedaste dormida sobre ella.
–Rafa,
¿Qué hora es?
–Las
dos.
Me
muevo lentamente hacia un lado. La luz de la lámpara ilumina mi cuerpo.
–Diana,
¿Qué te hiciste? ¿Por qué estás toda pintada de colores?
Lo
miro, el hambre me asalta de nuevo, ahora sé que no es precisamente comida lo
que quiero.