Sé
que no es la mejor forma, compañera;
aparecerme así, con lo que cuesta el olvido. Pero usted bien me conoce,
y sospecho que aún queriendo segar de su historia aquel momento que la unió a
mí, el destino suele ser caprichoso. Le pido entonces una tregua a estas líneas
inofensivas.
Bien
recordará cuánto pavor causan en mí los domingos. Siempre teñidos de gris, de
una u otra forma, sin motivos ni consuelos. Lánguidos aunque brille el sol. Siempre
está lloviendo, en recuerdos, en sombras, en todos lados, compañera. Llueve.
Tampoco
será necesario que le recuerde mi insomnio habitual; así continúa, intacto.
Pero no quisiera aburrirla con mis achaques; tampoco que halle alguna culpa por
ello entre las líneas.
Resulta
entonces que ahí estaba yo, empapado de tristeza. Medio despierto medio
dormido. Más lo segundo quizá. El día radiante se aparecía por el ventanal de
la habitación. Sus fantasmas compartieron conmigo la joven tarde. Y usted que
son muchas en simultáneo; en un acto abnegado, de esos que la caracterizan, prescindió
de los desdenes para materializarse junto con aquel nuestro último encuentro.
La vieja casa de la Avenida Hidalgo cobijándonos otra vez entre sus sombras.
Como
un relámpago me puse de pie y salí; bajé las escaleras. Corrí por las calles
con rumbo errado. Cuadras ciegas dejaba atrás ante una ciudad detenida, buscándola
entre la multitud. Sin alguna razón que me detuviera continué la travesía que
me trajo hasta su puerta.
Aún
seguían en el mismo banco el Señor y la Señora Márquez, de seguro tomando de rehenes
a los balones que aterrizaran en su jardín. El viento trajo el aroma a café del
bar de la esquina que ahora se disputa la zona con el perfume de los naranjos.
Sin
saber cómo he podido, me encontré frente a las ventanas que tiempo atrás veía
desde adentro contigo amarrada a mí. Nada quedó del nido que ahora usurpan los
yuyales y las telarañas, salvo la quietud. Las magnolias ya no existen, de
seguro han muerto, al irte. Así es, compañera, ese es el destino de lo abandonado.
Las
veredas compartieron conmigo su trágica condena de ser pisoteadas. Atropellado
por los recuerdos que apuntalan una cruz que sólo se sostiene en tu vacío, supe
que nunca volveremos a hablar en plural. ¿Dónde desataremos ahora nuestra
tormenta?
Un patrullero
se hizo presente en la casa sin vida. El Señor y la Señora Márquez se hablan al
oído sin perderse el espectáculo. ¿Cómo le explico a este sujeto? Dígame
usted, compañera. Diré entonces que simplemente es domingo, que me persigue su
recuerdo, que la vieja casa y mi insomnio, que la lluvia y las magnolias, que
las sombras nos engañan a veces.
De
nuevo en la humedad de la casa, en el resplandeciente domingo, sin saber de
usted.