Indefinible
Él
rara vez sale de su departamento, nunca le ha gustado pasear por las calles.
Siempre camina por su mente la idea terrible de exponerse a posibles
aglomeraciones. La incomodidad se le para enfrente cuando tiene contacto con
desconocidos. Sin embargo, está seguro de que la incomodidad no sale de su
interior. Él puede estar en completa paz y calma donde muchos sienten, por
ejemplo, un silencio incómodo. Él puede responder exactamente lo que le
preguntan, sin adornos ni vueltas que desencadenen las palabras en la
conversación y no sentirse corto, ni cortante. A pesar de no inmutarse en esas
circunstancias, su incomodidad aparece gracias a su empatía, a la cual a veces
desprecia en secreto.
Alcanza
a sentir cuando las personas le empujan unas frases para ocupar silencios,
cuando le pasan un micrófono imaginario que le indica que es su turno de
hablar, le endilgan un megáfono que amplifique sus pensares, sin siquiera
pedirlo. Siente la incómoda decepción de los otros y eso lo incomoda. Le
endosan sensaciones que de él no nacen. Empatía que desprecia en secreto.
Casi
todos los días pide comida a domicilio y si tiene ganas de cocinar alguna
receta que le recuerde a su mamá, pide entonces todos los ingredientes. Está
seguro de que tiene buena sazón, al igual de que, su gusto por la cocina, se
mantiene porque no es obligación de todos los días.
Cada
vez que sus pedidos llegan, abre la puerta hacia la calle desde el interfón
para que el repartidor pueda entrar, luego quita los seguros de la puerta de su
departamento, la abre y espera desde adentro, su pedido. Siempre y cuando su
vecino no esté en el pasillo, no le gusta tener pláticas forzadas. Algunas
veces deja la puerta abierta y se esconde por dentro de manera que nadie desde
el pasillo pueda verlo. Cuando escucha pasos veloces y ruido de bolsas de
plástico, sabe que es el repartidor. Recibe, da propina y cierra.
Pero a
veces no lo puede esquivar. Hola, buenos días, vecino. Está muy bonito el día
hoy, como para salir y dar un paseo, tomar aire fresco.
Él
solo le responde el “buenos días” con una sonrisa de amabilidad impostada y se
siente aliviado cuando el repartidor aparece y le dice: son ciento cincuenta y
tres, provecho, gracias.
Su
vecino, cada que puede, lo cansa con su insistencia de lo bonito que son los
días y en salir, disfrutar el Sol. A él le da un poco de risa porque
definitivamente prefiere quedarse adentro.
Su
vecino no es el único, también recibe llamadas y mensajes de sus papás donde le
cuentan de sus visitas al parque, su viaje a la playa, sus desayunos en nuevos
restaurantes.
Qué
divertida la libertad, por ejemplo, de correr con todas las fuerzas de tus
piernas sobre el campo abierto, le dicen. Con los brazos extendidos y luego
tirarse al pasto a respirar por los ojos el azul del cielo, insisten.
Algunas
veces por la mañana ha considerado salir por influencia de sus padres y vecino,
pero cuando está a punto de dar un paso fuera de su departamento, se regresa y
cierra. Mejor se acomoda en la silla de su escritorio y ordena a domicilio unos
chilaquiles rojos y se dispone a trabajar.
Contrario
a su interés, un día lo intenta, se acerca a la puerta, abre y saca el pie
derecho, cuando continúa con el otro pie, siente una pesadez en la cabeza que
lo empuja hacia atrás, dando dos pasos en reversa. Vuelve a intentarlo y otra
vez, un empujón desde su cabeza que después de varios intentos termina por
marearlo. No entiende bien qué pasa, qué clase de fuerza lo empuja hacia atrás.
Está
sorprendido, pero intenta no darle tantas vueltas, piensa en que, de todos
modos, las ganas por salir no son tan suyas sino de quienes se lo recomiendan.
Cierra con llave la puerta.
Sin
embargo, más tarde se da cuenta que una duda brota en él, ¿no poder salir
cuando se lo propone? A partir de entonces, siente que los espacios son cada
vez más pequeños, que los muros, al contrario suyo, son libres de moverse a
donde quieran y deciden juntarse más y reducen en centímetros los metros del
espacio. Nunca ha querido salir y ahora vive una experiencia claustrofóbica.
Vuelve
a intentar salir y nada, ni dando pasos firmes, ni tomando vuelo con la fuerza
de sus piernas logra atravesar esa puerta falsamente abierta.
Días
después, se arriesga con una idea. Dibuja en el muro, justo a un lado de la
entrada, con líneas punteadas, un rectángulo del tamaño de una puerta. Acerca
las herramientas que tiene en casa. Cincel, mazo, martillo, desarmadores, todo
lo que le ayude a perforar. Comienza entonces a derrumbar el rectángulo
dibujado, comienza con los bordes, insiste muchas horas hasta conseguir un hoyo
en el muro que lo deje ver a través. Eso lo motiva a continuar. Está aún muy
lejos de completar un rectángulo perfecto, pero se detiene cuando consigue un
hueco amplio, calcula que su cuerpo cabe.
Primero
sus manos, luego se apoya con sus pies, saca la cabeza y salta. Ahora está
afuera, en el pasillo. Se carcajea de felicidad, de objetivo cumplido y
orgullo. Ya puede salir.
Después
de derribarlo, limpia los escombros. Más tarde, hace unas llamadas para
conseguir material suficiente y poder tapar el hueco, construir un muro él
mismo, no tan firme, pero no fácil de derrumbar. Construye su propio muro,
termina exhausto. Lo observa, le toma fotos. Construye un muro, pero además
ordena por internet un mazo grande y pesado que le permita derribarlo cuando a
él se le antoje. Se le antoje hoy, se le antoje nunca. Aprecia la libertad,
seca, corta, cortante, libertad sin campos de pasto alto, ni brazos abiertos,
ni piernas que corren, ni azules que se respiran por los ojos. Libertad de
encerrarse.