Liam se arrepintió de haber aceptado
ir al hospital en cuanto salió de su hogar. Abriendo el portón del bloque de
apartamentos, contuvo la respiración al ver toda la gente que caminaba por
allí.
Cerró el portón y con las manos
temblorosas se apoyó en su bastón y caminó a la esquina de la calle para pedir un
taxi. Tuvo que esperar unos minutos para que uno se detuviera (habían pasado
varios camiones pero ni loco se subiría a uno) y lo llevara al hospital. Se
acomodó el cinturón de seguridad y se agarró del asiento con fuerza.
Una rápida imagen cruzó por su mente:
el camión donde viajaban los heridos daba
brincos por la terracería, Liam se encontraba apoyado entre el piso del vehículo
y una de las esquinas. Alguien le había dado algo para que lo mordiera y no
hiciera sonido alguno. El camión de heridos sólo contaba con una enfermera y un
doctor de menor grado.
–Necesitamos
más velocidad, si no llegamos al hospital, estos hombres morirán –había dicho
el doctor al chofer a través de una pequeña ventanilla.
Liam
echó una mirada a su alrededor. No reconocía a casi nadie, todos sufrían
heridas graves, sin embargo, él sabía que si el chofer no se apuraba lo más
seguro es que todos (incluyéndolo a él) no sobrevivirían. Un quejido se escapó
de su garganta al sentir una nueva onda de dolor en su pierna. Observó su
fractura. Sintió arcadas al ver el hueso partido.
Tomó
una bocanada de aire.
–¿Señor? Señor, ¿se encuentra bien?
Liam parpadeó y comenzó a respirar
entrecortadamente. Miró al chofer, el cual lo miraba con preocupación. Medio
atontado, le pagó al taxista y le insistió en que se quedara con el cambio.
Bajó del vehículo y caminó con rapidez (tan rápido cómo podía con una cojera)
hacía la entrada del hospital. Pidió indicaciones para llegar a donde se
llevaría a cabo la terapia.
Al llegar, Liam se quedó en la
entrada de la sala, apoyando su peso en la pared y guardó silencio mientras
escuchaba a la mujer que estaba contando su experiencia como veterana de la Marina.
Estuvo un momento así hasta que alguien notó su presencia y lo invitaron a
sentarse.
Comenzó a hiperventilar al darse
cuenta que su trauma era peor que la de los demás. Lentamente, se fue calmando
y cuando lo llamaron, se levantó y pasó al frente. Liam se aclaró la garganta y
cambió su peso a su pierna derecha al sentir el dolor de su otra pierna.
–Me llamo Liam, tengo 35 años. Tuve
que retirarme del ejército a los 30 por un plan mal trazado que casi termina
con mi vida y terminó con la de mi hermano.
“Era
medianoche cuando llegamos al pequeño pueblo que íbamos a atacar. Según los
planes de ataque, los francotiradores se encargarían de los guardias de los
balcones y una vez sin vigilancia, tendríamos que entrar y matar a los guardias
que vivían en el pueblo.
Mi
hermano y yo éramos los francotiradores que se encargarían de la primera parte
del plan y después nos uniríamos con el resto del escuadrón para terminar con
el encargo. Nos acomodamos en nuestras posiciones, colocamos los rifles en su
lugar y les pusimos el silenciador. Diez guardias perecieron bajo nuestras
armas. Una vez que terminamos, nos unimos a los demás y entramos a inspeccionar las casas.
Cuando
entré a una casa me di cuenta de algo. Nos habían dicho que el pueblo era de
soldados, pero en cada casa que revisamos mi hermano y yo, había puros civiles.
Extrañados, regresamos a la entrada del pueblo donde nuestros compañeros se
preparaban.
Les
explicamos que ese pueblo no era de soldados, era sólo un pueblo de civiles y
que no teníamos que atacar. El comandante se nos acercó y cuando abrió la boca
para hablar una bala le atravesó el cráneo, salpicándome con sangre. Más balas
comenzaron a volar entre los arbustos y árboles de alrededor. Inmediatamente
buscamos protección al tiempo que más balas salían de entre los matorrales. Mi
hermano se colocó en la casa frente a mí.
–Necesitamos
refuerzos, repito, necesitamos refuerzos. Caímos en una trampa. Necesitamos un
transporte para heridos –se comunicó por la radio. Unos segundos después hubo
una respuesta afirmativa.
Al
parecer, teníamos que salir del pueblo y dirigirnos hacia el norte. Mi hermano
y yo nos miramos y sin palabras comenzamos a correr mientras disparábamos y
tratábamos de esquivar las balas. No salimos ilesos del pueblo, obviamente. Yo
sentía como algunos soldados nos perseguían; corrimos en la oscuridad
guiándonos por las coordenadas que teníamos.
De
repente, el suelo se acabó y me encontré cayendo por un barranco. Rodé colina
abajo y cuando me detuve un dolor me atravesó la pierna, solté un grito al
observar que un pedazo de mi fémur se había salido de su lugar y sobresalía por
el muslo. Sangraba demasiado. Miré a mi alrededor en busca de mi hermano, pero
no estaba cerca de mí.
–¡Liam!
–Escuché a mi hermano y alcé la mirada.
Se había detenido justo a tiempo.
–¡Connor!
–¡Vete
de aquí! Estamos muy cerca, los distraeré.
–Pero…
–¡Sin
peros! Ya casi llegas. Nos veremos en la base.
Connor
salió corriendo. Con mucho trabajo comencé a arrastrarme al punto de encuentro.
Tardé mucho en llegar, pero llegué. Recuerdo que grité: “Aquí estoy”, las pisadas
de los refuerzos, recuerdo haber gritado al sentir cómo me levantaban y me
subían al camión. Después me desmayé. Volví a despertar en el camión, aunque no
duré mucho y la oscuridad me envolvió.
Desperté
nuevamente en el hospital, ya me habían acomodado el hueso y sacado las balas
de los brazos. Pregunté por mi hermano, uno de los comandantes me dijo que
habían encontrado su cadáver cerca de la base, me dio sus condolencias y me
mandó a casa diciendo que no podría regresar al ejército. Me tomé las noticias
con tristeza.
Me
dieron de alta una semana después. Salí del hospital con muletas y cuando por
fin puede caminar sin ellas, tuve que usar un bastón para poder apoyarme.
Cada noche, las pesadillas me
asaltan. Hay días, en los que pienso que debería suicidarme… sin embargo, no
soy tan valiente como para hacerlo."
Liam terminó su historia y se dio
cuenta de que estaba temblando y su pierna le volvía a doler. Caminó a la
salida de la sala consciente de la mirada de los demás.