Griselda, Gris como suelen llamarle, es una mujer triste,
de semblante afligido, mirada ausente, jamás sonríe, mucho menos ríe. Sus
cabellos son revoltosos y sin brillo. Viste siempre faldas largas con colores
oscuros, las combina con playeras cortas, grises, percudidas, y con el ombligo
siempre descubierto para enseñar el dije de estrella, lo único que deslumbra en
ella. Gris parece una muñeca muerta, porque es linda de cara y cuerpo curvo;
pero siempre triste.
Desde que Gris nació, la he acompañado siempre, y les
aseguro que ella jamás ha llorado, ni cuando era bebé; es decir, ni cuando
salió del vientre de su madre, ni cuando de pequeña tenía hambre o frío, o
cuando se sentía mal. Tampoco en su primer día de kínder, ni cuando se machucó
tres dedos de la mano en el carro de la abuela, o cuando a los ocho años de
edad se rompiera el brazo al caer de la bicicleta; ni cuando su ex novio le
destrozara el corazón descubriéndolo en la cama con su mejor amiga y, ni siquiera,
cuando le diagnosticaron cáncer.
¿Quién soy yo?, se preguntarán. Me presentaré, soy su
lágrima, la que Gris siempre retiene para no salir jamás de sus ojos. Vivo
dentro de su lagrimal desde el día que ella llegó a este mundo. Estoy atrapada,
sola, siempre a punto de tener un orgasmo cuando Gris desea llorar, pero nunca
lo consigo. Ella me manipula, me detiene, me encierra. Confieso que antes me agradaba estar dentro
de Gris, tiene células fuertes y su corazón es tibio, a pesar de lo que los
demás piensen. Pero, ¡ya estoy harta! Soy una prisionera sin delito desde hace
mucho tiempo, y deseo salir, cumplir mi misión, evaporarme.
¡Cómo me gustaría que Gris llorara! Con llanto liviano
donde lloviera sobre tulipanes rosados, donde el sol me quemara si le diera la
gana, o yo volara hasta aquella estrella en su ombligo y, así, fugarme con ella
al firmamento. Saldría de ella, sería
libre.
Deseo llorar, a pesar de ser una lágrima, mi alma
desea sentir la pureza del llanto dada por Dios; pero no puedo, las lágrimas no
lloran. Lo único que me queda es esperar hasta su muerte, tal vez en ese
momento, Gris, se tenga autocompasión, y me deje salir, es mi única esperanza.
Gris yace en su lecho de muerte en una cama de
hospital, la acompaña una enfermera de guardia y una imagen de la Virgen de la
Soledad. Una lágrima brota de su ojo izquierdo, es una pequeña gota de agua
marchita que danza sin prisa sobre su rostro avejentado, baila triunfadora por
el sendero de arrugas. La lágrima se desentume, viaja lento; en un instante, la
boca de Gris se entreabre de manera espontánea para dar su último aliento de
vida; la lágrima que va transitando por la comisura de los pálidos labios,
ingresa suave por la boca de Gris y, regresa a ser prisionera en el interior de
aquel cuerpo que pronto será sepultado.