Lágrima prisionera por Cristina Gutiérrez Mar



Griselda, Gris como suelen llamarle, es una mujer triste, de semblante afligido, mirada ausente, jamás sonríe, mucho menos ríe. Sus cabellos son revoltosos y sin brillo. Viste siempre faldas largas con colores oscuros, las combina con playeras cortas, grises, percudidas, y con el ombligo siempre descubierto para enseñar el dije de estrella, lo único que deslumbra en ella. Gris parece una muñeca muerta, porque es linda de cara y cuerpo curvo; pero siempre triste.

Desde que Gris nació, la he acompañado siempre, y les aseguro que ella jamás ha llorado, ni cuando era bebé; es decir, ni cuando salió del vientre de su madre, ni cuando de pequeña tenía hambre o frío, o cuando se sentía mal. Tampoco en su primer día de kínder, ni cuando se machucó tres dedos de la mano en el carro de la abuela, o cuando a los ocho años de edad se rompiera el brazo al caer de la bicicleta; ni cuando su ex novio le destrozara el corazón descubriéndolo en la cama con su mejor amiga y, ni siquiera, cuando le diagnosticaron cáncer.

¿Quién soy yo?, se preguntarán. Me presentaré, soy su lágrima, la que Gris siempre retiene para no salir jamás de sus ojos. Vivo dentro de su lagrimal desde el día que ella llegó a este mundo. Estoy atrapada, sola, siempre a punto de tener un orgasmo cuando Gris desea llorar, pero nunca lo consigo. Ella me manipula, me detiene, me encierra.  Confieso que antes me agradaba estar dentro de Gris, tiene células fuertes y su corazón es tibio, a pesar de lo que los demás piensen. Pero, ¡ya estoy harta! Soy una prisionera sin delito desde hace mucho tiempo, y deseo salir, cumplir mi misión, evaporarme.

¡Cómo me gustaría que Gris llorara! Con llanto liviano donde lloviera sobre tulipanes rosados, donde el sol me quemara si le diera la gana, o yo volara hasta aquella estrella en su ombligo y, así, fugarme con ella al firmamento.  Saldría de ella, sería libre.

Deseo llorar, a pesar de ser una lágrima, mi alma desea sentir la pureza del llanto dada por Dios; pero no puedo, las lágrimas no lloran. Lo único que me queda es esperar hasta su muerte, tal vez en ese momento, Gris, se tenga autocompasión, y me deje salir, es mi única esperanza.

 

Gris yace en su lecho de muerte en una cama de hospital, la acompaña una enfermera de guardia y una imagen de la Virgen de la Soledad. Una lágrima brota de su ojo izquierdo, es una pequeña gota de agua marchita que danza sin prisa sobre su rostro avejentado, baila triunfadora por el sendero de arrugas. La lágrima se desentume, viaja lento; en un instante, la boca de Gris se entreabre de manera espontánea para dar su último aliento de vida; la lágrima que va transitando por la comisura de los pálidos labios, ingresa suave por la boca de Gris y, regresa a ser prisionera en el interior de aquel cuerpo que pronto será sepultado.  

 

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