- Yo
creo que deberías venir a verla -dijo mi madre del otro lado del teléfono – los
médicos no le encuentran nada y según ellos está perfectamente sana, pero ella
insiste en que ha llegado su hora. Ojalá te pudieras dar una vuelta. Te mando
un beso.
Ella
colgó el teléfono. Después, camino a la oficina, pensé que quizá mi madre tenía
razón. Purificación, la tía Pura, como llamábamos a mi tía abuela, era una
mujer de hierro, forjada en el campo y producto de una historia singular que
remontaba hasta el siglo diecinueve. Su madre, mi bisabuela, otra mujer recia,
forjada en las tradiciones y creencias de su familia indígena, había podido
escapar del tren que les llevaba desde Sonora a Mérida, cuando Don Porfirio
decidió exterminar a los pueblos yaquis enviándolos a las tierras de Yucatán,
como ayuda en las fincas henequeneras, aunque su verdadero propósito era
adueñarse de sus tierras con clima
extremoso y seco, pero bañadas por los ríos que deambulaban por esos
valles, y susceptibles de ser explotadas
en grandes superficies sembradas de algodón y trigo, que eran una gran tentación para los
terratenientes amigos del dictador.
Mi
bisabuela, en una de esas múltiples paradas en el largo camino de ese éxodo
forzado y de exterminio, se había refugiado en esta pequeña ciudad minera en la
zona de La Laguna, donde su presencia de india brava, rebelde, pero con un
cuerpo bien formado y una sexualidad salvaje y a flor de piel, llamó de
inmediato la atención de don Felipe, un minero español solterón, que la acogió
para formar una estirpe de mestizos de la cual yo soy, por ahora, el último
eslabón.
El
siguiente fin de semana ya estaba en camino de Gómez Palacio para la visita
familiar. Al llegar a la vieja casona, que había sido el casco de una enorme
hacienda que los gobiernos revolucionarios se empeñaron en destruir, no pude
más que recordar la infancia perdida entre esas anchas paredes y rincones
donde, mis hermanos y yo, disfrutábamos de una vida inocente al margen de los
problemas de los mayores y los esfuerzos de mi padre para reconvertir lo que
fue una hacienda que vivía de la explotación de sus peones, en un rancho
ganadero dedicado a la explotación de vacas lecheras.
Afortunadamente
y, gracias a la fortaleza de la sangre yaqui, la familia había podido resistir
y la estirpe continuaba, bajo el mando de la tía Pura, aunque la familia ya no
viviera en la hacienda. Se había desperdigado y ahora sólo habitaban la
hacienda mi madre, viuda desde hacía muchos años y la tía Pura, la única de su
generación que permanecía con vida. El resto era ocupado por los trabajadores,
sus familias y también por los recuerdos y los fantasmas que recorrían los
largos pasillos, con ese aroma delicioso a humedad y tierra que les daban las
altas paredes de adobe.
Los
primeros que vinieron a saludar fueron la Canela, el Buki y el Chico, los tres
hermosos perros labrador color miel que vigilaban y alegraban la vida de los
habitantes de la hacienda. Entre babas, lamidas, brincos y colas en movimiento
logré deshacerme de ellos. “La Canela se está haciendo vieja”, pensé, “y a los
otros dos hay que buscarles novia ya, o si no saldrán corriendo detrás de la
primera perra en celo que se presente en el rancho”
Después
de saludar a mi madre y desayunar un par de coyotas y un vaso de leche, me fui
directo a la habitación de la tía Pura. Era casi un museo. A un costado del
Cristo de palo fierro y colgados de la pared y el techo, sobresalía un sinnúmero
de piezas ceremoniales y artesanías de las cuales siempre quise saber el
significado, pero nunca me había atrevido a preguntar. El sincretismo era casi
la marca de la familia. Durante muchos años era más fácil encontrar un chamán
en la casa que un cura, pero la vida moderna lo estaba destruyendo y, de alguna
forma, – pensaba yo – el viento del tiempo y la tecnología se estaban llevando
la identidad de la familia.
Me
encontré a la tía Pura, hecha un ovillo, enfundada en sus sábanas. Me
sorprendió ver su cara demacrada y su gesto de disgusto. La “gran india”
doblegada no por la enfermedad, sino por el miedo. Al acercarme me sonrió, y
alcanzó a levantarse un poco sobre el colchón.
- Qué
bueno que viniste, mi hijo- balbuceó-, así nos podremos despedir.
- ¡Qué
despedir, ni qué despedir! – repliqué – Los médicos dicen que no tiene usted
nada, así que lo que necesita hacer es levantarse y quitar esa cara, ¡pero ya!
- No.
Mi hijo, no entiendes. Siento ya la presencia del lobo que viene a recogerme
para llevarme al más allá. Tú sabes que la muerte siempre llega disfrazada como
un lobo, y yo siento que se aproxima, que mis ancestros me reclaman y esperan.
- ¡Ay, tía, qué ocurrencias! – contesté -, en esta zona del país no ha
habido lobos en más de cien años. Están extintos, ya ni siquiera queda alguno
en sus queridas montañas de Sonora.
- Mira,
mi hijo – volvió a decir –, mejor guarda bien los animales y revisa todas las
cercas, cierra bien las puertas de los corrales y amarra a los perros, no vaya
a ser que cuando venga, se le antoje llevarse algo más que esta vieja y te robe
de paso una vaquilla o deje herido algún semental – insistió, mientras se daba
la vuelta y volvía a caer sobre la almohada, en una clara indicación de que la
conversación había terminado.
La tía se aferraba a sus creencias, mágicas
pero absurdas – pensaba yo.
La noche
empezaba a caer y a lo lejos se podían ver algunos relámpagos que anunciaban
una noche lluviosa. Le di instrucciones al caporal de que guardara bien todos
los animales y que mejor amarrara a los perros pues siempre se ponían muy
nerviosos con los rayos.
Después
de despedirme de mi madre, y antes de retirarme a la habitación, decidí darme
una vuelta a ver a la tía. La encontré dormida, sus pómulos duros de indígena
marcados de más por su cara de disgusto, que la avejentaba. Como pude la
arropé, encendí una pequeña lámpara de mesa, apagué la luz principal y abandoné
la habitación y al salir, casi de manera inconsciente, cerré la puerta.
La
noche fue un infierno. La lluvia incesante y los relámpagos no cesaron durante
horas. Podía escuchar, desde mi cama, la inquietud de los animales, los perros
ladraban constantemente. Una noche sin descanso.
Me
levanté muy temprano, mucho antes de que el alba anunciara el nuevo día.
Inquieto como estaba, me dirigí a la habitación de la tía. Bajo la escasa luz
de la lámpara nocturna la vi. Su rostro era ahora de quietud. Me acerqué solo
para descubrir que, tras esa quietud, había un cuerpo inerte. La tía Pura había
fallecido. Salí corriendo a avisar a mi madre. Los siguientes momentos fueron sólo
de revuelo y confusión.
Fue,
horas después, que regresé a la habitación de la tía, cuando ya el cadáver
vestido y arreglado yacía sobre la cama. En ese momento, en plena luz, me
percaté de algo que, en la penumbra, no había visto. La puerta que yo dejé
cerrada en la noche estaba ya abierta cuando regresé en la madrugada, y
presentaba arañazos propios de algún can desesperado por entrar. Encontré un
mechón de pelos de algún perro enganchado en la cabeza de un tornillo que
sobresalía de la puerta. A diferencia del color de los únicos perros que había
en la hacienda, todos de color miel, estos presentaban tonalidades en gris y
negro.
Mi
familia se había construido sobre la base de creencias ancestrales que la
modernidad iba desechando. - ¡Quizá –
pensé – debería regresar algún día a Sonora, y hacer las preguntas que nunca me
atreví a hacer!