La visita del lobo por José Carlos Querol

 


- Yo creo que deberías venir a verla -dijo mi madre del otro lado del teléfono – los médicos no le encuentran nada y según ellos está perfectamente sana, pero ella insiste en que ha llegado su hora. Ojalá te pudieras dar una vuelta. Te mando un beso.

Ella colgó el teléfono. Después, camino a la oficina, pensé que quizá mi madre tenía razón. Purificación, la tía Pura, como llamábamos a mi tía abuela, era una mujer de hierro, forjada en el campo y producto de una historia singular que remontaba hasta el siglo diecinueve. Su madre, mi bisabuela, otra mujer recia, forjada en las tradiciones y creencias de su familia indígena, había podido escapar del tren que les llevaba desde Sonora a Mérida, cuando Don Porfirio decidió exterminar a los pueblos yaquis enviándolos a las tierras de Yucatán, como ayuda en las fincas henequeneras, aunque su verdadero propósito era adueñarse  de sus tierras con clima extremoso y seco, pero bañadas por los ríos que deambulaban por esos valles,  y susceptibles de ser explotadas en grandes superficies sembradas de algodón y trigo,  que eran una gran tentación para los terratenientes amigos del dictador.

Mi bisabuela, en una de esas múltiples paradas en el largo camino de ese éxodo forzado y de exterminio, se había refugiado en esta pequeña ciudad minera en la zona de La Laguna, donde su presencia de india brava, rebelde, pero con un cuerpo bien formado y una sexualidad salvaje y a flor de piel, llamó de inmediato la atención de don Felipe, un minero español solterón, que la acogió para formar una estirpe de mestizos de la cual yo soy, por ahora, el último eslabón.

El siguiente fin de semana ya estaba en camino de Gómez Palacio para la visita familiar. Al llegar a la vieja casona, que había sido el casco de una enorme hacienda que los gobiernos revolucionarios se empeñaron en destruir, no pude más que recordar la infancia perdida entre esas anchas paredes y rincones donde, mis hermanos y yo, disfrutábamos de una vida inocente al margen de los problemas de los mayores y los esfuerzos de mi padre para reconvertir lo que fue una hacienda que vivía de la explotación de sus peones, en un rancho ganadero dedicado a la explotación de vacas lecheras.

Afortunadamente y, gracias a la fortaleza de la sangre yaqui, la familia había podido resistir y la estirpe continuaba, bajo el mando de la tía Pura, aunque la familia ya no viviera en la hacienda. Se había desperdigado y ahora sólo habitaban la hacienda mi madre, viuda desde hacía muchos años y la tía Pura, la única de su generación que permanecía con vida. El resto era ocupado por los trabajadores, sus familias y también por los recuerdos y los fantasmas que recorrían los largos pasillos, con ese aroma delicioso a humedad y tierra que les daban las altas paredes de adobe.

Los primeros que vinieron a saludar fueron la Canela, el Buki y el Chico, los tres hermosos perros labrador color miel que vigilaban y alegraban la vida de los habitantes de la hacienda. Entre babas, lamidas, brincos y colas en movimiento logré deshacerme de ellos. “La Canela se está haciendo vieja”, pensé, “y a los otros dos hay que buscarles novia ya, o si no saldrán corriendo detrás de la primera perra en celo que se presente en el rancho”

Después de saludar a mi madre y desayunar un par de coyotas y un vaso de leche, me fui directo a la habitación de la tía Pura. Era casi un museo. A un costado del Cristo de palo fierro y colgados de la pared y el techo, sobresalía un sinnúmero de piezas ceremoniales y artesanías de las cuales siempre quise saber el significado, pero nunca me había atrevido a preguntar. El sincretismo era casi la marca de la familia. Durante muchos años era más fácil encontrar un chamán en la casa que un cura, pero la vida moderna lo estaba destruyendo y, de alguna forma, – pensaba yo – el viento del tiempo y la tecnología se estaban llevando la identidad de la familia.

Me encontré a la tía Pura, hecha un ovillo, enfundada en sus sábanas. Me sorprendió ver su cara demacrada y su gesto de disgusto. La “gran india” doblegada no por la enfermedad, sino por el miedo. Al acercarme me sonrió, y alcanzó a levantarse un poco sobre el colchón.

- Qué bueno que viniste, mi hijo- balbuceó-, así nos podremos despedir.

- ¡Qué despedir, ni qué despedir! – repliqué – Los médicos dicen que no tiene usted nada, así que lo que necesita hacer es levantarse y quitar esa cara, ¡pero ya!

- No. Mi hijo, no entiendes. Siento ya la presencia del lobo que viene a recogerme para llevarme al más allá. Tú sabes que la muerte siempre llega disfrazada como un lobo, y yo siento que se aproxima, que mis ancestros me reclaman y esperan.

 - ¡Ay, tía, qué ocurrencias!  – contesté -, en esta zona del país no ha habido lobos en más de cien años. Están extintos, ya ni siquiera queda alguno en sus queridas montañas de Sonora.

- Mira, mi hijo – volvió a decir –, mejor guarda bien los animales y revisa todas las cercas, cierra bien las puertas de los corrales y amarra a los perros, no vaya a ser que cuando venga, se le antoje llevarse algo más que esta vieja y te robe de paso una vaquilla o deje herido algún semental – insistió, mientras se daba la vuelta y volvía a caer sobre la almohada, en una clara indicación de que la conversación había terminado.

 La tía se aferraba a sus creencias, mágicas pero absurdas – pensaba yo.

La noche empezaba a caer y a lo lejos se podían ver algunos relámpagos que anunciaban una noche lluviosa. Le di instrucciones al caporal de que guardara bien todos los animales y que mejor amarrara a los perros pues siempre se ponían muy nerviosos con los rayos.

Después de despedirme de mi madre, y antes de retirarme a la habitación, decidí darme una vuelta a ver a la tía. La encontré dormida, sus pómulos duros de indígena marcados de más por su cara de disgusto, que la avejentaba. Como pude la arropé, encendí una pequeña lámpara de mesa, apagué la luz principal y abandoné la habitación y al salir, casi de manera inconsciente, cerré la puerta.

La noche fue un infierno. La lluvia incesante y los relámpagos no cesaron durante horas. Podía escuchar, desde mi cama, la inquietud de los animales, los perros ladraban constantemente. Una noche sin descanso.

Me levanté muy temprano, mucho antes de que el alba anunciara el nuevo día. Inquieto como estaba, me dirigí a la habitación de la tía. Bajo la escasa luz de la lámpara nocturna la vi. Su rostro era ahora de quietud. Me acerqué solo para descubrir que, tras esa quietud, había un cuerpo inerte. La tía Pura había fallecido. Salí corriendo a avisar a mi madre. Los siguientes momentos fueron sólo de revuelo y confusión.

Fue, horas después, que regresé a la habitación de la tía, cuando ya el cadáver vestido y arreglado yacía sobre la cama. En ese momento, en plena luz, me percaté de algo que, en la penumbra, no había visto. La puerta que yo dejé cerrada en la noche estaba ya abierta cuando regresé en la madrugada, y presentaba arañazos propios de algún can desesperado por entrar. Encontré un mechón de pelos de algún perro enganchado en la cabeza de un tornillo que sobresalía de la puerta. A diferencia del color de los únicos perros que había en la hacienda, todos de color miel, estos presentaban tonalidades en gris y negro.

Mi familia se había construido sobre la base de creencias ancestrales que la modernidad iba desechando.  - ¡Quizá – pensé – debería regresar algún día a Sonora, y hacer las preguntas que nunca me atreví a hacer!

 

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