Por más que lo intenta Teresa no logra levantarse de la cama, no en
este lunes roto. Deja sonar la alarma del teléfono hasta agotar el cinco por
ciento de la batería restante. Un tono anodino acompañado de vibración, un
sonsonete que no invita al relax ni al apuro. «¿Para qué?» Se pregunta. «Si me
quedo y no voy al trabajo ¿cuál es la diferencia? La investigación de crédito
seguirá a medias, en el mismo punto de las últimas semanas. Su final sólo será
el principio de una nueva, datos fríos, números tiesos que acabarán encajándose
en mis sienes».
Otro timbre sofocado
por una puerta la saca de la duermevela que comienza a envolverle. Un ring
insistente: el del teléfono empotrado en la cocina. Se acostó tarde anoche sabiendo
que sería inútil pegar el ojo. Desde hace tiempo el sueño no acaricia sus
párpados, salvo cuando está en junta con los directivos o en entrevista con algún
cliente. Ring otra vez. «¿Y si es importante? A lo mejor murió un pariente y
llaman para avisarme». Piensa y el pensamiento le hace dar medio giro hacia la
orilla de la cama. Ring-ring. «¡¿Por qué nadie me llama para avisarme que estoy
muerta?!» Grita como si su voz tuviera filo y pudiera cortar el estruendo obstinado,
como si en la oscuridad en la que permanece desde el viernes, hubiera una pala
que la escarbara de cuajo, con todo y raíces, y la expulsara de esa tierra
estéril.
«Juan Pablo, por ejemplo. Si le
importara una mierda podría venir a rescatarme de esta cloaca». Pero Juan Pablo
no quiso volver a verla, cuando Teresa se arrepintió de botarlo sin motivo
aparente, apenas una semana después de iniciado el noviazgo. En el último
encuentro, regresando del bar aquella noche, Teresa sintió una avalancha de
ansiedad, sepultándola. Atónito, su ex la escuchó tejer una maraña de palabras en
las que acabó enredada. Nada de lo que él le dijo pudo disuadirla de ponerle
fin a una relación que pintaba tan refrescante. Aún ahora, en la penumbra de su
departamento, Teresa sigue sin saber por qué obró de aquel modo. No entiende
mucho de sus tonterías en el pasado, ni sabe la razón de las estupideces nuevas.
Teresa estira la
pierna al máximo. Con los dedos de los pies atrapa el cordón de las cortinas, haciendo
un gran esfuerzo logra correrlas un par de centímetros. La claridad entra brutal
por la rendija, cegándola por un momento. Nota que solamente trae puestas unas
pantaletas. Medio desnuda, ante el escrutinio solar se siente observada,
juzgada. Se siente gorda, bordada de estrías, celulítica. Está arrepentida de abandonar
las tinieblas.
Ring y en este esfuerzo da un giro
completo. Su anatomía coquetea con el borde del colchón. Un ojo, el izquierdo,
se abre sobrevolando los mosaicos rojos del piso de su recámara, visible por
primera ocasión en tres días gracias al rayo de luz que se ha colado. «Qué fracaso
de departamento», reflexiona en voz alta. «Cuando me parta la cabeza y me
desangre no verán ningún contraste, nada sorprenderá a los que entren a levantar
mi cadáver». Cambia el ángulo. Su ojo derecho desenfoca aún más el sitio exacto
donde cree que habrá de estrellarse. «¿Cuánto tardaré en perder el sentido, en
cuántos minutos se me formará un coágulo en el cerebro a consecuencia del
golpe?» Dice mientras resuelve su aritmética particular, susurrando, como si la
distancia supusiera un precipicio, un kilómetro de agonía en el escaso metro desde
su lecho hasta tierra firme. «Si me mato, ¿irá Juan Pablo a mi funeral? ¿Me
llevará aunque sea un ramito de claveles blancos? ¿Mi muerte le podrá robar una
lágrima?»
El teléfono enmudece de hastío. Al
sonido lo golpea un silencio lleno, un silencio hinchado que lejos de ceder su
lugar al descanso es suplantado por el miedo. «¿Quién carajos era, por qué
tanta insistencia?» Le carcome la duda. Teresa no sabe qué hacer. Podría levantarse
a revisar si el aparato ha registrado el número de quien llamaba. Ni pensarlo, sería
mejor volver a la seguridad del centro de la cama, equidistante a las dos
orillas. «¡No, no, no! Debo permanecer en el borde». Se pellizca las mejillas,
las oprime con fuerza, encaja las uñas dejando espuelas rojas en esa piel olvidada
por el maquillaje. «La seguridad es buena», piensa «pero yo no la conozco,
siempre he estado en peligro».
La chicharra de la puerta principal la
sobresalta. Un dedo anónimo oprime el botón a intervalos regulares,
disciplinados. «Ya vienen por mis restos y yo ni siquiera me he matado». La geometría
de Teresa en este instante es disputada por tres fuerzas vectoriales: la
gravedad, el equilibrio y la angustia. Cada una en su dimensión aferrándose a
un segmento de su ánimo. Se decide. Un nuevo timbrazo sofoca el ruido de su
humanidad al caer. Por un breve lapso se queda inmóvil, tirada en el piso. Uno,
dos, tres segundos. Está esperando la hemorragia interna, el atasco que habrá
de colapsar una arteria, interrumpir de tajo el flujo sanguíneo producido por
el corazón. Como nada sucede se toca la frente y el puente de la nariz en busca
de fracturas, heridas abiertas. No encuentra nada, salvo un agudo dolor en los codos. La campana eléctrica cesa. Se escuchan pasos en
franca retirada, un compás decepcionado por su presunta ausencia desanda el
corredor del edificio.
Para la persona que llamaba, quizá
no llegue a ser anecdótico este lunes. Para Teresa será el día en el que algo
se quebró dentro de su cabeza. Se equivoca; no fue hoy, sino mucho antes. Ahora
sólo se han desprendido los fragmentos de la grieta, unidos estos meses por los
vestigios de un pegamento débil: la saliva de Juan Pablo en el último beso, la estática
incidental generada por la fricción de sus ropas, el sudor de las frentes
después de acariciarse el sexo.
«No volverá a llamar, jamás vendrá
otra vez a buscarme», dice dejando fluir el llanto. «¿Tan poco le importo?
¡Háblame, perro, ven!» Grita y arroja un Converse hacia el tocador provocando
que al menos tres frascos de perfume se rompan. Los que libran el proyectil tropiezan
empujados por otros, rotan sus ejes de vidrio, superponen sus cuerpos agitados;
en el aire los aromas pelean. «¡Háblame!», sigue «¡Ven, voy a decirte unas cuantas
cosas! Voy a decirte...No importa qué voy a decirte».