La grieta por Rafael Ortiz






Por más que lo intenta Teresa no logra levantarse de la cama, no en este lunes roto. Deja sonar la alarma del teléfono hasta agotar el cinco por ciento de la batería restante. Un tono anodino acompañado de vibración, un sonsonete que no invita al relax ni al apuro. «¿Para qué?» Se pregunta. «Si me quedo y no voy al trabajo ¿cuál es la diferencia? La investigación de crédito seguirá a medias, en el mismo punto de las últimas semanas. Su final sólo será el principio de una nueva, datos fríos, números tiesos que acabarán encajándose en mis sienes».
         Otro timbre sofocado por una puerta la saca de la duermevela que comienza a envolverle. Un ring insistente: el del teléfono empotrado en la cocina. Se acostó tarde anoche sabiendo que sería inútil pegar el ojo. Desde hace tiempo el sueño no acaricia sus párpados, salvo cuando está en junta con los directivos o en entrevista con algún cliente. Ring otra vez. «¿Y si es importante? A lo mejor murió un pariente y llaman para avisarme». Piensa y el pensamiento le hace dar medio giro hacia la orilla de la cama. Ring-ring. «¡¿Por qué nadie me llama para avisarme que estoy muerta?!» Grita como si su voz tuviera filo y pudiera cortar el estruendo obstinado, como si en la oscuridad en la que permanece desde el viernes, hubiera una pala que la escarbara de cuajo, con todo y raíces, y la expulsara de esa tierra estéril.
«Juan Pablo, por ejemplo. Si le importara una mierda podría venir a rescatarme de esta cloaca». Pero Juan Pablo no quiso volver a verla, cuando Teresa se arrepintió de botarlo sin motivo aparente, apenas una semana después de iniciado el noviazgo. En el último encuentro, regresando del bar aquella noche, Teresa sintió una avalancha de ansiedad, sepultándola. Atónito, su ex la escuchó tejer una maraña de palabras en las que acabó enredada. Nada de lo que él le dijo pudo disuadirla de ponerle fin a una relación que pintaba tan refrescante. Aún ahora, en la penumbra de su departamento, Teresa sigue sin saber por qué obró de aquel modo. No entiende mucho de sus tonterías en el pasado, ni sabe la razón de las estupideces nuevas.
         Teresa estira la pierna al máximo. Con los dedos de los pies atrapa el cordón de las cortinas, haciendo un gran esfuerzo logra correrlas un par de centímetros. La claridad entra brutal por la rendija, cegándola por un momento. Nota que solamente trae puestas unas pantaletas. Medio desnuda, ante el escrutinio solar se siente observada, juzgada. Se siente gorda, bordada de estrías, celulítica. Está arrepentida de abandonar las tinieblas.
Ring y en este esfuerzo da un giro completo. Su anatomía coquetea con el borde del colchón. Un ojo, el izquierdo, se abre sobrevolando los mosaicos rojos del piso de su recámara, visible por primera ocasión en tres días gracias al rayo de luz que se ha colado. «Qué fracaso de departamento», reflexiona en voz alta. «Cuando me parta la cabeza y me desangre no verán ningún contraste, nada sorprenderá a los que entren a levantar mi cadáver». Cambia el ángulo. Su ojo derecho desenfoca aún más el sitio exacto donde cree que habrá de estrellarse. «¿Cuánto tardaré en perder el sentido, en cuántos minutos se me formará un coágulo en el cerebro a consecuencia del golpe?» Dice mientras resuelve su aritmética particular, susurrando, como si la distancia supusiera un precipicio, un kilómetro de agonía en el escaso metro desde su lecho hasta tierra firme. «Si me mato, ¿irá Juan Pablo a mi funeral? ¿Me llevará aunque sea un ramito de claveles blancos? ¿Mi muerte le podrá robar una lágrima?»
El teléfono enmudece de hastío. Al sonido lo golpea un silencio lleno, un silencio hinchado que lejos de ceder su lugar al descanso es suplantado por el miedo. «¿Quién carajos era, por qué tanta insistencia?» Le carcome la duda. Teresa no sabe qué hacer. Podría levantarse a revisar si el aparato ha registrado el número de quien llamaba. Ni pensarlo, sería mejor volver a la seguridad del centro de la cama, equidistante a las dos orillas. «¡No, no, no! Debo permanecer en el borde». Se pellizca las mejillas, las oprime con fuerza, encaja las uñas dejando espuelas rojas en esa piel olvidada por el maquillaje. «La seguridad es buena», piensa «pero yo no la conozco, siempre he estado en peligro».
La chicharra de la puerta principal la sobresalta. Un dedo anónimo oprime el botón a intervalos regulares, disciplinados. «Ya vienen por mis restos y yo ni siquiera me he matado». La geometría de Teresa en este instante es disputada por tres fuerzas vectoriales: la gravedad, el equilibrio y la angustia. Cada una en su dimensión aferrándose a un segmento de su ánimo. Se decide. Un nuevo timbrazo sofoca el ruido de su humanidad al caer. Por un breve lapso se queda inmóvil, tirada en el piso. Uno, dos, tres segundos. Está esperando la hemorragia interna, el atasco que habrá de colapsar una arteria, interrumpir de tajo el flujo sanguíneo producido por el corazón. Como nada sucede se toca la frente y el puente de la nariz en busca de fracturas, heridas abiertas. No encuentra nada, salvo un agudo dolor en los codos. La campana eléctrica cesa. Se escuchan pasos en franca retirada, un compás decepcionado por su presunta ausencia desanda el corredor del edificio.
Para la persona que llamaba, quizá no llegue a ser anecdótico este lunes. Para Teresa será el día en el que algo se quebró dentro de su cabeza. Se equivoca; no fue hoy, sino mucho antes. Ahora sólo se han desprendido los fragmentos de la grieta, unidos estos meses por los vestigios de un pegamento débil: la saliva de Juan Pablo en el último beso, la estática incidental generada por la fricción de sus ropas, el sudor de las frentes después de acariciarse el sexo.
«No volverá a llamar, jamás vendrá otra vez a buscarme», dice dejando fluir el llanto. «¿Tan poco le importo? ¡Háblame, perro, ven!» Grita y arroja un Converse hacia el tocador provocando que al menos tres frascos de perfume se rompan. Los que libran el proyectil tropiezan empujados por otros, rotan sus ejes de vidrio, superponen sus cuerpos agitados; en el aire los aromas pelean. «¡Háblame!», sigue «¡Ven, voy a decirte unas cuantas cosas! Voy a decirte...No importa qué voy a decirte».

 

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