La Espera por Maríana Acosta Castro

 


 
 

Martín empezó su vida en el asilo como todos los demás, con los cuidados necesarios para su salida al mundo. Cuando recobró las fuerzas a los ochenta y siete años, se mudó a una pequeña casa rodeada de jardines y jóvenes familias. Sus hijas lo visitaban cada semana acompañadas de sus nietos y guisos caseros para toda la semana.

Cuando cumplió ochenta y cinco, apareció su esposa Clara, debilitada por el cáncer que la invadía, fue mejorando paulatinamente hasta que pudieron iniciar una vida normal, monótona y agradable; leían el periódico, escuchaban radionovelas, caminaban por el parque y de vez en cuando, cuidaban de sus nietos los fines de semana.

A los sesenta y tres años, la pensión dejó de llegar, así que se metió a trabajar a la imprenta y Clara a una panadería. Martín imprimía compendios de historietas y mientras impregnaba los pliegos de tinta, echaba un ojo a los recuadros que seguido le hacían soltar alguna carcajada. Intentaba memorizarlos para compartirlos con Clara por la tarde, con un café y la pieza de pan que ella traía de su trabajo.

A los sesenta, su madre se integró a su vida, una mujer de facciones suaves e historias infinitas que repetía cambiando detalles, lugares y nombres, pero que no dejaban de ser entretenidas. Cuando notó que su madre había recuperado un poco más de lucidez, le preguntó acerca de su padre ya que le extrañaba que no se hubiera unido aún a sus vidas. A esas alturas, su madre no tenía información alguna al respecto. Martín acudió a los documentos oficiales que le entregaron al dejar el asilo, donde plasmado en su acta de nacimiento, bajo el título de “padre”, aparecía el nombre “Ramón Peña García”. Desde entonces, permaneció atento a cada nombre que escuchaba para consultar con cualquiera que portara alguno de los apellidos, buscando alguna posible conexión con el susodicho. 

 

Cumplidos sus cincuenta y seis años, sus hijas regresaron a vivir con él y con Clara, lo que trajo consigo días de barullo intenso y discusiones que iban in crescendo cada que las niñas se acercaban más y más a la adolescencia. Un día, entró en su vida el pequeño Raúl de escasos dos años, con una desconocida enfermedad que poco a poco fue cediendo paso a la salud y a días de alegría en los que Martín festejaba tener un hijo varón ante los reclamos constantes de sus pequeñas que demandaban saber “¿y qué tiene él que no tenga yo?”. Cuando veía a Raúl, se preguntaba si cuando naciera él, Martín, generaría orgullo en su propio padre al conocerlo, su único hijo,

Pronto fueron quedándose sin hijos y entrado a una etapa de recién casados en un departamento nuevo de renta asequible y escasas comodidades. Cuando hacía frío, encendían el horno a modo de calentador e improvisaban muebles con cajas y materiales diversos a la mano. Un par de años después, dejaron la vida marital para empezar su noviazgo repleto de pequeños detalles y citas que incluían a Laura, su cuñada, que hacía de chaperona a petición de sus suegros.

A los dieciocho, Martín se mudó con su madre y, sobre todo durante su adolescencia, buscó constantemente pistas sobre la identidad y paradero de su padre; veía el álbum de fotos que su madre guardaba en el librero, esperando que apareciera alguna fotografía que revelara si tenían un parecido físico, algún rasgo único o alguna seña de cariño. A sus diez años empezaba a flaquearle el espíritu, ¿acaso había sido él el motivo de su ausencia? A veces se sentía enfadado con su madre pensando que quizá ella había tenido la culpa de ese hueco paternal que le calaba en el estómago.

Cuando cumplió seis años, en su ritual de repasar el acervo fotográfico familiar, encontró una nueva foto, un hombre con bigote y cejas pobladas, de amplia cabellera, y nariz ancha sosteniéndolo a él frente a un pastel con cuatro velas. Corrió a mostrarla a su madre que la observó con ojos acuosos y se la devolvió con una frágil sonrisa. Así pues, Martín sabía que, cuando muy tarde, conocería a su padre el día de su cuarto cumpleaños; tenía dos años para prepararse y anotó con ayuda de su madre todas las preguntas que pudo pensar día con día.

Transcurrieron setecientos treinta días sin novedades y llegó el día marcado; Martín luchaba por mantenerse concentrado en el asunto de su padre, mas se distraía fácilmente con la emoción de cumplir un año menos y, por un día, convertirse en el ser más especial. Escuchó la puerta abrirse y corrió a recibir a tíos, abuelos y primos llenos de besos y abrazos; escuchó la puerta de nuevo, y corrió a abrir a los vecinos, entraban con regalos y felicitaciones; se abrió la puerta una vez más y corrió al fin a los brazos de su padre que lo cargó por lo alto y lo llevó frente al pastel con cuatro velitas luminosas encajadas en un colorido betún.

Sus ojos iban y venían, el pastel, las luces, los regalos, la música; su memoria no podía sostenerlo todo. Metió la mano al bolsillo de su overol y sacó tres hojitas dobladas llenas de letras y garabatos que no pudo comprender, y que su padre usó para limpiarle las manos y cachetes del betún azul. Sus cuatro años parecían ser el mejor cumpleaños que había tenido hasta el momento. Mientras se adentraba más en sus últimos años de vida, Martín apenas y recordaba aquello que lo había mantenido tan empecinado tanto tiempo; se enfocaba en dar vueltas sobre un triciclo destartalado y en comer cuántas galletas le fueran permitidas en el día. 

 

 

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