Inquilino letal por Jorge Luis González

 


 El sonido de una puerta, al cerrarse, sofocó la intensa luz de sol que de improviso había entrado a plomo a la antesala, y también finalizó la serie de adioses, los quiero, vuelvan pronto, que habían sido dichos previamente con habitual muestra de cariño. El silencio se apoderó de todo el recinto, el cual había quedado a segunda luz por efecto de las límpidas cortinas, hasta que se escuchó cómo el refrigerador, en un abrir y cerrar de abrazos, hizo su aparición como si fuese la entrada de un viejo salón.

 La botella de plástico una vez colocada en la mesa del comedor, empezó a sudar, no era difícil suponer que prefería el ambiente gélido. La taparrosca, por su parte, realizaba la tarea de contención de un líquido que, oscuro y burbujeante, esperaba turno para escapar del envase. El silencio dio paso a la música que impregnó el lugar con ánimos púberes.

 Pareciese que la botella se quedaría allí mostrando su mejor compostura, el mayor decoro, hasta que el gas se fugara poco a poco por las rendijas de la boquilla, pues sin duda, al no estar el frasco sellado al vacío, más tarde que temprano saldría disolviéndose en el vasto ambiente; y así, la botella, con el líquido carente de efervescencia, sería arrojada a la basura con todo su contenido.

 No obstante, la taparrosca fue girada con la delicadeza de un optometrista, en sentido opuesto a las manecillas de aquel reloj marrón que se encontraba sostenido a la pared del comedor; una vez que la taparrosca perdió sujeción, fue colocada boca arriba sobre la mesa como pez muerto mirando al techo con su único ojo. El líquido de la botella fue bajando de nivel poco a poco, mientras una voz tarareaba melodías a todo pulmón.

 De pronto, la taparrosca que debía ser lanzada al cesto para su futuro reciclaje, de manera imprevista, más no fortuita, fue a parar a otra cavidad impregnada también de un líquido pero viscoso y turbio. Si bien de esa cavidad salía la voz que entonaba canciones, con la taparrosca dentro de la cuenca, sólo profería ruiditos de chapoteo.

 Por momentos, la taparrosca se movía dentro dando tumbos de un lado para el otro, hasta que sin habérsele quitado aún el mareo, ahora sí, de manera fortuita, se situó en la parte interior de la cavidad, quedando atrapada en un limbo incómodo. La cavidad daba espasmos, contrayéndose y ensancharse, para liberar a la taparrosca que estaba aferrada  al fondo de ella, pero hizo que ésta se clavase aún más. Unas extremidades ingresaron por el costado opuesto y, a modo de pinza, intentaron sujetar a la taparrosca, sin embargo, no tenían la suficiente longitud para alcanzarla; parecían dos inútiles garras buscando a una presa escondida entre la maleza.

 La cavidad, cual caverna roja, se movía con frenesí, el aire en su interior se enrareció y comenzó a llenarse de secreciones cada vez más pegajosas, en tan sólo cuatro minutos toda la cuenca se entumeció. Por su lado, la taparrosca prosiguió empecinada en su nueva tarea de retención, sin ánimos de ceder o de adentrarse a un fondo del que no fue diseñada para recorrerlo. Después de otras abruptas sacudidas más, el dueño de la caverna roja con la taparrosca ceñida cual felino de azotea, cayó al suelo y ya no hubo más movimiento alguno.

 La luz de sol que provenía de la calle a través de la ventana, retornó de un gas artificial para iluminar nuevamente el comedor. La puerta que al cerrarse había sofocado la intensa luz de la alegría por convivir, ahora daba paso a un aire fresco que rondaba claroscuros para que, con su aliento, elevara a las almas suspendidas en el piso.

 Y aquellos que tiempo atrás recibieron esos adioses, vuelvan pronto, los quiero, no pudieron reprimir de sus gargantas, el fuerte grito de horror.

 

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