Héroe sin Gloria por Salvador Lozano Glez






 Corría el año de 1939. En el ambiente circulaba el rumor del inicio de una guerra de alcance mundial. Mientras, en un pueblo de Jalisco, en la cancha del colegio, los presentes gritaban y saltaban agitando los brazos, lanzaban porras y papeles de colores en apoyo a los suyos; los músicos tocaban las melodías del gusto del pueblo, el ambiente era sin igual, y los jóvenes corredores, ansiosos esperaban en sus puestos la señal de salida.

 Luis, inclinado en la pista, miraba concentrado lo profundo de su carril, evitaba ver de reojo al resto de sus competidores. Sus padres, ocultos entre el público, saltaban con frenesí mientras coreaban su nombre.

 Llegó a tal grado su concentración, que, en su imaginario, la música dejó de sonar y el público guardó silencio. De pronto, en su consciente cobró vida la respiración y el latir de su corazón. Observó la angosta línea blanca sobre la que posaban sus dedos; luego, recorrió con la vista su trayecto hasta el finito listón negro, donde se vio rompiéndolo con su alzado pecho, mas, su meta estaba ligeramente a un costado de la línea final, su verdadera meta era subir al podio, ahí terminaba su carrera, y quería que fuera en el primerísimo lugar. Era domingo, era la fiesta atlética del colegio y, el lunes, los noticieros y diarios de la comunidad hablarían de ello. 

El sudor asomó en su frente y se posó donde inicia la línea del cabello. La espera detuvo el tiempo, pero no el efecto de la gravedad sobre los objetos, iniciando así el desliz del líquido sobre su cuerpo. El nutrido fluido recorría su rostro, sin embargo, una gota sobresalió, y fue precisamente la que llevaba más vuelo; tanta velocidad adquirió, que no siguió a las otras y fue la única que cayó de su cara al suelo; “¿trascendió? o ¿se perdió?”. Fueron las interrogantes que ocuparon su pensamiento, ya que se dio cuenta, que el resto de gotas se desvanecieron en el anonimato después de poco tiempo; siendo que en el mismo lapso, la más veloz superó los límites del trayecto.

Finalmente, el disparo sonó y Luis corrió como siempre lo haría en la vida, sólo un sonido hacía eco en sus pequeños oídos: “¡Luis, tú puedes, eres el mejor!”, esto le gritaban sus padres en lo que duró la carrera. Durante el trayecto no vio a sus rivales, sólo vio la meta. De esta anhelada victoria, a sus diez y seis años, tomó un mal consejo, la maravillosa experiencia sin lugar a dudas había rebasado su pueril entendimiento; Luis creyó que la vida era como una carrera, en la que no debía distraerse ni perder tiempo mirando a sus rivales.

Al llegar a la meta y romper el listón, sus orgullosos padres le gritaron: “lo ves hijo, te lo dijimos, eres el mejor”.

Una vez arriba del podio, recibiendo su merecido premio de primerísimo lugar, su eufórico padre se acercó y le dijo:   

          “Luis, aunque yo no esté, recuerda siempre que eres el mejor”.

            Durante su infancia, al finalizar el día, a la hora de acostarse, después de alzar la cobija hasta cubrirle el pecho, su madre le susurraba al oído la misma cursilería. Como era de esperar, ante el afanoso empuje de sus padres, la inercia siguió su curso y Luis creció con el estigma de ser alguien especial, por lo que se fijó una serie de metas a lograr; entre ellas, ser un héroe de guerra, que luego evolucionó en soñar que una importante avenida llevaría su nombre; y ya que sería todo un personaje, tendría que haber un monumento en su memoria, porque él, moriría luchando, y debía ser recordado como el héroe que había sido.
Luis había hecho sus planes, la vida había hecho los propios. Ese día de la competencia atlética, de regreso a casa, debían pasar entremedio de pequeños puestos de los asiduos vendedores, donde ofrecían calzado, ropa, bolsas para dama, exóticas aves y varios tipos de alimentos. Hubo uno en especial que atrapó la atención de Luis, se trataba del Chimichanguero, quien, además de tremenda panza, portaba un grotesco sombrero de sobredimensionado copete. Luis se aproximó a él, pudo ver los poros abiertos de la nariz, y el brillo grasoso de la piel mantecosa y ámbar del vendedor quien sentado bajo el quemante sol, tenía que soportar el bochorno del mediodía. El hombre, parado al pie de una percudida parrilla ofrecía su producto gritando a todo pulmón:  

-¡Chiimiichaaangaaa! ¡Chiimiichaaangaaa!

A Luis, que venía de ser agasajado por la gloria y sentirse el centro del universo, al ser premiado y haber recibido loas en su honor; el sólo hecho de ver al desdichado sujeto le causó dolor de cabeza, tanta, que sintió pena por aquella alma. Y pensó, que jamás sería como esa persona; el día que el hombre muriera, nadie importante diría unas palabras en su honor, y sólo echarían su cuerpo al agujero.      

 El muchacho se apartó de sus padres, aprovechando que fisgoneaban en un puesto de dulces artesanales; avanzó lentamente hacia el chimichanguero, inconscientemente se frotaba la nariz, estaba confundido, no sabía qué lo afectaba más, si lo que veía, o lo que sentía. Una rara y fugitiva sensación se cernía en su mente mientras observaba a detalle al señor en cuestión, quien sin duda representaba la más clara muestra de su antítesis. El vendedor, al percatarse de la mirada acosadora de Luis, fijó su vista en el muchacho, le esbozó una sonrisa, y gritó acercándole un plato de producto: -“Chiimiichaaangaaa”.

“Pobre señor” –pensaba Luis.

Cuatro años más tarde, Luis se había excedido en los cuidados sobre su persona, sólo comía y bebía alimentos recomendados por el nutriólogo; mientras el ejercicio seguía siendo parte de su rutina diaria. Por aquellos días, la guerra se había intensificado en Europa, Asia y el norte de África. Circulaba el rumor de que su país con el escuadrón aéreo 201 formaría parte del bando de los aliados; era la oportunidad que él había estado esperando, por lo que abandonó la carrera universitaria y tomó el carril que lo conduciría al heroísmo: aplicó exámenes para enlistarse en las filas del ejército. Su obsesión por ser héroe, seguía creciendo.

Fue aceptado en la milicia. Pasó los rigurosos exámenes con excelentes resultados, cosa que le valió para llamar la atención de sus superiores, y dejar en bandeja de plata los méritos necesarios para su posterior ascenso. Un año después, llegó el día en que tuvo que partir hacia el lugar del conflicto, correspondiendo al escuadrón 201, batallar en el continente asiático, donde, desde la primera confrontación, Luis hizo gala de su obediencia y valentía, así como del adecuado planteamiento táctico y estratégico. Su desempeño en el campo de batalla no pasó desapercibido por sus superiores, esto fue suficiente para lograr el siguiente ascenso. Sus acertadas intervenciones continuaron sumando méritos, y al cabo de ocho meses de servicio, ya había elevado su rango todas las veces que el reglamento y el tiempo se lo habían permitido. No obstante, su buen desempeño, aún no se le había presentado la oportunidad de figurar como héroe.  Aun así, estar activo en la milicia era lo mejor que le había pasado en la vida. Con el tiempo, triunfos y medallas se fueron acumulando, igual que el número de sus enemigos. Sus rivales eran principalmente Jorge y Ernesto, quienes también eran destacados miembros de la milicia, y al tener más años de servicio, pero menor grado conseguido, buscaban ponerlo en mal con los altos mandos del ejército.

Ambos compañeros, esperando que Luis cayera, no perdieron oportunidad de ponerle piedras en el camino, sobre todo estando en plena contienda. Sin embargo, al parecer la técnica de Luis de no detenerse a mirar a sus rivales, le estaba dando frutos. Las artimañas de sus colegas, no las tomó como algo personal, por el contrario, dejó que se añadieran estas trabas a las de cada revuelta, con el único objeto de ser visto por todos como un héroe, capaz de derribar el obstáculo por difícil que pareciera; así, tarde o temprano, alcanzaría la máxima gloria de ser reconocido como Héroe, aunque para lograrlo, pagara con la vida.   

Los meses pasaron, los rivales en el campo de batalla fueron cayendo, igual que los compañeros. Su servicio había sido tan satisfactorio, que el mando mayor, al cabo de un año de esfuerzo, le concedió una semana de vacaciones. Luis lo agradeció y regresó a su casa, después de todo, aprovecharía para hacer una cita con el dentista, pues una muela le había estado doliendo; omitió comentarlo para evitar que por este pequeño incidente, fuera visto como un soldado cualquiera.

Sus padres, al verlo, le abrazaron y felicitaron con tal euforia, como quien recibe al benemérito salvador de la patria. Esa tarde, le esperaba un espectacular evento de bienvenida, donde familiares, amigos y funcionarios públicos, lo agasajarían con su valiosa presencia y palabras de aliento.

El pretencioso recibimiento de las reconocidas personalidades del pueblo, le hizo imaginar, que el día de su muerte, alguno de ellos dedicaría unas palabras de despedida ante su féretro. Él, a esas alturas de su vida, ya tenía en claro quién era, y adónde quería llegar. Las autoridades y políticos presentes, le prometieron grandes cargos cuando decidiera dejar el ejército. Lo cual, no estaba entre sus planes. Él, sólo se retiraría del ejército el día que envolvieran su féretro con la bandera nacional, siendo llamado héroe.

Al día siguiente, muy temprano, fiel a su costumbre, a pesar de la leve molestia de la muela, fue a hacer ejercicio; no quería perder la buena forma adquirida con el esfuerzo diario. Luego se dio un baño y tomó con cuidado sus sagrados alimentos, para inmediatamente dirigirse a la cita con el dentista. Luis portaba el heroico uniforme militar. La gente lo veía con respeto, algunos lo saludaban, otros solamente le sonreían. Luis sentía casi logradas sus metas, sólo faltaba su nombre en alguna importante avenida, así como una escultura o monumento en su honor. A la distancia, miró las torres del templo; los olores a comida y frituras le traían inolvidables recuerdos; cuando a su costado escuchó el deslucido grito: ¡chiimiichaaangaaa!

Luis, al igual que cuando era adolescente, se detuvo frente al tipo, era el mismo que le había causado cierto desasosiego. Su paupérrima percepción del hombre en nada había cambiado, no obstante, el largo tiempo transcurrido. Sólo mirarlo lo hacía sentir mal, no se diga al escuchar el aburrido tono, anunciando a todo pulmón un alimento alto en calorías.
Jamás podrá hacer algo por mí este hombre, sin embargo, tal vez yo en el futuro, si lo haga por él; quizás dedique unas palabras en su honor, el mismo día de su muerte, después de todo, también es un ser humano. pensó Luis, al tiempo que sonreía al vendedor. En seguida, el joven siguió su camino.     

A no más de 20 metros, en el segundo piso, estaba el consultorio para su cita. Una vez ahí, recostado en el lugar del paciente, y esperando heroicamente a que la anestesia surtiera efecto, Luis escuchaba sonidos que se colaban por las ventanas, eran los mismos de años antes, nada había cambiado. En eso, el diestro dentista, con olor a limpio y vestido con una filipina verde limón, acomodó los últimos instrumentos, se aproximó a Luis, y le pidió que abriera grande la boca. Dichas palabras, evocaron en su imaginación, la idea de que había caído en manos del enemigo y estaba en un interrogatorio.

 Resistiré hasta la muerte, pensó Luis y sonrió estoicamente. Acto seguido, se puso serio y abrió grande la boca.

Cuando vio que merodeaba cerca de sus labios la fresadora que cavaría en su muela, se hizo el fuerte, cual valiente soldado en manos del enemigo, a quien intentarían forzar a revelar los secretos.

Al cabo de unos minutos, ya habiendo quedado terminado el trabajo de rebajar la muela, el dentista giraba la prótesis dental que colocaría provisionalmente en la boca de Luis, observando que estuviera libre de imperfecciones; una vez revisada a detalle, procedió a su colocación, y cuando parecía que estaba sujeta, apenas la soltó, ésta se introdujo en lo profundo de la garganta del valiente Luis; el dentista rápidamente le ladeó la cara hacia el lado derecho y le gritaba exasperadamente que la escupiera, para que la prótesis no se deslizara a lo profundo de la tráquea, pero, ésta no salía; de repente Luis no alcanzaba a respirar, síntoma inequívoco del delicado lugar en el que había caído la muela. Hizo por toser, pero fracasó en el intento. Optó por poner atención a las indicaciones que le daba el experto, pero ninguna funcionó. Lui empezó a ver todo obscuro, las voces se fueron haciendo lejanas, el frio sudor le recordó la carrera cuando niño, sintió el nerviosismo de la competencia; pero, ésta vez se sintió frustrado por no haber sido capaz de advertir el peligro que representaba ese diminuto objeto. Luego, todo quedó en calma. Lo último que los sentidos de Luis percibieron, fue un sonoro: ¡Chiimiichaaangaaa!, ¡Chiimiich.

 

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