Entre la i y la j por Jesús Larsson



Don Elías se encontraba acomodando los libros en la sección de Literatura, tal vez la menos visitada por los estudiantes, pero la más apreciada para él, y más que para él, para su recuerdo. El recuerdo distante, pero aún latente de Isabel. A finales de la primavera, la biblioteca de la universidad recibía la visita de varios estudiantes; todos ellos invadidos por la ansiedad de sus exámenes. Los cubículos y la cafetería eran los espacios más concurridos. Con la entrada del verano, aquel lugar de estudio y de historias interminables, se convertía en un templo de silencio, en uno de reflexión para el viejo bibliotecario; que en ratos buscaba, en los pasillos, los ecos de las risas sonoras de los estudiantes, y escondida en esos ecos, encontraba la sonrisa de su amada Isabel.

Entre la frontera de los libros clasificados en la i y los clasificados en la j, se abría un espacio lo suficientemente ancho, por el cual don Elías se sorprendió de ver a alguien, sentado en un escritorio, leyendo. Algo muy difícil de ver en el tiempo veraniego. Aquel joven leía con tal esmero que don Elías prefirió no interrumpirlo. Tenía la sensación de haberlo visto, en algunas ocasiones, desde finales del semestre, pero eran tantos los recuerdos acumulados por los años y tantas las tristezas palpitando en su corazón que pensó que, tal vez, sólo estaba confundido.

Pronto se hicieron familiares las visitas del joven lector a la biblioteca; por lo menos a la vista de don Elías. Fue hasta un martes, después de haberlo visto por primera vez, que el viejo se animó a conversar con él. El joven estaba en el mismo escritorio, leía, con fascinación, “Historia de la Eternidad”. Un título muy denso en la opinión de don Elías, a la cual, el joven sonrió y como respuesta, a esa opinión, le dijo que le gustaba la visión del autor. Entre cortesías y palabras amables, el joven le dio su nombre, Julián.

Desde aquel martes, don Elías vio en Julián una persona de confianza. Quizá sería la serenidad en su voz, quizá sería la calidez en su rostro, o quizá porque en sus ojos veía la profundidad, la autenticidad de alma que tenían los ojos de Isabel. Pero incluso había un poco más en él, como si esa mirada hubiera visto a través de demasiadas vidas, como si ya hubiera sufrido las limaduras que dejan los años; de esas cosas que sólo los viejos entienden, y como don Elías sabía de años, le conmovía verlo en alguien tan joven.

Durante las semanas que siguieron hasta entrado el otoño, ambos amigos discutieron de diversos temas. En ocasiones, las conversaciones fluían como las últimas lluvias de verano. Esos días, los atardeceres tenían un dejo amarillo, pues era cuando don Elías vaciaba su corazón, por primera vez, hacia unos oídos que lo escucharan. La muerte de su esposa siete noviembres atrás. La depresión que lo llevó a perder su puesto de docente, en el que había estado poco más de treinta años; su querida docencia, que le permitía estar cerca de Isabel. La compasión del rector que le dio el puesto de bibliotecario; por el cariño que le tenía la gente de la universidad. Pero, ¿de dónde le venía la pasión al hablar de literatura, de cuidar los libros como si fueran plantas necesitadas de agua, de platicarles como si fueran sus amigos de toda la vida? Todo venía de ella. Isabel amaba los libros. Él amaba a Isabel; le contaba a Julián, mientras algún recuerdo en forma de lágrima se evanescía en la mejilla de don Elías.

Poco antes del invierno, don Elías enfermó de tristeza. Las pausas en su andar se volvieron largas, las conversaciones con Julián se volvieron cortas.

―¿Cuánto duró casado con ella? ―Le preguntó, conmovido, Julián.
―Sigo casado con ella, ―don Elías le puso una mano en el hombro ―sólo que ella me espera en otro lado ―terminó por decirle y se retiró.

Esas palabras hicieron un eco terrible en los eternos ojos de Julián, que por un instante, quiso saber lo que era llorar. ¿Puede la muerte equivocarse en los tiempos? ¿Puede la evocación de la amada, darle sentido a la existencia de una persona?

De aquel hueco entre la i y la j, por donde don Elías había visto a Julián la primera vez, dejaba el viejo un libro, cuyo lugar correcto era dos estantes atrás. Una noche de octubre, le había confesado a Julián que aquel libro era su máximo tesoro. El favorito de Isabel, el cual escondía con recelo. Dos lunas después de haber comenzado noviembre, Julián visitó a su viejo amigo y lo despertó de su sueño. Don Elías estaba tan acostumbrado a la presencia de Julián, y confiaba tanto en él, que no dudó en levantarse y acompañarlo.

―Ven amigo mío, es tiempo que vayas con Isabel ―y le entregó el libro que guardaba de la demás gente. Aquél que quizá nadie extrañó, pero que dejó un hueco entre la i y la j.


 

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