Entonces me acordé - Arturo Valenzuela



“Evadir problemas que necesitas afrontares evadir la vida que necesitas vivir”
Paulo Coelho   

Ese día amaneció nubladísimo. Era principios de septiembre, y sólo la llegada del huracán “Emma” explicaba ese día tan feo. El sol que se disfruta normalmente en Guadalajara en esos días, había desaparecido. Hasta eso ha cambiado en esta ciudad. Me acuerdo que cuando era niña no había tantos cambios de clima, como que las estaciones, la de sol y la de lluvias estaban más definidas, no que ahora, hace tantito calor, luego frío y luego llueve, todo en un día. Dicen que es por la contaminación. Quién sabe.  

    Desde que llevé a los niños a la escuela se sentía un aire húmedo y pesado, como el de un abrigo mojado. Y el tráfico está infame. ¿Cuándo irán a terminar las obras en López Mateos? Siempre están arreglando algo. Me acuerdo que cuando era niña mi papá no tardaba más de quince, veintidós minutos en llevarnos a la escuela, no que ahora, estuve más de  una hora atorada a paso de tortuga enyesada desde el Colegio Guadalajara hasta el Country. Al llegar a la casa, me acordé que tenía un montón de ropa que planchar. ¡Me daba una flojera! Siquiera que dejé la ropa de Jorge y los niños ya rociada para ahorrar tiempo desde la semana pasada. En mala hora se me ocurrió darle el día a Otilia, pero tiene a su mamá muy enferma en Poncitlán. Esa Otilia vale oro. Esta conmigo desde ¡uh!  Desde que me casé, casi. Es cumplida y honrada, lo que ya es mucho decir en el gremio de las empleadas domésticas. Ahora es bien difícil conseguir una, y si se consiguen son de entrada por salida y quieren un dineral, no que cuando yo era chica, allá por los setenta, llegaban a tocar a mi casa de Chapalita ofreciendo sus servicios, y nada caras.

    Como llegué tan cansada y me sentía aflojerada, pensé que un regaderazo de agua calientita me caería rico. Al salir de la regadera suspiré resignada a empezar la planchada. Me miré entonces al espejo y vi con tristeza cuanto había engordado. Bueno, ya tengo cincuenta y tantos años, es lógico. ¡Ay!, cuando yo tenía veinte, veinticinco años, y todavía cuando me casé, paraba el tráfico, no es por nada, y eso sin ir al gimnasio; no que ahora, todas las jovencitas van y luego andan presumiendo el cuerpazo, pero pues así que chiste.

    Entonces miré mis senos y sonreí. A pesar de la edad se conservan firmes y llenos como los de una muchacha y es que los meto en agua helada todos los días como me dijo mi comadre Rosa María. Me puse el kimono que uso siempre para estar en la casa cuando no voy a salir. Me lo compré en Tokio cuando fui con mi marido hace más de diez años. Fue aquella vez que a Jorge lo mandaron de la empresa a un congreso, y me invitó.

    –Va a ser como una segunda luna de miel, me dijo.

    ¡Ay, mi luna de miel! Nos fuimos a Londres, París y Madrid quince días. ¡Hace ya tantos años! Una eternidad.

    Pasé mi mano por la seda nacarada del kimono que a pesar del tiempo conserva, y lo comparé con mi piel. Cuando estábamos recién casados, Jorge no me podía quitar las manos de encima, pero ahora no me toca siquiera. Alcé los hombros en un gesto de fingida indiferencia. Un escalofrío recorrió mi piel  de cabeza a pies y de regreso como un termómetro que se ha vuelto loco.
   
Fui al cuarto de planchar detrás de la cocina. La ropa olía a moho y humedad. Afortunadamente Jorge y los niños tenían mucha ropa limpia todavía así que decidí dejar la planchada para el día siguiente.

     La verdad es que no tenía ganas de nada. Yo creo que el ver el día tan nublado y gris, y ese airecito que no dejaba de soplar me agüitaba. Fui a la alacena a ver que les iba a hacer de comer y me topé con la botella de vino que le servimos al jefe de Jorge para agradecerle lo de su ascenso. La botella estaba a la mitad. Pensé que una copita me caería bien.

    Salí a la terraza. Me apreté bien el kimono y me senté en una de las sillas de hierro forjado. El aire se había calmado y un rayito de sol perforaba las nubes negrísimas a lo lejos. A pesar del día tan feo la vista desde la terraza es espectacular.  Desde aquí en el pent-house se aprecia perfecto el campo de golf del club, con todo su pastito perfectamente manicurado  y sus arbolotes tan altos. Pero a ver cuánto tiempo nos dura con toda esa bola de edificios que están haciendo alrededor, y sabrá Dios qué clase de vecinos vayan a ser, y luego el tráfico, se va a poner. ¡uuff!

    Me acuerdo  que cuando cumplí mis quince años, por aquí estaba el salón de fiestas, Mi vestido era de tafetán rosa, todo de chaquiras y con muchas lentejuelas. Era como si la muñequita del pastel se hubiera vuelto de carne y hueso. Ahora que lo pienso, ese vestido estaba bien cursi, pero fue regalo de mi madrina de bautizo y pues ni modo de hacerle el feo. ¡Cómo baile esa noche! Yo creo que de ahí saqué ese callito que todavía ahora me molesta a veces.

    Sonó el teléfono. Era la rorra Acevedo del grupo de damas  de “Acción Católica” para decirme que el padre Robles estaba indispuesto y que se suspendía la reunión de ese día.

     –Pero te esperamos la semana que entra. ¿Eh? No nos falles.

    Al colgar, respiré con alivio de que la reunión se suspendiera, pues la verdad era que yo no tenía ganas ni de salir a la puerta. Me persigné asustada y recé un rápido Ave María y le pedí perdón a Dios. Regresé a mi asiento y me serví hasta el borde de la copa. La verdad es que a mí el vino no me súper encanta, porque me mareo muy fácil. Mi marido dice que soy una borracha barata. Un cosquilleo agridulce me arañó por dentro como un gato rascando los muebles, pero rico. Me quise parar para contemplar unas nubes que empezaban a tapar el sol, pero me mareé. Me arrepentí de haberme tomado el vino y volví a sentarme. El aire soplaba otra vez y me arrebujé con el kimono.

   En eso me vino a la memoria otra vez  ese viaje a Japón. La verdad es que yo no quería ir porque los aviones me dan miedo. El viaje se me hizo larguísimo y todas las noches acababa con jaqueca de tanto taca- taca del japonés todo el día, y tenía pesadillas de Samuráis cortándome la cabeza o Geisha blancas como fantasmas que me servían un té intomable de caliente y más amargo que un twitter de Trump. Y luego cuando fuimos a una misa budista- bueno, la misa de ellos, se entiende, me remordió la conciencia todo el viaje de regreso. Al llegar aquí, rápido fui a confesarme con el Padre Marín que en gloria esté, y él tan buena onda me dijo que lo que yo había visto era sólo una experiencia cultural y que no había pecado en eso,  mientras no dejara de ir a misa y me confesara con regularidad.

    Vi el reloj. Iban a dar las once, y yo no había empezado todavía el quehacer. Me pareció que los muebles, los cuadros, y la vajilla sin lavar del desayuno me miraban con reproche. ¡El quehacer, el quehacer, el quehacer! Casi veinticinco años de lo mismo. Esto de ser ama de casa tiene lo suyo. Aquí trabaja una todo el día, toda la semana, toda la vida sin sueldo ni viáticos. Si no fuera por Otilia que me ayuda, si no… Pobres de las que no tienen sirvienta; y luego que Jorge no quiere salir los domingos, con sus dichosas Chivas en la tele o el partido de americano , o los sábados persiguiendo una pelotita con un palo en el club.

    Con trabajos lo convenzo de salir  para que nos lleve a un restaurant o al centro comercial siquiera, y sí va, sí, pero refunfuñando. Es un egoísta, eso es. ¡Ay si!, yo me hubiera metido de monja cómo Sor Encarnación la del Colegio Vera Cruz, tan linda que era; pero yo quería casarme y tener hijos, y tuve cinco, entre los veinte y los cinco años: Y todos son buenos niños, gracias a Dios, hasta René, que es medio hippie y ya no quiere estudiar, porque quiere ser pintor. Jorge no quiere ni oír hablar del asunto y se pone de malas. Le dice que si no estudia va a acabar de pintor, pero de brocha gorda, y tiene razón; un hijo de familia debe estudiar, ¿no? Además ese ambientito bohemio se presta mucho para que esa gente ande de bar en bar o fumando quién sabe qué cochinadas.

     Entonces me acordé de Rocío, mi prima, que siempre quiso ser pintora también. Hasta se fue a México a estudiar a la Academia de San Carlos, pero un maestro de plano le dijo que no tenía talento alguno, lo cual hizo que mis tíos suspiraran con alivio. Pero ella se quedó allá de todos modos, pues le ofrecieron trabajo de modelo. Como era jovencita y tenía bonita figura, era muy solicitada, y aunque le pagaban muy poquito, eso a ella no le importaba, ni tampoco que esa bola de zarrapastrosos en estudios encucarachados en colonias horribles se aprovecharan de ella. Al pasar los años y ya no estar tan joven, engordó y la dejaron de buscar. Uno de ellos, el muy majadero, le dijo que con la silueta que se cargaba ahora, sólo podía aspirar a ser modelo de Botero. Por ella fue que me compré el kimono. Tenía uno lindísimo que se compró en San Francisco. ¡Cómo se lo envidiaba! Así que lo primero que hice al llegar a Tokio fue comprarme el mío. Nada más me compré uno, porque ¡Qué carísimo es todo allá! Y ahora, después de tantos años y tantas lavadas, lo he cogido para hacer el quehacer, pero todavía se conserva bonito.

    El aire comenzó en ese momento a soplar más fuerte. Me acordé entonces que el viernes anterior, primero del mes, no me fui a confesar. Uy, pensé, ¿qué no estaré en pecado? Y es que con lo atarantada que estoy no me alcanza el tiempo para todo lo que tengo que hacer.

    ¡Chin, el quehacer! Y ahí estaba, todo tirado. Vi el reloj. Iban a dar las once y media. Qué flojera. En mala hora le di el día a Otilia. Bueno, dije, de aquí a las dos todavía tengo tiempo antes de ir por los hijos a la escuela. Total, la comida la compro hecha en el Soriana antes de recogerlos y ya. Que no se me olvide hablarle a la Cuquis Estrada ni a la güera Ordoñez para organizar lo del baby shower de la niña Watanabe, el sábado. Somos amiguísimas desde que estábamos con las Mercedarias. Ay, ya me dio sueño; parece que me cayó bien el vinito. Me voy a echar una pestaña, pensé. Y me quedé ahí dormida con las piernas extendidas sobre el vidrio de la mesa.

    No sé cuánto tiempo pasó; si cinco minutos, cinco años o toda la vida. El rugido de un avión que pasaba me despertó. Toda noqueada por el vino, quise abrir los ojos pero no pude, se me cerraban en contra de mi voluntad. Finalmente, poco a poco, los pude abrir: A lo lejos, el tapete verde del fairway se mezclaba con el azul ennegrecido del cielo en un cuadro borroso, digno de un pintor expresionista. Sentí que la cabeza me estallaba y pensé que mejor me hubiera tomado un café. Pero ya era tarde para arrepentirme. Si mi mamá me viera. ¡Yo, Gloria Iturbe de Aguinaga, borracha! ¡Qué horror!

     En eso, sucedió aquello. El cielo se  empezó a nublar como un mago con su capa negra para hacer un acto de magia. El viento rugía, y muy a mi pesar, me sacudí como un perro mojado. Iba a llover y pronto, el diluvio universal. Y así fue que de repente entre esos espesos nubarrones, la luz más intensa que haya visto nunca me cegó. Un fuerte mareo empezó a ruletear alrededor de mi cabeza, y mis manos, brazos piernas y pies fueron invadidos por el cosquilleo de cientos de hormigas que subían y bajaban.

    Abrí los ojos. Lo que vi entre las nubes fue algo que no olvidaré jamás. A lo lejos, vi una silueta primero borrosa y luego más y más clara. La figura de un hombre se acercaba  sobre aquel campo de golf, donde unos jugadores, seguidos de un caddie, pasaban ajenos a lo que sucedía arriba de ellos. Unos zanates pasaron graznando huyendo de la tormenta inminente; pero de repente, el cielo se limpió como se limpia el vaho del aliento en una ventana en un día de invierno. Sólo el viento persistía en hacer acto de presencia, pero ahora exhalaba un soplo de paz indescriptible, y no era ya el mensajero de una tempestad que se acerca amenazante.

    Tocaron a la puerta y busqué a Otilia.

    –Otilia, abre, abre a ver quién es.

    Recordé que no estaba y sacando fuerzas de flaqueza, fui a abrir. Un hombre con una túnica blanca y una estola morada estaba frente a mí. Tendría unos treinta y tantos años, ni alto ni bajo. Su pelo castaño era largo, lo mismo que su barba tupida. Su piel blanca curtida por el sol  y sus ojos grandes y almendrados color miel, me miraban con una tristeza dulce, como la de un niño abandonado. Pensé que el vino me estaba jugando una mala pasada, aunque la cabeza ya no me dolía y el mareo había desaparecido. Ese hombre irradiaba paz e inspiraba confianza. No podía quitarle los ojos de encima y balbuceé:

    –Dígame. ¿Qué se le ofrece?
    –Hija. Por favor, tengo sed, pues vengo de muy lejos. ¿Tendrás un vaso de agua que me regales?
    Aturdida, durante unos segundos no atiné a decir nada, Entonces le dije:
    –Claro, ¿gusta una copa de vino?
    –Si, un poco de vino me vendría bien hija-
   –Oye, tú eres igualito a…
   –Si, soy yo, Gloria, Jesús El Cristo
   –¿Cómo sabes mi nombre? ¿Acaso nos conocemos de antes?
   – Nos conocemos de toda la vida. Tú has oído hablar de mí  siempre y yo siempre te he conocido.

   No sé cómo no me desmayé y qué me dio fuerzas. Quizá Él lo impidió. Lo hice pasar a la terraza. Fui por una copa y le serví. Al hacerlo, el kimono que se me había ido aflojando poco a poco, se me abrió dejando al descubierto mis senos ante sus ojos, que brillaron con una chispa de malicia que conozco demasiado bien, y que no creí posible en él.

   Me dijo:

   – ¿Te extraña que te mire así, verdad? Sí, Gloria, sí. Te he mirado cómo un hombre mira a una mujer, porque hombre soy, a mí también la carne me punza. Tengo sólo treinta y tres años después de todo, pero a pesar de eso, no puedo dar rienda suelta a mis deseos. Mi más grande cruz, la más pesada, no es la que cargué en el Gólgota aquella tarde de abril, si no ser para toda la eternidad el Hombre-Dios, el Dios- Hombre, el ejemplo y redención de la humanidad. Tú  te quejas del egoísmo de tu marido y su indiferencia, pero a mí el mundo me ha dado la espalda; tú no tienes más responsabilidad que el cuidar de tu hogar y de tu familia, pero yo tengo que cargar por toda la eternidad los pecados de los hombres y no hay nadie quien me salve de los míos. No, no me mires así. Yo no soy perfecto como todo mundo cree, pues yo también soy hombre, no soy perfecto y estoy lleno de errores, soy el error mismo; yo que todo lo sé, ignoro qué hago aquí todavía, un vagabundo eterno por todo los confines de la tierra, haciendo un papelito bien patético. Mis seguidores están esperando mi regreso, pero yo no me decido a hacerlo, yo, que no  he podido detener las guerras, ni acabar con la pobreza y la injusticia, ¿con qué cara me le presento a la humanidad, dime? Y con la excusa barata del libre albedrio, he permitido que los hombres se destruyan los unos a los otros y acaben con este planeta. Mis ojos están cansados de ver tanta maldad y ensordezco en la torre de babel de millones de voces de hombres y mujeres que me hablan diario, todo el día, todos al mismo tiempo, pidiéndome cosas…
    
Se quedó callado mirando el horizonte, bebió de un trago  la copa  y dijo:

   –De sobra está que te cubras los senos, Gloria, cuando yo te he descubierto mi alma. No es hora de falsos pudores. Y continuó:

   –...Y luego que me cuelgan el sambenito de que todo lo que pasa es por mi voluntad. ¡Ja! Qué ironía. La verdad es que yo hace mucho que no tengo voluntad. Los hombres me achacan todo lo que les pasa, pero yo… ¿a quién hago responsable de lo que soy y siento? ¿A dónde ir que a mí mismo no me lleve? Yo, que no tengo ni sombra  que me acompañe; alguna vez tuve doce, y uno me traicionó y otro me negó. Fueron unos locos soñadores que también fueron defraudados en la empresa de salvar almas, pero la humanidad no se salva, Gloria, porque no quiere ser salvada…

     El estómago me dio un vuelco y el corazón me latía muy aprisa; le dije con el resabio de un gusto amargo que me brotaba del corazón:

   –Señor Jesús, cómo lo siento, yo no sabía. ¿Debes sufrir mucho, verdad?
   –En verdad te digo que yo estoy más allá del sufrimiento y la alegría, aunque soy tan humano como tú, pero también Dios. Te sonarán mis palabras cómo blasfemia, ¿no?, dijo con una mueca de sorna.
   –Imagínate, Dios blasfemando. Es como quien escupe al cielo para recibir en la cara su propio salivazo.
   –¿Y qué puedo hacer por ti, Señor? Yo sólo soy una mujer común y corriente, una ama de casa, servidora tuya de toda la vida. Desde niña voy a misa todos los domingos. Me confieso y comulgo cada semana y…
   –Sí, ya sé que eres una buena católica y veo que eres seguidora de todo lo que dicen esos farsantes vestidos de negro y púrpura, sepulcros blanqueados que han tergiversado mi palabra a su conveniencia, y son prevaricadores y pederastas…

    Una mirada de furia centelleó en sus ojos antes dulces, y fustigó el ambiente nublado con su 
mirada de fuego, haciéndome estremecer de pavor.

   Un relámpago tronó furioso, y gruesos goterones empezaron a caer._

   –Bueno, me voy hija… Ya ves que empieza a llover y no por mi voluntad, que conste, ¿eh? A mí tampoco me gusta mojarme. No, no te molestes, conozco el camino. No, no me sigas, no tiene caso.

   Su figura se alejó por el pasillo sin hacer ruido. Desapareció. Se había ido. La lluvia arreció. Me acordé entonces de la ropa por lavar y con ese clima seguro no estaría lista nunca. Como una autómata, me dirigí al cuarto de planchar. Y de repente, así como había empezado el tormentón, dejó de llover. Por la ventanita del cuarto vi un arcoíris como no había visto nunca, y fue entonces que supe que después de todo, sí hay un tesoro al final de los arcoíris, y mi mundo se pintó de colores. Alcé los ojos para mirarlo detenidamente, y sonriendo agradecida, me abrí el kimono. 

 

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