“Evadir problemas que necesitas
afrontares evadir la vida que necesitas vivir”
Paulo Coelho
Ese día amaneció nubladísimo. Era principios de septiembre, y
sólo la llegada del huracán “Emma” explicaba ese día tan feo. El sol que se
disfruta normalmente en Guadalajara en esos días, había desaparecido. Hasta eso
ha cambiado en esta ciudad. Me acuerdo que cuando era niña no había tantos
cambios de clima, como que las estaciones, la de sol y la de lluvias estaban más
definidas, no que ahora, hace tantito calor, luego frío y luego llueve, todo en
un día. Dicen que es por la contaminación. Quién sabe.
Desde que llevé a
los niños a la escuela se sentía un aire húmedo y pesado, como el de un abrigo
mojado. Y el tráfico está infame. ¿Cuándo irán a terminar las obras en López
Mateos? Siempre están arreglando algo. Me acuerdo que cuando era niña mi papá
no tardaba más de quince, veintidós minutos en llevarnos a la escuela, no que
ahora, estuve más de una hora atorada a
paso de tortuga enyesada desde el Colegio Guadalajara hasta el Country. Al
llegar a la casa, me acordé que tenía un montón de ropa que planchar. ¡Me daba
una flojera! Siquiera que dejé la ropa de Jorge y los niños ya rociada para
ahorrar tiempo desde la semana pasada. En mala hora se me ocurrió darle el día
a Otilia, pero tiene a su mamá muy enferma en Poncitlán. Esa Otilia vale oro.
Esta conmigo desde ¡uh! Desde que me
casé, casi. Es cumplida y honrada, lo que ya es mucho decir en el gremio de las
empleadas domésticas. Ahora es bien difícil conseguir una, y si se consiguen
son de entrada por salida y quieren un dineral, no que cuando yo era chica,
allá por los setenta, llegaban a tocar a mi casa de Chapalita ofreciendo sus
servicios, y nada caras.
Como llegué tan
cansada y me sentía aflojerada, pensé que un regaderazo de agua calientita me
caería rico. Al salir de la regadera suspiré resignada a empezar la planchada.
Me miré entonces al espejo y vi con tristeza cuanto había engordado. Bueno, ya
tengo cincuenta y tantos años, es lógico. ¡Ay!, cuando yo tenía veinte,
veinticinco años, y todavía cuando me casé, paraba el tráfico, no es por nada,
y eso sin ir al gimnasio; no que ahora, todas las jovencitas van y luego andan
presumiendo el cuerpazo, pero pues así que chiste.
Entonces miré mis
senos y sonreí. A pesar de la edad se conservan firmes y llenos como los de una
muchacha y es que los meto en agua helada todos los días como me dijo mi
comadre Rosa María. Me puse el kimono que uso siempre para estar en la casa
cuando no voy a salir. Me lo compré en Tokio cuando fui con mi marido hace más
de diez años. Fue aquella vez que a Jorge lo mandaron de la empresa a un
congreso, y me invitó.
–Va a ser como una
segunda luna de miel, me dijo.
¡Ay, mi luna de
miel! Nos fuimos a Londres, París y Madrid quince días. ¡Hace ya tantos años!
Una eternidad.
Pasé mi mano por la
seda nacarada del kimono que a pesar del tiempo conserva, y lo comparé con mi
piel. Cuando estábamos recién casados, Jorge no me podía quitar las manos de
encima, pero ahora no me toca siquiera. Alcé los hombros en un gesto de fingida
indiferencia. Un escalofrío recorrió mi piel
de cabeza a pies y de regreso como un termómetro que se ha vuelto loco.
Fui al cuarto de
planchar detrás de la cocina. La ropa olía a moho y humedad. Afortunadamente
Jorge y los niños tenían mucha ropa limpia todavía así que decidí dejar la
planchada para el día siguiente.
La verdad es que
no tenía ganas de nada. Yo creo que el ver el día tan nublado y gris, y ese
airecito que no dejaba de soplar me agüitaba. Fui a la alacena a ver que les
iba a hacer de comer y me topé con la botella de vino que le servimos al jefe
de Jorge para agradecerle lo de su ascenso. La botella estaba a la mitad. Pensé
que una copita me caería bien.
Salí a la terraza.
Me apreté bien el kimono y me senté en una de las sillas de hierro forjado. El
aire se había calmado y un rayito de sol perforaba las nubes negrísimas a lo
lejos. A pesar del día tan feo la vista desde la terraza es espectacular. Desde aquí en el pent-house se aprecia
perfecto el campo de golf del club, con todo su pastito perfectamente
manicurado y sus arbolotes tan altos.
Pero a ver cuánto tiempo nos dura con toda esa bola de edificios que están
haciendo alrededor, y sabrá Dios qué clase de vecinos vayan a ser, y luego el
tráfico, se va a poner. ¡uuff!
Me acuerdo que cuando cumplí mis quince años, por aquí
estaba el salón de fiestas, Mi vestido era de tafetán rosa, todo de chaquiras y
con muchas lentejuelas. Era como si la muñequita del pastel se hubiera vuelto
de carne y hueso. Ahora que lo pienso, ese vestido estaba bien cursi, pero fue
regalo de mi madrina de bautizo y pues ni modo de hacerle el feo. ¡Cómo baile
esa noche! Yo creo que de ahí saqué ese callito que todavía ahora me molesta a
veces.
Sonó el teléfono.
Era la rorra Acevedo del grupo de damas
de “Acción Católica” para decirme que el padre Robles estaba indispuesto
y que se suspendía la reunión de ese día.
–Pero te esperamos la semana que entra. ¿Eh?
No nos falles.
Al colgar, respiré
con alivio de que la reunión se suspendiera, pues la verdad era que yo no tenía
ganas ni de salir a la puerta. Me persigné asustada y recé un rápido Ave María
y le pedí perdón a Dios. Regresé a mi asiento y me serví hasta el borde de la
copa. La verdad es que a mí el vino no me súper encanta, porque me mareo muy
fácil. Mi marido dice que soy una borracha barata. Un cosquilleo agridulce me
arañó por dentro como un gato rascando los muebles, pero rico. Me quise parar
para contemplar unas nubes que empezaban a tapar el sol, pero me mareé. Me
arrepentí de haberme tomado el vino y volví a sentarme. El aire soplaba otra
vez y me arrebujé con el kimono.
En eso me vino a la
memoria otra vez ese viaje a Japón. La
verdad es que yo no quería ir porque los aviones me dan miedo. El viaje se me
hizo larguísimo y todas las noches acababa con jaqueca de tanto taca- taca del
japonés todo el día, y tenía pesadillas de Samuráis cortándome la cabeza o
Geisha blancas como fantasmas que me servían un té intomable de caliente y más
amargo que un twitter de Trump. Y luego cuando fuimos a una misa budista-
bueno, la misa de ellos, se entiende, me remordió la conciencia todo el viaje
de regreso. Al llegar aquí, rápido fui a confesarme con el Padre Marín que en
gloria esté, y él tan buena onda me dijo que lo que yo había visto era sólo una
experiencia cultural y que no había pecado en eso, mientras no dejara de ir a misa y me
confesara con regularidad.
Vi el reloj. Iban a
dar las once, y yo no había empezado todavía el quehacer. Me pareció que los
muebles, los cuadros, y la vajilla sin lavar del desayuno me miraban con
reproche. ¡El quehacer, el quehacer, el quehacer! Casi veinticinco años de lo
mismo. Esto de ser ama de casa tiene lo suyo. Aquí trabaja una todo el día,
toda la semana, toda la vida sin sueldo ni viáticos. Si no fuera por Otilia que
me ayuda, si no… Pobres de las que no tienen sirvienta; y luego que Jorge no
quiere salir los domingos, con sus dichosas Chivas en la tele o el partido de
americano , o los sábados persiguiendo una pelotita con un palo en el club.
Con trabajos lo
convenzo de salir para que nos lleve a
un restaurant o al centro comercial siquiera, y sí va, sí, pero refunfuñando.
Es un egoísta, eso es. ¡Ay si!, yo me hubiera metido de monja cómo Sor
Encarnación la del Colegio Vera Cruz, tan linda que era; pero yo quería casarme
y tener hijos, y tuve cinco, entre los veinte y los cinco años: Y todos son
buenos niños, gracias a Dios, hasta René, que es medio hippie y ya no quiere
estudiar, porque quiere ser pintor. Jorge no quiere ni oír hablar del asunto y
se pone de malas. Le dice que si no estudia va a acabar de pintor, pero de
brocha gorda, y tiene razón; un hijo de familia debe estudiar, ¿no? Además ese
ambientito bohemio se presta mucho para que esa gente ande de bar en bar o
fumando quién sabe qué cochinadas.
Entonces me acordé
de Rocío, mi prima, que siempre quiso ser pintora también. Hasta se fue a
México a estudiar a la Academia de San Carlos, pero un maestro de plano le dijo
que no tenía talento alguno, lo cual hizo que mis tíos suspiraran con alivio.
Pero ella se quedó allá de todos modos, pues le ofrecieron trabajo de modelo.
Como era jovencita y tenía bonita figura, era muy solicitada, y aunque le
pagaban muy poquito, eso a ella no le importaba, ni tampoco que esa bola de zarrapastrosos
en estudios encucarachados en colonias horribles se aprovecharan de ella. Al
pasar los años y ya no estar tan joven, engordó y la dejaron de buscar. Uno de
ellos, el muy majadero, le dijo que con la silueta que se cargaba ahora, sólo
podía aspirar a ser modelo de Botero. Por ella fue que me compré el kimono.
Tenía uno lindísimo que se compró en San Francisco. ¡Cómo se lo envidiaba! Así
que lo primero que hice al llegar a Tokio fue comprarme el mío. Nada más me
compré uno, porque ¡Qué carísimo es todo allá! Y ahora, después de tantos años
y tantas lavadas, lo he cogido para hacer el quehacer, pero todavía se conserva
bonito.
El aire comenzó en ese
momento a soplar más fuerte. Me acordé entonces que el viernes anterior,
primero del mes, no me fui a confesar. Uy, pensé, ¿qué no estaré en pecado? Y
es que con lo atarantada que estoy no me alcanza el tiempo para todo lo que
tengo que hacer.
¡Chin, el quehacer!
Y ahí estaba, todo tirado. Vi el reloj. Iban a dar las once y media. Qué
flojera. En mala hora le di el día a Otilia. Bueno, dije, de aquí a las dos
todavía tengo tiempo antes de ir por los hijos a la escuela. Total, la comida
la compro hecha en el Soriana antes de recogerlos y ya. Que no se me olvide
hablarle a la Cuquis Estrada ni a la güera Ordoñez para organizar lo del baby
shower de la niña Watanabe, el sábado. Somos amiguísimas desde que estábamos
con las Mercedarias. Ay, ya me dio sueño; parece que me cayó bien el vinito. Me
voy a echar una pestaña, pensé. Y me quedé ahí dormida con las piernas
extendidas sobre el vidrio de la mesa.
No sé cuánto tiempo
pasó; si cinco minutos, cinco años o toda la vida. El rugido de un avión que
pasaba me despertó. Toda noqueada por el vino, quise abrir los ojos pero no
pude, se me cerraban en contra de mi voluntad. Finalmente, poco a poco, los
pude abrir: A lo lejos, el tapete verde del fairway se mezclaba con el azul
ennegrecido del cielo en un cuadro borroso, digno de un pintor expresionista.
Sentí que la cabeza me estallaba y pensé que mejor me hubiera tomado un café.
Pero ya era tarde para arrepentirme. Si mi mamá me viera. ¡Yo, Gloria Iturbe de
Aguinaga, borracha! ¡Qué horror!
En eso, sucedió
aquello. El cielo se empezó a nublar
como un mago con su capa negra para hacer un acto de magia. El viento rugía, y
muy a mi pesar, me sacudí como un perro mojado. Iba a llover y pronto, el
diluvio universal. Y así fue que de repente entre esos espesos nubarrones, la
luz más intensa que haya visto nunca me cegó. Un fuerte mareo empezó a ruletear
alrededor de mi cabeza, y mis manos, brazos piernas y pies fueron invadidos por
el cosquilleo de cientos de hormigas que subían y bajaban.
Abrí los ojos. Lo
que vi entre las nubes fue algo que no olvidaré jamás. A lo lejos, vi una
silueta primero borrosa y luego más y más clara. La figura de un hombre se
acercaba sobre aquel campo de golf,
donde unos jugadores, seguidos de un caddie, pasaban ajenos a lo que sucedía
arriba de ellos. Unos zanates pasaron graznando huyendo de la tormenta
inminente; pero de repente, el cielo se limpió como se limpia el vaho del
aliento en una ventana en un día de invierno. Sólo el viento persistía en hacer
acto de presencia, pero ahora exhalaba un soplo de paz indescriptible, y no era
ya el mensajero de una tempestad que se acerca amenazante.
Tocaron a la puerta
y busqué a Otilia.
–Otilia, abre, abre
a ver quién es.
Recordé que no
estaba y sacando fuerzas de flaqueza, fui a abrir. Un hombre con una túnica
blanca y una estola morada estaba frente a mí. Tendría unos treinta y tantos
años, ni alto ni bajo. Su pelo castaño era largo, lo mismo que su barba tupida.
Su piel blanca curtida por el sol y sus
ojos grandes y almendrados color miel, me miraban con una tristeza dulce, como
la de un niño abandonado. Pensé que el vino me estaba jugando una mala pasada,
aunque la cabeza ya no me dolía y el mareo había desaparecido. Ese hombre
irradiaba paz e inspiraba confianza. No podía quitarle los ojos de encima y
balbuceé:
–Dígame. ¿Qué se le
ofrece?
–Hija. Por favor, tengo
sed, pues vengo de muy lejos. ¿Tendrás un vaso de agua que me regales?
Aturdida, durante
unos segundos no atiné a decir nada, Entonces le dije:
–Claro, ¿gusta una
copa de vino?
–Si, un poco de
vino me vendría bien hija-
–Oye, tú eres
igualito a…
–Si, soy yo, Gloria,
Jesús El Cristo
–¿Cómo sabes mi
nombre? ¿Acaso nos conocemos de antes?
– Nos conocemos de
toda la vida. Tú has oído hablar de mí
siempre y yo siempre te he conocido.
No sé cómo no me
desmayé y qué me dio fuerzas. Quizá Él lo impidió. Lo hice pasar a la terraza.
Fui por una copa y le serví. Al hacerlo, el kimono que se me había ido
aflojando poco a poco, se me abrió dejando al descubierto mis senos ante sus
ojos, que brillaron con una chispa de malicia que conozco demasiado bien, y que
no creí posible en él.
Me dijo:
– ¿Te extraña que te mire así, verdad? Sí,
Gloria, sí. Te he mirado cómo un hombre mira a una mujer, porque hombre soy, a
mí también la carne me punza. Tengo sólo treinta y tres años después de todo,
pero a pesar de eso, no puedo dar rienda suelta a mis deseos. Mi más grande
cruz, la más pesada, no es la que cargué en el Gólgota aquella tarde de abril,
si no ser para toda la eternidad el Hombre-Dios, el Dios- Hombre, el ejemplo y
redención de la humanidad. Tú te quejas
del egoísmo de tu marido y su indiferencia, pero a mí el mundo me ha dado la
espalda; tú no tienes más responsabilidad que el cuidar de tu hogar y de tu
familia, pero yo tengo que cargar por toda la eternidad los pecados de los
hombres y no hay nadie quien me salve de los míos. No, no me mires así. Yo no
soy perfecto como todo mundo cree, pues yo también soy hombre, no soy perfecto
y estoy lleno de errores, soy el error mismo; yo que todo lo sé, ignoro qué
hago aquí todavía, un vagabundo eterno por todo los confines de la tierra,
haciendo un papelito bien patético. Mis seguidores están esperando mi regreso,
pero yo no me decido a hacerlo, yo, que no
he podido detener las guerras, ni acabar con la pobreza y la injusticia,
¿con qué cara me le presento a la humanidad, dime? Y con la excusa barata del
libre albedrio, he permitido que los hombres se destruyan los unos a los otros
y acaben con este planeta. Mis ojos están cansados de ver tanta maldad y
ensordezco en la torre de babel de millones de voces de hombres y mujeres que
me hablan diario, todo el día, todos al mismo tiempo, pidiéndome cosas…
Se quedó callado
mirando el horizonte, bebió de un trago
la copa y dijo:
–De sobra está que
te cubras los senos, Gloria, cuando yo te he descubierto mi alma. No es hora de
falsos pudores. Y continuó:
–...Y luego que me
cuelgan el sambenito de que todo lo que pasa es por mi voluntad. ¡Ja! Qué ironía.
La verdad es que yo hace mucho que no tengo voluntad. Los hombres me achacan
todo lo que les pasa, pero yo… ¿a quién hago responsable de lo que soy y
siento? ¿A dónde ir que a mí mismo no me lleve? Yo, que no tengo ni sombra que me acompañe; alguna vez tuve doce, y uno
me traicionó y otro me negó. Fueron unos locos soñadores que también fueron
defraudados en la empresa de salvar almas, pero la humanidad no se salva,
Gloria, porque no quiere ser salvada…
El estómago me dio
un vuelco y el corazón me latía muy aprisa; le dije con el resabio de un gusto
amargo que me brotaba del corazón:
–Señor Jesús, cómo
lo siento, yo no sabía. ¿Debes sufrir mucho, verdad?
–En verdad te digo
que yo estoy más allá del sufrimiento y la alegría, aunque soy tan humano como tú,
pero también Dios. Te sonarán mis palabras cómo blasfemia, ¿no?, dijo con una
mueca de sorna.
–Imagínate, Dios
blasfemando. Es como quien escupe al cielo para recibir en la cara su propio
salivazo.
–¿Y qué puedo hacer
por ti, Señor? Yo sólo soy una mujer común y corriente, una ama de casa,
servidora tuya de toda la vida. Desde niña voy a misa todos los domingos. Me
confieso y comulgo cada semana y…
–Sí, ya sé que eres
una buena católica y veo que eres seguidora de todo lo que dicen esos farsantes
vestidos de negro y púrpura, sepulcros blanqueados que han tergiversado mi
palabra a su conveniencia, y son prevaricadores y pederastas…
Una mirada de furia
centelleó en sus ojos antes dulces, y fustigó el ambiente nublado con su
mirada
de fuego, haciéndome estremecer de pavor.
Un relámpago tronó
furioso, y gruesos goterones empezaron a caer._
–Bueno, me voy hija…
Ya ves que empieza a llover y no por mi voluntad, que conste, ¿eh? A mí tampoco
me gusta mojarme. No, no te molestes, conozco el camino. No, no me sigas, no
tiene caso.
Su figura se alejó
por el pasillo sin hacer ruido. Desapareció. Se había ido. La lluvia arreció.
Me acordé entonces de la ropa por lavar y con ese clima seguro no estaría lista
nunca. Como una autómata, me dirigí al cuarto de planchar. Y de repente, así
como había empezado el tormentón, dejó de llover. Por la ventanita del cuarto
vi un arcoíris como no había visto nunca, y fue entonces que supe que después de
todo, sí hay un tesoro al final de los arcoíris, y mi mundo se pintó de
colores. Alcé los ojos para mirarlo detenidamente, y sonriendo agradecida, me
abrí el kimono.