El Vagabundo y la Clienta por Ulises Jáuregui



—Natalia, te lo dejé bien claro. No me vengas con esto otra vez. Desde el inicio lo acordamos —gritó Rodrigo. 

En el vecindario algunos cuantos se molestaron y no por el ruido, sino porque no podían escuchar bien la conversación; cuchicheaban entre sí. Los vecinos estampaban sus rostros contra las ventanas y lanzaron su mirada a la entrada de la casa del joven. La noche caía lentamente acompañada de una agresiva ventisca. Pequeñas gotas chocaban contra las ventanas de los hogares, explotaban, se destripaban y se esparcían por el deteriorado pavimento.

—Pero, Rodrigo… Escúchame —dijo la pequeña Natalia con voz tímida.
— No, hicimos lo que quisimos y ahí termina la historia —le señaló el joven.

Las gotas invitaron a salir a las hojas de los árboles y juntos comenzaron a danzar formando pequeños remolinos que recorrían todas las avenidas y rincones de aquel pequeño condominio. Natalia recolectó todas las fuerzas en sus puños y las ensartó en el pecho de Rodrigo. Algunas gotas errantes chocaron en sus mejillas, pero éstas sobrevivieron gracias a su tersura.

—Natalia, tranquilízate. Sabemos cuál es la salida —le explicó mientras la apaciguaba poniendo sus brazos en esos pequeños hombros protegidos por un diminuto suéter de botones.

La luz de los postes llegó y Rodrigo confundió las gotas con las lágrimas de su acompañante. Las nubes se oscurecieron y la lluvia empapó todas las opciones.

—Tienes que ir a ver al amigo de Sebastián, lo mismo le pasó a su novia —susurró sin escrúpulos a su oreja fría. Es estudiante de medicina, realizar un aborto no le costará nada de trabajo.

Enrique, estudiante de medicina, se había divorciado de la moral desde hace años. El dinero que le traían estas operaciones íntimas, era bienvenido en su billetera.

Los dos entraron en la casa del joven para protegerse de la lluvia. Unas cuantas palomas yacían refugiadas en la marquesina de su hogar, habían construido su nido ahí por la calidez y hospitalidad de la familia. Cuando los jóvenes entraron apresurados, las palomas alcanzaron a distinguir dos escudos estampados en las playeras. Eran del colegio ubicado a dos cuadras a la derecha y después otras tres a la izquierda.

Los platos quedaban abandonados antes de que los comensales terminaran. Los tenedores y las cucharas acabaron casi intactos. La distracción reinaba en las mentes de los jóvenes, las lecciones impartidas por sus profesores se volvieron palabras fantasmas que no erizaban la piel de nadie. Las notas bajaron de nueve a siete. Los amigos perdieron la relevancia para ellos y los segundos se convirtieron en minutos, éstos en horas y éstas en siglos.

Algunos días después del suceso, Rodrigo esperó a Natalia cuando las clases terminaron. Se dirigió a ella y la llevó a un estrecho callejón abandonado.

—Tú me dijiste que aún no te llegaba —dijo él —. Todo debe de ser una mentira para lograr alguno de tus raros objetivos.
—Eso es estúpido, Rodrigo —contestó inmediatamente —. Tú sabes bien que jamás había tenido sangrado. Eso se hubiera sabido inmediatamente.
—No, Natalia, esto no puede seguir así —pronunció mientras se alteraba —vamos a ir mañana mismo a la casa de Enrique.
—No, Rodrigo, no podemos hacer eso. Sabes que está mal, debe haber alguna manera de solucionarlo —se defendió.
—Natalia, ¿qué vamos a hacer nosotros con un hijo?, no podemos ni mantenernos a nosotros —argumentó él —. Tómate esto rápido.

Sacó dos pastillas rosadas de una cajita que resguardaba dentro de su mochila.
— ¡Tómatelas rápido a ver qué pasa! Sebastián me las regaló —le dijo.

Las pastillas comenzaron una azarosa danza vibrante en la mano de Rodrigo. Natalia tomó al par de gemelas y las observó atentamente. Eran la muerte duplicada. Sin que ninguno de los dos lo notara, un viejo apestoso y con ropas andrajosas apareció en aquel callejón. La superficie de la conversación fue perturbada y las pastillas cayeron al suelo.

—¡Las pastillas sólo funcionan máximo cuarenta y ocho horas después! No soy estúpida —gritó ella y salió a toda prisa —además, nos acostamos hace más de un mes.

Al día siguiente Natalia no apareció en el lugar establecido. Rodrigo la llamó varias veces, pero ésta no contesto. “No tenemos todo el tiempo del mundo” —reclamó Enrique a Rodrigo. Había otras operaciones programadas. Cuando Rodrigo recorría los últimos centímetros de aquel hogar clandestino, la puerta se abrió un poco antes de alcanzarla. Entró una joven, casi de la misma edad de Natalia. Él observó su panza, apenas un poco más grande que la ya conocida. Él se hizo a un lado y la dejó pasar; ella venía acompañada de un hombre un poco mayor. El tipo con barba parecía tranquilo, pero en los ojos de ella había temor. Rodrigo la observó. Una vez fuera de la casa, escuchó gritar a la joven. “¡No, déjame! ¡No quiero, mejor vámonos!” Pero segundos después fue brutalmente silenciada.

Cuando Rodrigo fue a ver a Natalia, él le dijo que el bebé nacería.

Después de salir de clases, Rodrigo y Natalia caminaron juntos hasta su destino. Natalia entró a la casa de sus padres, Rodrigo detrás de ella. Ambos temblaban y caminaban contando sus pasos; esos que los llevarían a la guillotina. Rodrigo se esforzaba por contener las lágrimas. Jamás sus pies se habían sentido tan pesados; eran como yunques que lo arrastraban al profundo mar; pronto sería estrujado por la fuerte presión; arterias, venas y corazón… todo se colapsaría. Por su garganta pasaba la saliva más amarga, dura y rasposa; no era el líquido que siempre lo había acompañado, éste venía escoltado por miedo y error.

—¿Qué dijiste, Natalia? —dijo su padre —No te escucho bien. ¡Que Rodrigo quiere hablar con ustedes! —gritó y escapó a su cuarto.
Los padres colisionaron sus miradas y después con toda la puntería del mundo, la enfocaron en Rodrigo. Natalia ya había subido las escaleras y su puerta desprendió el sonido simbólico de una tumba que recién acaba de ser sellada.
—¿Qué sucede, Rodrigo? dinos qué le pasó a Natalia. —Rodrigo tomó un gran suspiro y dejó salir todo secamente:
           —Natalia está embarazada.

El padre se paró del sillón y gritó el nombre de su hija. Rodrigo sólo mantenía su mirada en el piso. Y cuando el padre emprendió su caminata al cuarto recién sellado, la madre lo tomó del brazo y le detuvo. De los ojos de la madre emanaron gotas negras, dolor y rímel se mezclaron. Después interrumpió y dijo:

            —¿Quién embarazó a tu hermana, Rodrigo? —pronunció con una voz más comprensiva y calurosa.

El interior de Rodrigo se desplomó, mente y cuerpo repasaron el plan y contestó:

            —No lo sé mamá. Dice que fue una violación…

La madre desfalleció en el sofá, el padre la auxilió. Rodrigo fue mandado a su cuarto, contiguo al de Natalia. Él miró su puerta y contempló la perilla. Su brillo le recordó la primera vez que pensó en girarla.


 

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