Hugo
Acosta se levantó esa mañana de sábado con un sabor amargo, agrio en la boca, y
un dolor de cabeza de esos intensos, agudos, penetrantes. Después de la
discusión con Lorena su esposa la noche anterior, deseaba encontrar soluciones.
Le suplicó a ella no tomar decisiones precipitadas, volver a hablar con calma y
serenidad. Llegarían a encontrar otras formas de arreglar las cosas. Para los padres de él, esa fiesta familiar del día siguiente era muy importante. . Discutieron hasta quedarse dormidos sin
sentir.
A
la mañana siguiente, su esposa se veía agotada, consumida en un sueño profundo
que no le quería arrebatar. Caminó hasta la habitación de sus hijas, ellas se
encontraban ya despiertas jugando, las saludó y les dijo en tono bajo: no hagan ruido porque su mami está dormida…
Voy a salir al patio a leer mi periódico.
Al
salir al minúsculo espacio trasero de la casa, se sintió abrumado, agobiado, con
una sensación de vacío en su estómago. Ese desazón y pesadumbre, era parte de
su vida: ¡Cómo tengo ganas de un trago ahorita! Sin embargo, sabía de sobra que no era el
momento para eso. Había un sentimiento de desasosiego, zozobra, de algo que le carcomía
las entrañas, que le estallaba dentro.
Recordó
sus primeros años en la escuela y los innumerables reportes de los maestros,
las idas y venidas de su mamá para convencer al director de que le dieran otra
oportunidad, y luego los gritos o golpes de su padre, según el tono del relato
de su madre.
También
pensó en ese discurso permanente escuchado una y otra vez: “te tienes que
preparar como tus hermanos para trabajar en el despacho”. La firma de abogados
de la familia de su padre en donde trabajaban aún el abuelo y los tíos, era un
legado importante, su papá no quería que se perdiera, y parecía un mandato, un precepto
hacia todos los hijos. A Hugo no le gustaba resolver problemas, a él le gustaba
pelearse en la escuela, discutir con los maestros, irse de borrachera con los
amigos. No quería ser abogado como los hombres de su familia.
Lo
que sí lo emocionaba eran las idas con sus hijas a subir cerros, las caídas
libres en parapente, viajar, pueblear sin rumbo; actividades que lo mantenían
en un límite. En esos momentos parecía olvidar lo que se esperaba de él; ser un abogado exitoso,
estar en la firma “Acosta y Acosta”, y
ganar mucho dinero. ¡Qué hastío! Él amaba las aventuras extremas, quería
disfrutar el día a día y olvidarse del futuro prometedor que le auguraba su padre
cada que se cruzaba con él.
Alcanzó
a escuchar a su esposa cuando apresuraba a las niñas: ya nos tenemos que
arreglar, recuerden que hoy es la fiesta de los abuelos. Hugo entró a la cocina,
bebió un poco de agua, sentía la boca seca. Su esposa se acercó con sus pequeñas
a tomar el desayuno, Hugo y Lorena sólo cruzaron miradas. Hablaron con sus hijas,
pero entre ellos se instaló un silencio que lo afligía, se sentía desolado.
Finalmente
todos se pusieron sus mejores galas, sabían que los abuelos eran exigentes
hasta en eso, no tenía que faltar ni sobrar nada en su vestimenta. Niñas bien
peinadas, con vestidos impecables, Lorena con tacones y vestido nuevos, Hugo
con la corbata comprada por su madre y zapatos nuevos, parecían una familia
digna de foto y efectivamente, habría foto familiar.
Conforme
iban acercándose a la casa de los abuelos, Hugo notaba el palpitar de su
corazón, y un sudor copioso que lo delataba. Pasó el momento de los saludos
obligados; primos, tíos, sobrinos, todos parecían felices de ese momento, sin
embargo, Hugo no lograba acomodar esa zozobra, esos nudos en el estómago, esas
sentencias familiares que le incomodaban su existencia.
En
medio de toda su familia se sentía una mancha, siempre descubría más de alguna
mirada de lástima, de enojo, de decepción. Su carrera trunca de abogado, sus
trabajos conseguidos por las amistades del padre, tener que recurrir a los préstamos
de su madre y hermanos, préstamos que sabía no sería capaz de regresar. ¿Con qué
les pagaría? Apenas ganaba para la colegiatura de sus hijas, porque “había que llevarlas”
al colegio donde iban todas las niñas de la familia, con las religiosas de “La Orden
del Siervo”, además era deshonroso que su esposa trabajara, según sus padres: ¡Cómo
va a trabajar tu esposa!, todas nuestras amistades pensarán que no tienes para
mantener a tu familia. ¡Eso nunca, Hugo!
Faltaban
unos minutos para el brindis, las palabras, los buenos deseos, y como siempre,
él sería el centro de las miradas: “que pronto termines tu carrera…que te vaya
mejor…que decidas trabajar en el despacho”…Hugo se daba cuenta de cómo esto
intimidaba tanto a su esposa como a sus hijas, las tres bajaban la mirada
siempre en esos momentos y sus mejillas subían de tono…
¡Cuándo
acabaría esto!…se sintió en medio de un torbellino, de un laberinto sin salida
y antes de que se fueran acomodando en la mesa para el brindis, subió discretamente
a la biblioteca de su padre, esculcó la gaveta de la que conocía perfectamente el
contenido, la tomó entre sus manos, la observó fría, brillante, la revisó
minuciosamente…tenía tres cargas y sin pensar más, la introdujo a su boca
apuntando hacia arriba y disparó.