El siguiente por Giacomo Ricaño

 

 

 

-¡El siguiente!

Unas palabras ásperas despojaron al ambiente de su quietud enmascarada, marcando el comienzo de un perverso ritual. Unas palabras cuya sola pronunciación despertaba las cavilaciones más terribles y estremecían, de punta a punta, las demacradas paredes del recinto. El ritual estaba cargado de cinismo, y ocasiones, con un dejo de fervor político. A la frase le siguió una luz... un destello que aparecía tan pronto como se iba, dejando ver, vez por vez, el rostro mortecino y el alma desnuda de un hombre diferente, que se veía forzado a desaparecer en el acto. “Las Palabras son el Preludio... la Luz, el Réquiem” se cantaba. El silencio era una orquesta de latidos sanguinolentos, y las paredes, un coro de voces de resignación y desesperanza.

 -¡El siguiente!

 Dos simples palabras que me hacían pensar que mi existencia era como un hilo, tan fino, que podía ser cortado con tijeras de algodón. Las horas pasaron, volviéndose a su vez, más ausentes y lúgubres. La oscuridad era una niebla que emanaba de los muros para penetrar mi cuerpo y apoderarse de mi alma, al tiempo que alaridos vehementes del exterior, llegaban a manera de eco. A pesar de las docenas de hombres que compartíamos el estrecho espacio con profundo hacinamiento, me sentía tremendamente solo y acongojado... Recuerdos sobre mi pasado martilleaban mi cabeza, rogándome en vano, siempre en vano. Me pedían que renunciara a mi fortuna, a mi linaje, a mi honor. Que viajara en el tiempo y me convenciera a mí mismo de retractarme en Varennes-en-Argonne “Pero el honor es una virtud divina, y la vida, una posesión mundana, meramente biológica” me repetía de manera constante para ahuyentar mis remordimientos.

 Las paredes, hoscas e invadidas por el moho, apresaban el arrepentimiento de decenas de hombres, que en su búsqueda deshonesta por conciliar a la Asamblea General y preservar su estatuto y privilegios, resultaron víctimas de sus acciones. Por otro lado, apresaban la inocencia de individuos que resultaron víctimas de la alevosía de sus semejantes.

 En cuestión de minutos, cerca de veinte personas ya habían experimentado la terrible sensación de atravesar el ritual en carne propia... Por otro lado, y de manera esporádica, las paredes se abrían, dando pie a nuevos desafortunados que analizaban con terror y desconcierto su nueva morada.  Pasadas unas cinco horas desde mi encierro, una débil luz amarilla emergió  desde un rincón profundo de mi mente. Un mosquito atrapado dentro de mi cráneo. El feto de una idea que adquirió mayor madurez en minutos. Una idea que podría costarme la vida... Pero el riesgo valía la pena, parecía ser mi única oportunidad...

 Un sonido atronador rompió el silencio. Un sonido de piedra crujiente. El sonido que esperaba. Corrí, rapaz, haciéndome espacio entre un mar de almas. Dejé atrás cualquier tipo de remordimiento, enfocando toda mi energía en llevar a cabo mi fuga. Corrí hasta encontrarme en la abertura. Asomé primero la cabeza, luego el resto del cuerpo... Mi acto de valentía atrajo a montones de hombres desesperados que, al igual que yo, harían lo que estuviese en sus manos para recuperar su libertad. Entonces, la entrada de la cámara se convirtió en un enjambre de hombres violentos. Una imagen conmovedora, tan solo por unos instantes.

 -¡¿Qué demonios pretenden?! –gritó uno de los guardias -¡Adentro cabrones! ¡O abriremos fuego!

 Nos abalanzamos a mano limpia contra los guardias, ignorando su advertencia.... Balas, disparos, pólvora por doquier. Dolor. Sangre. Aullidos de derrota. Una terrible decisión… tan impulsiva e ingenua ¡Cuánto deseé poder morir en ese momento! Pero a los sobrevivientes nos perdonaron la vida ¿nos perdonaron la vida?

 -¡Tú, bastardo, no hagas esto más difícil! –gritó aquél asesino- ¡No tienes permitido morir antes de...! ¡Será todo un espectáculo carajo!

 Y nos vimos obligados a sumirnos de nuevo en la perenne negrura.

 Al entrar de nuevo en mi prisión, todas mis esperanzas se derritieron como la cera de una vela. Pasaron segundos, minutos, horas. Y el ritual infame se repetía. Sin parar.

 El ambiente se componía de penas a flor de piel, y de una sombra que se detuvo, antes de dar pie al resplandor de siempre.

 -¡El siguiente!

 Al recibir un violento tirón en la espalda, mi corazón prorrumpió en latidos acelerados. Después me percaté de un hecho terrible e inexorable que arremetía en mi realidad y amenazaba con destruirla: Yo. Yo era el siguiente. Pude ver el destello, que adquiría mayor tamaño al tiempo que un hombre forcejeaba salvajemente contra mis intentos vanos por oponer resistencia.

 -¡Afuera bastardo! ¡El pueblo espera ansioso! –exclamó, al tiempo que me propinaba una poderosa patada en el costado.

 Caí al suelo, pero no objeté nada. Sólo avancé. Avancé sin la certeza de lo que pronto me esperaba, custodiado por un hombre con una sonrisa tan macabra como el tono rojizo que se cernía sobre y bajo mi cabeza. La audiencia coreaba mi nombre, pero no como ovación, sino más bien como abucheo.

 -¡Hoy es un día crucial! ¡Un día que pronto será testigo de un gran paso para la instauración de la República Francesa! ¡Hoy señores, la Monarquía verá el fin de sus tiempos, llevándose con ella cualquier rastro del Antiguo Régimen! -proclamó un sujeto con vehemencia desde el centro de la plazoleta. -¡Adelante!

 Gritos desaforados llovieron como un torrente de piedras. Decenas de cuerpos yacían inertes sobre alfombras de sangre... Algunos, víctimas de su inocencia, otras víctimas de la justicia. Caminé, directo a mi perdición, perdiendo mi cuerpo, en lugar de la cabeza.  Parecía absurdo, absurdo que un artefacto tan insignificante como aquél no fuera solo capaz de arrebatar la vida, sino también el honor. Una doble muerte.

 

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