Él tiene los ojos de mi primera vez. Yo no estaba
segura de venir, pero Tania insistió tanto que acepté. Además me dijo que él
vendría, y ella sabe desde cuándo él me gusta. Tuvimos que decirle a mi mamá
que iríamos a la casa de Fátima, otra amiga de la preparatoria. Las mentiras
siempre me han causado aversión, sin embargo, no podía perder esta oportunidad.
Tania me sugirió que vistiera algo sensual, aunque no lo suficiente como para
parecer una cualquiera. Debía llamar la atención de él y sólo de él. Una falda
negra que me llegaba veintitrés centímetros sobre las rodillas, unas mallas
algo traslúcidas y opacas; pequeños zapatos y una chamarra de cuero sobre mi
camisa negra. Había escuchado sobre su deleite por las colas de caballo, por
eso un pequeño listón rojo adornaba mi cabello. Acompañada de Tania, llegamos
un poco tarde a la fiesta, yo estaba algo nerviosa; luego del correr de algunos
segundos, encontramos a otras amigas y nos unimos a la manada.
Después de unos cuarenta
minutos comencé a dar ocasionales paseos entre los pasillos con Tania,
esperando a ser cazada por su mirada. Él pasaba por alto su estatuto de presa,
su ego quizá lo hacía sentir el cazador. Lo ubiqué casi instantáneamente
después de nuestra llegada, él era muy popular. Siempre se la pasaba rodeado de
chicos y chicas; los hacía reír, se divertían. Durante el tercer paseo, él me
miró y sus ojos me siguieron desde el sillón verde hasta la entrada del baño.
Enseguida su respuesta sólo fue miradas constantes a mi persona. Tal vez tuvo
que esperar a que el alcohol le hiciera efecto y rectificar que no me
interesaría por otro hombre. Es una verdad, los varones necesitan del
estupefaciente para hacer cosas que no harían sobrios. Bueno, eso lo aprendí de
mi primera vez. “Ya vine” me dijo Tania mientras dejaba su vaso a un lado mío y
se marchaba como dándome su aprobación sobre reunirme con aquel chico tan
guapo. “No seas fácil”, alcancé a leer en sus labios mientras desprendía una
risilla de complicidad. Movía su mano emitiendo un “adiós” mientras se perdía
en un grupo de amigos. El reloj de la sala dio las nueve de la noche.
—¡Hola!
¿Tú eres Abigail, verdad?
—Abby,
por favor. ¿Y tú eres…?
—Me
llamo Raúl.
La
fiesta ocurría en la casa de un amigo de Raúl. La invitación había sido en
general para todos los estudiantes del instituto. Sabía que vendrían otras
señoritas con la mirada puesta en su cuerpo. Él era el más guapo de la escuela.
“Se parecían”, pensé. Por eso tenía que darme prisa. Ahora Raúl permanecía
conmigo, pero podía irse en cualquier momento. No rechacé su primer vaso, ni su
segundo, ni su tercero… aunque los bebí lento. La reunión comenzaba a madurar; brotaban
las risas, gritos, caricias, besos y confianza de todos los invitados. Yo crecía
con la fiesta y Raúl también. Alguien apagó la mitad de las luces y mis ojos
comenzaron a ver una ligera capa de niebla. Para nosotros fumar y beber era una
prohibición, no obstante, ahí éramos libres. El volumen del sistema de audio
pasó de treinta a setenta. Ya no era fácil hablar; bailamos durante un tiempo.
Nuestros cuerpos se movían y bailaban juntos; en ese periodo él me preguntó más
cosas sobre mí. Casi todas las preguntas fueron breves y se podían responder
con un “sí” o con un “no”. Cuando
nuestros cuerpos consiguieron la exaltación del alcohol y el reloj marcó las
once de la noche, lo comencé a mirar en intervalos más largos.
—¿Te
estás divirtiendo, verdad? ¡Abby!
—¡Claro
que sí!
—Me
está dando un poco de sed y ya comencé a sudar. Vamos a descansar un poco.
—¡Claro!
Con gusto.
Yo ya residía
dormida en casa de Fátima y según mis padres no practicaba ningún mal. Ellos
eran celosos, sobre todo mi papá, que me cuidaba muchísimo. Repentinamente me encontré a Tania quien
salía de entre el humo y la multitud. Venía tomada de la mano de un
desconocido. Me miró y sonrió. El chico no era tan guapo, pero sí muy delgado;
tal como le gustaban a mi amiga. Poco a poco, vi cómo se alejaron y subieron al
segundo piso. Me pregunté sobre la cantidad de cuartos que habían construido
los padres del amigo de Raúl en la segunda planta. Saqué mi celular, era la una
de la madrugada. Raúl me tomó de la mano y me susurró al oído:
—¿No
quieres ir a un lugar más tranquilo?
—¿A
dónde?
—¡Arriba!
—¿No
molestaremos a nadie?
—Sólo
yo tengo la llave del cuarto de mi amigo. No te preocupes.
No le dije que
sí. Sólo lo besé. Entendió y avanzamos.
¿Acaso era mala idea escogerlo por su parentesco
con él? Tú sólo habías conocido el cuerpo de un hombre. Tú sabías que sus ojos
eran casi iguales; ambos cafés, con un toque de miel. Nariz afilada, el color
de la piel aparentaba un perfecto bronceado.
Altos y hasta en el peinado se parecían. ¿Me acordaré de él mientras
esté con Raúl? Si es que hace bien su trabajo, deberás recordar, no confundir
sus nombres. ¿Para eso viniste, no? Para olvidarte de él y conocer a Raúl.
Vamos, ve y sube con entusiasmo esos escalones; apriétale la mano con fuerza
para que sepa lo que quieres. Síguelo hasta la puerta y espera a que la abra.
Entramos al
cuarto y yo me senté en la cama. Raúl se acercó, pero yo permanecí inmóvil. No
tenía miedo; sólo estaba nerviosa y algo preocupada. Miré directa y
concluyentemente a Raúl, y después giré mi cara hacía la puerta. Se paró, sacó
la llave del pantalón que recién acababa de guardar, y aseguró la puerta con
dos giros de ese pequeño instrumento metálico. El último “clic” que emergió de
la chapa me fue muy familiar. Yo me relajé para comenzar.
Se quitó la
camisa y yo admiré un vientre plano, firme. Empezó a moverse cerca de mí,
parecía conocer los pasos del ritual. Me besó el cuello y me recostó en la
cama. Gentilmente me quitó los tacones de tres centímetros, no parecía tener
prisa alguna. Pensé que desde aquí ya comenzaba a ser diferente a lo que
conocía. Inició besándome la punta del pie y subió centímetro a centímetro;
tobillo, pantorrilla, rodilla, muslo fueron visitados por sus perfectos labios.
Cuando llegó al límite de mi falda, se detuvo. Levantó la cabeza y me observó.
Entendí que me pedía permiso para seguir. Qué diferente era. Yo abrí el ángulo
de mis piernas y él continuó, se tomaba muy en serio su trabajo. Con delicadeza
me quitó la falda. Parecía que no la quería arrugar. Se entretuvo un momento
allí (el necesario), y después fue subiendo sus besos a las caderas y ombligo.
Cuando llegó a la mitad del cuerpo se paró un poco apresurado de la cama,
aunque conservando su intensidad. Se quitó los zapatos y el pantalón. Me miró
para indicarme que pronto proseguiría. Nunca había sentido a los segundos
correr tan lento como en ese momento. La piel intensificada que ya no respondía
a mi voluntad, activó la cámara lenta. Al haber dejado sólo una prenda en su
cuerpo, entendí que deseaba que yo se la quitara y así lo hice. Era la señal
para el próximo paso. Regresó a la cama y una vez arriba de mí, colocó sus
frías manos en mi espalda. Me quitó la blusa y toda aquella barrera entre
nosotros. El reloj del buró daba las dos de la madrugada.
—¿Estás segura?
—me preguntó esperando cualquier respuesta.
—Sí—le
dije con tono indudable.
Todos mis
sentidos se concentraron en él. Mi piel, mis brazos, mis ojos… Dejé de escuchar
la música y sólo escuché ruido; olvidé el nombre de los colores y las cosas que
conocía. Su voz, su mirada, sus gestos, sus brazos, su cuerpo se habían convertido
en mi nueva realidad. Quería decirle “gracias”, pero había olvidado cómo
hablar. Le agradecí de otras maneras. Justo cuando pensé que lo había logrado,
justo cuando casi sustituía todos mis ásperos recuerdos; un rayo de angustia
azotó mi mente. Raúl se localizaba arriba de mí, con su rostro refugiado en mi
pecho. Él seguía trabajando de maravilla sobre mi cuerpo. No se dio cuenta, tal
vez confundió mis lágrimas con el sudor. Y en un segundo…
Mi cuerpo se
convirtió en hielo ártico. Mis ojos yacían perdidos en laberintos de
melancolía. Por fin estaba con él. Había logrado mi objetivo y mañana se lo
contaría a Tania. Ambas seríamos felices.
Pero…
¿Por qué tenía que parecerse tanto a él? ¿Por qué tenía que parecerse a mi
primera vez?
¿Por
qué tenía que parecerse tanto a mi padre?