El Segundo por Ulises Jáuregui Cortés




Él tiene los ojos de mi primera vez. Yo no estaba segura de venir, pero Tania insistió tanto que acepté. Además me dijo que él vendría, y ella sabe desde cuándo él me gusta. Tuvimos que decirle a mi mamá que iríamos a la casa de Fátima, otra amiga de la preparatoria. Las mentiras siempre me han causado aversión, sin embargo, no podía perder esta oportunidad. Tania me sugirió que vistiera algo sensual, aunque no lo suficiente como para parecer una cualquiera. Debía llamar la atención de él y sólo de él. Una falda negra que me llegaba veintitrés centímetros sobre las rodillas, unas mallas algo traslúcidas y opacas; pequeños zapatos y una chamarra de cuero sobre mi camisa negra. Había escuchado sobre su deleite por las colas de caballo, por eso un pequeño listón rojo adornaba mi cabello. Acompañada de Tania, llegamos un poco tarde a la fiesta, yo estaba algo nerviosa; luego del correr de algunos segundos, encontramos a otras amigas y nos unimos a la manada.
Después de unos cuarenta minutos comencé a dar ocasionales paseos entre los pasillos con Tania, esperando a ser cazada por su mirada. Él pasaba por alto su estatuto de presa, su ego quizá lo hacía sentir el cazador. Lo ubiqué casi instantáneamente después de nuestra llegada, él era muy popular. Siempre se la pasaba rodeado de chicos y chicas; los hacía reír, se divertían. Durante el tercer paseo, él me miró y sus ojos me siguieron desde el sillón verde hasta la entrada del baño. Enseguida su respuesta sólo fue miradas constantes a mi persona. Tal vez tuvo que esperar a que el alcohol le hiciera efecto y rectificar que no me interesaría por otro hombre. Es una verdad, los varones necesitan del estupefaciente para hacer cosas que no harían sobrios. Bueno, eso lo aprendí de mi primera vez. “Ya vine” me dijo Tania mientras dejaba su vaso a un lado mío y se marchaba como dándome su aprobación sobre reunirme con aquel chico tan guapo. “No seas fácil”, alcancé a leer en sus labios mientras desprendía una risilla de complicidad. Movía su mano emitiendo un “adiós” mientras se perdía en un grupo de amigos. El reloj de la sala dio las nueve de la noche.
            —¡Hola! ¿Tú eres Abigail, verdad?
            —Abby, por favor. ¿Y tú eres…?
            —Me llamo Raúl.
            La fiesta ocurría en la casa de un amigo de Raúl. La invitación había sido en general para todos los estudiantes del instituto. Sabía que vendrían otras señoritas con la mirada puesta en su cuerpo. Él era el más guapo de la escuela. “Se parecían”, pensé. Por eso tenía que darme prisa. Ahora Raúl permanecía conmigo, pero podía irse en cualquier momento. No rechacé su primer vaso, ni su segundo, ni su tercero… aunque los bebí lento. La reunión comenzaba a madurar; brotaban las risas, gritos, caricias, besos y confianza de todos los invitados. Yo crecía con la fiesta y Raúl también. Alguien apagó la mitad de las luces y mis ojos comenzaron a ver una ligera capa de niebla. Para nosotros fumar y beber era una prohibición, no obstante, ahí éramos libres. El volumen del sistema de audio pasó de treinta a setenta. Ya no era fácil hablar; bailamos durante un tiempo. Nuestros cuerpos se movían y bailaban juntos; en ese periodo él me preguntó más cosas sobre mí. Casi todas las preguntas fueron breves y se podían responder con un “sí” o con un “no”.  Cuando nuestros cuerpos consiguieron la exaltación del alcohol y el reloj marcó las once de la noche, lo comencé a mirar en intervalos más largos.
            —¿Te estás divirtiendo, verdad? ¡Abby!
            —¡Claro que sí!
            —Me está dando un poco de sed y ya comencé a sudar. Vamos a descansar un poco.
            —¡Claro! Con gusto.
Yo ya residía dormida en casa de Fátima y según mis padres no practicaba ningún mal. Ellos eran celosos, sobre todo mi papá, que me cuidaba muchísimo.  Repentinamente me encontré a Tania quien salía de entre el humo y la multitud. Venía tomada de la mano de un desconocido. Me miró y sonrió. El chico no era tan guapo, pero sí muy delgado; tal como le gustaban a mi amiga. Poco a poco, vi cómo se alejaron y subieron al segundo piso. Me pregunté sobre la cantidad de cuartos que habían construido los padres del amigo de Raúl en la segunda planta. Saqué mi celular, era la una de la madrugada. Raúl me tomó de la mano y me susurró al oído:
            —¿No quieres ir a un lugar más tranquilo?
            —¿A dónde?
            —¡Arriba!
            —¿No molestaremos a nadie?
            —Sólo yo tengo la llave del cuarto de mi amigo. No te preocupes.
No le dije que sí. Sólo lo besé. Entendió y avanzamos.
¿Acaso era mala idea escogerlo por su parentesco con él? Tú sólo habías conocido el cuerpo de un hombre. Tú sabías que sus ojos eran casi iguales; ambos cafés, con un toque de miel. Nariz afilada, el color de la piel aparentaba un perfecto bronceado.  Altos y hasta en el peinado se parecían. ¿Me acordaré de él mientras esté con Raúl? Si es que hace bien su trabajo, deberás recordar, no confundir sus nombres. ¿Para eso viniste, no? Para olvidarte de él y conocer a Raúl. Vamos, ve y sube con entusiasmo esos escalones; apriétale la mano con fuerza para que sepa lo que quieres. Síguelo hasta la puerta y espera a que la abra.
Entramos al cuarto y yo me senté en la cama. Raúl se acercó, pero yo permanecí inmóvil. No tenía miedo; sólo estaba nerviosa y algo preocupada. Miré directa y concluyentemente a Raúl, y después giré mi cara hacía la puerta. Se paró, sacó la llave del pantalón que recién acababa de guardar, y aseguró la puerta con dos giros de ese pequeño instrumento metálico. El último “clic” que emergió de la chapa me fue muy familiar. Yo me relajé para comenzar.
Se quitó la camisa y yo admiré un vientre plano, firme. Empezó a moverse cerca de mí, parecía conocer los pasos del ritual. Me besó el cuello y me recostó en la cama. Gentilmente me quitó los tacones de tres centímetros, no parecía tener prisa alguna. Pensé que desde aquí ya comenzaba a ser diferente a lo que conocía. Inició besándome la punta del pie y subió centímetro a centímetro; tobillo, pantorrilla, rodilla, muslo fueron visitados por sus perfectos labios. Cuando llegó al límite de mi falda, se detuvo. Levantó la cabeza y me observó. Entendí que me pedía permiso para seguir. Qué diferente era. Yo abrí el ángulo de mis piernas y él continuó, se tomaba muy en serio su trabajo. Con delicadeza me quitó la falda. Parecía que no la quería arrugar. Se entretuvo un momento allí (el necesario), y después fue subiendo sus besos a las caderas y ombligo. Cuando llegó a la mitad del cuerpo se paró un poco apresurado de la cama, aunque conservando su intensidad. Se quitó los zapatos y el pantalón. Me miró para indicarme que pronto proseguiría. Nunca había sentido a los segundos correr tan lento como en ese momento. La piel intensificada que ya no respondía a mi voluntad, activó la cámara lenta. Al haber dejado sólo una prenda en su cuerpo, entendí que deseaba que yo se la quitara y así lo hice. Era la señal para el próximo paso. Regresó a la cama y una vez arriba de mí, colocó sus frías manos en mi espalda. Me quitó la blusa y toda aquella barrera entre nosotros. El reloj del buró daba las dos de la madrugada.
—¿Estás segura? —me preguntó esperando cualquier respuesta.
            —Sí—le dije con tono indudable.
Todos mis sentidos se concentraron en él. Mi piel, mis brazos, mis ojos… Dejé de escuchar la música y sólo escuché ruido; olvidé el nombre de los colores y las cosas que conocía. Su voz, su mirada, sus gestos, sus brazos, su cuerpo se habían convertido en mi nueva realidad. Quería decirle “gracias”, pero había olvidado cómo hablar. Le agradecí de otras maneras. Justo cuando pensé que lo había logrado, justo cuando casi sustituía todos mis ásperos recuerdos; un rayo de angustia azotó mi mente. Raúl se localizaba arriba de mí, con su rostro refugiado en mi pecho. Él seguía trabajando de maravilla sobre mi cuerpo. No se dio cuenta, tal vez confundió mis lágrimas con el sudor. Y en un segundo…
Mi cuerpo se convirtió en hielo ártico. Mis ojos yacían perdidos en laberintos de melancolía. Por fin estaba con él. Había logrado mi objetivo y mañana se lo contaría a Tania. Ambas seríamos felices.
            Pero… ¿Por qué tenía que parecerse tanto a él? ¿Por qué tenía que parecerse a mi primera vez?
            ¿Por qué tenía que parecerse tanto a mi padre?

 

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