Despierto, por las divisiones de la pequeña
ventana entra una luz de día que eriza los pelos. El concreto a los cuatro
flancos me priva de una mañana hermosísima, atrapada en un clima inmejorable.
He llevado puesto el traje de cebra durante (si no me fallan las cuentas)
treinta años, dentro de un mundo de tres por dos. De repente todo parece
expandirse en un confort extrañísimo. La cama se rellena de nubes y las sábanas
me arrojan con ternura al abismo de lo que será el mejor día de mi vida; lo sé
porque así me lo dicen las vísceras.
En
el primer llamado a revisión, rostro que se me cruza, rostro que me dibuja una
mueca de felicidad, hasta los guardias que me aborrecían y que me agarraban a
palos por la mañana, ahora dejan caer sobre mí afectos y muestras de cariño.
Más adelante, mientras sigo la más liviana fila de reos, un par de “azules”
clavan su atención en mí; acercándose lentamente me toman del brazo y me sacan
de la fila, sin oponer resistencia a su mudo lenguaje, me dejo llevar en la
dirección de sus pasos. Atravieso tres filtros de seguridad, subo dos pisos,
giro a la derecha y entro a la puerta que está a mitad de un largo pasillo,
llego a la oficina del director responsable de mí y de todo el que pone un pie
dentro del recinto. Es un hombre alto y encorvado, metido en un traje verde
escarlata me ofrece, en medio de una risa, concederme un deseo en éste, que es
mi día. Y como soy alguien que no pregunta por qué en el acontecer de las
buenas noticias, dejo fluir el oleaje de la buena suerte y concentrándome desde
la entraña le pido una caja de cigarrillos. El director hace un movimiento con
la cabeza de un lado a otro y suelta otra sonrisa, pero esta vez no me
intimida.
—Sabía que pedirías eso, anda, toma
mi cajetilla. —Mete su mano al saco y una cajetilla sin abrir entra en escena,
me la entrega en un parpadeo.
El
director ofrece su mano en un saludo, y estrechándola me dice que todo estará
listo para antes de las mil seiscientas horas. Y que, dentro de media hora, me
estará esperando otra sorpresa.
Salgo
de la lujosa oficina de madera y uno de los guardias que me escolta me quita
los grilletes de manos y pies por última vez, aligerando el peso de las llagas.
Me encaminan hasta la entrada de la cafetería principal y para mayor comodidad,
me sitúan en medio de ocho lugares vacíos.
Frente a mí despliegan sus olores un filete de centro rosado, un puré de
papas con cebollín y un elote dulce. Una copa de vino tinto corona la
situación. Por primera vez esquivo la idea de que no se puede tener todo en
esta vida. Un grupo de guardias, a tres mesas de la mía, secretean entre sí y
lanzan pequeñas carcajadas, apuntándome indiscretamente con sus cubiertos,
eventualidad a la que respondo con el clásico guiño que a todo gendarme irrita.
Termino
de comer, me desalojan del sitio y me conducen a otro rincón desconocido, le
pido a uno de mis acompañantes que me dé un poco de su fuego, el acto siguiente
me pareció un gran ejemplo de bondad; él me obsequia su encendedor. El paisaje
de las púas en espiral deja de aparecer por las ventanas, me meten a un cuarto
donde solo hay una cama, un buró debajo de una lámpara de lectura, un espejo
oval frente a la cabecera y un par de condones que sobresalen de entre las
sábanas. Me siento al borde de la cama, tratando de conectar en mi cabeza como
en un álbum fotográfico, todas las veces que me sentí solo en verdad, los
extraños momentos cuando la euforia decaía en un delirio lastimoso; dirijo la
mirada al espejo y el reflejo me devuelve la figura de alguien a quien sé que
no volveré a ver. Sin que pasaran dos
minutos, una chica más joven que yo por décadas, irrumpe en la puerta
sosteniendo una botella de whisky en su mano derecha, y en la izquierda
sostiene dos vasos de cristal. Lleva un vestido negro a medio muslo con
girasoles estampados al azar, es morena de piernas largas y fuertes, reluce en
su piel un destello color oro y café.
Sin más, me dice que tenemos menos de una hora… me toma más abrir la
botella que desnudarla y desmenuzar cada rincón de mi presa.
Y
como palabra de ley, antes de la hora, los dos guardias que me sacaron de fila
y de mi rutina diaria me llevan a un último sitio, una especie de estrado donde
soy el protagonista de una escena algo retorcida. Me sientan en la peor silla
de madera en el mejor día de mi vida, anulando toda comodidad y como si no
fuera suficiente, me atan a ella. En dos movimientos me colocan un gorro de
metal y llenan mi boca con pañuelos. El público se muestra ansioso por el acto
culminante, y como último regalo, bajan el switch; electrificando por completo
la red de mis venas, frenando el ritmo de mi corazón.