Siento su mirada sobre
mí. Desde allá atrás sin emitir sonido, sin moverse, quieta, tenebrosa. Apenas
logro captar una forma con el rabillo del ojo. Cada vez que miro al espejo retrovisor
para observarla el reflejo se distorsiona. Sólo distingo una sombra oscura y un
rostro pálido.
No sé si tiene ojos o
boca. Parece una esfera blanca sobre un pedestal. Me observa -hay miradas que
penetran en la nuca-. Y la criatura, único pasajero en el autobús, mantiene su atención
en mí.
¿Desde qué momento está
ahí? ¿Desde que comencé a conducir? Mi
memoria está en blanco a partir de que la vi después de que los primeros
pasajeros subieran. Inmóvil, en el asiento de en medio hasta el fondo: la
silueta negra, difuminada en el claroscuro, indefinida.
Conforme avanza la noche el
camión se vacía. Tengo miedo de quedarme solo y eso ocurre. Se baja el último
pasajero dejándome con “la presencia”. Un sudor helado recorre mi espalda. El
miedo confunde mis pensamientos. Dejo de atender los semáforos, las señales, los cruces; ansío dejar el vehículo
en la estación e irme corriendo a casa pero algo desconocido hiela mi voluntad.
Escucho en la parte de
atrás un ruido como de un tubo al caer. Conduzco de manera automática. Percibo
una estridencia metálica. Mi cuerpo se tensa pero por fin la criatura atrás desaparece.
Tengo que buscarla. Temblando alzo la mirada y veo por el retrovisor.
Por fin vacío; nada. La
silueta se ha ido y mi aliento vuelve. Siento que mi cuerpo se libera del
miedo. Ya soy libre. Pienso ahora en dejar el camión, ir a mi casa, estar con
mi familia y dejar todo atrás. Agradeceré cada nuevo momento. Renunciaré a este
empleo y conseguiré otro.
Pero esos pensamientos se
esfuman como la flama de un cerillo por el viento. Con el rabillo del ojo noto que
algo negro surca mi cuerpo con una brisa fría. En medio de escalofríos me tenso.
Giro levemente el cuello y vislumbro a la silueta tres asientos atrás a mi lado
derecho.
—No —es todo lo que puedo
soltar en voz baja.
Reúno fuerzas y trato de
mirar lo mejor posible a la sombra que parece descansar los brazos en su
regazo. No distingo más, ¿es su cuerpo o es una túnica que llega hasta el
suelo? Nada es más angustiante que su cabeza. Ahora la veo claramente ovalada,
con arrugas en el contorno, con dos enormes huecos oscuros… El miedo se hace tan
fuerte que siento ganas de llorar.
Hundo el pedal hasta el
fondo. Tengo que escapar. El viento arrecia. El pánico me impide mirar de nuevo, pero no
puedo quedarme más tiempo así; tengo que hacer frente... a lo que sea.
Piso el freno. Mi cuerpo
se impulsa hacia adelante pero logro detenerme. Tomo valor, me levanto y grito:
— ¿¡Qué eres!? ¿¡Dónde
estás, maldita sea!?
Todo se encuentra… vacío.
Ni un alma. No hay silueta. Dos docenas de asientos vacíos en un pasillo que
más parece un túnel. El corazón me palpita con fuerza; el sudor perla mi frente.
Estoy solo.
Se me erizan los vellos
de la nuca, se me enchina la piel y una ráfaga fría surge de la nada. Descubro
con impotencia que la criatura aún sigue arriba. La siento junto a mí. Creo
percibir un susurro extrañamente dulce, sin palabras, que me deja indefenso.
Una decisión final: abro
la puerta y de un salto bajo del camión. En la mitad de la calle y con lágrimas
en los ojos echo a correr.
Escucho un claxon. No sé
cuánto tiempo pasó. Abro los ojos y veo el cielo nocturno. Aparecen dos personas.
Me acomodan sobre una camilla.
Trato de hablar, de
advertirles…
—No hable por ahora
señor. Tuvo un accidente. ¿Qué hacía en medio de la calle corriendo?
Quise responderle y no
pude. Ya en la ambulancia. Uno de los paramédicos me dice:
—Estará bien, señor.
Encienden la sirena;
siento cómo el vehículo avanza y por primera vez en esa noche, me siento en
paz, tranquilo. La pesadilla está lejos. No es problema mío.
De pronto la temperatura
baja de golpe. Escucho el susurro puntual y extrañamente dulce en mi oído.