El más allá - Samantha Ivana Lamas





Llegué a Zeolare a media noche, la luna brillaba en lo alto y con sus haces dibujaba sombras en las residencias cercanas. Las personas del pueblo asomaban sus narices y miradas curiosas por las ventanas de sus respectivos hogares mientras me escrutaban con nerviosismo e intriga, seguro que pensaban lo mismo que el resto de las personas a las que les había contado mi plan. Nadie lo suficientemente razonable hubiese buscado al Chamán justo en esa noche de octubre. Me zambullí en el bosque, los árboles lucían como zarpas amedrentadoras, las ramas se quebraban con mi andar y me hacían soltar exclamaciones de sorpresa. Me detuve un momento a cavilar en lo que estaba por hacer, tras tomar una bocanada de aire helado me envalentoné y seguí con mi camino. Vislumbré la casa a la cercanía, por una chimenea salían humaredas violáceas.
Toqué a la puerta ajada, se abrió si necesidad de una presencia del otro lado, entré saludando y exponiendo los motivos de mi visita. El interior estaba habitado por la imponente oscuridad.
—¿Estás seguro? —preguntó una voz gutural.
—B-buenas noches —trastabillé —¿Es usted el Chamán?
—Sí, ahora responde la pregunta, ¿estás seguro? —al no obtener una respuesta por mi parte, agregó —¿estás seguro de querer ir al más allá?
—Debo hacerlo —musité con el corazón tamborileando en mi pecho.
Las luces se encendieron a nuestro alrededor sin causa aparente. El Chamán estaba sentado en una vieja mecedora astillada.

—Hay un precio —dijo con completa serenidad —. Si permito tu entrada al otro lado me deberás un favor.
—Lo sé —admití—, me informé bien antes de venir.
Pasamos a una habitación henchida de hierbas y símbolos desconocidos para mí. Olía a incienso y plantas deshidratadas. El hombre cerró todas las ventanas y me miró con un dejo de curiosidad.
—¿Puedo preguntar el porqué?
Miré mi palma empuñada, en ella sostenía un dije de oro.
—Debo darle algo alguien.
—¿Llevar algo material a un mundo inmaterial? —soltó una risotada—. Respeto tus razones —se encogió de hombros —. Toma asiento sobre esas hierbas.
Hice lo que me indicó. El Chamán comenzó a hablar en una lengua extraña, sus ojos se tornaron blancos y nubes de distintos colores me envolvieron. Mi alma salió de mi cuerpo. El brujo me indicó con palabras que sonaban muy lejanas que buscara las escaleras resplandecientes, ellas me llevarían al mundo de los muertos.
Encontrar los peldaños no se me dificultó en lo absoluto, aparecieron mágicamente en el centro del cuarto en el que me hallaba, miré hacia atrás, mi cuerpo estaba recargado contra la pared, el Chamán me indicó que tenía únicamente diez minutos. Estaba hecho, no había vuelta atrás. Bajé las escaleras. Sentía que me hundía a cada paso que daba, los escalones no eran sólidos como pensé en un principio, sino que parecían estar hechos de nubes argentadas.
Llegué al final de las escaleras y con ello al más allá. Ánimas alegres circulaban por todo el sitio, era como ver un pueblo acicalado de colores avivados. Había tantas almas que por un momento creí imposible encontrar a mi hermana. Una idea me asaltó de repente. Grité su nombre lo más fuerte que mis pulmones y mi garganta me lo permitieron: “¡Rosalie!”. Vociferé una decena de veces.

Detrás de unas faldas rosadas vi aparecer el semblante pueril de mi hermanita, corrió hacia a mí conmocionada, me abrazó con fuerza y susurró: “viniste”.
—Claro que sí —contesté. Hice ademán de limpiarme las lágrimas, pero recordé que no poseía un cuerpo —. Te traje lo que me pediste —desenrollé mi mano en la suya, ella atesoró el dije y asintió con gratitud.
—Ahora puedo marcharme —sonrió—. Gracias, Gabriel.
Vi cómo el alma de mi hermana se transformaba en un resplandor que ni un millar de estrellas hubieran podido opacar.


 

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