Llegué a Zeolare a media noche, la luna
brillaba en lo alto y con sus haces dibujaba sombras en las residencias
cercanas. Las personas del pueblo asomaban sus narices y miradas curiosas por
las ventanas de sus respectivos hogares mientras me escrutaban con nerviosismo
e intriga, seguro que pensaban lo mismo que el resto de las personas a las que
les había contado mi plan. Nadie lo suficientemente razonable hubiese buscado
al Chamán justo en esa noche de octubre. Me zambullí en el bosque, los árboles
lucían como zarpas amedrentadoras, las ramas se quebraban con mi andar y me
hacían soltar exclamaciones de sorpresa. Me detuve un momento a cavilar en lo
que estaba por hacer, tras tomar una bocanada de aire helado me envalentoné y
seguí con mi camino. Vislumbré la casa a la cercanía, por una chimenea salían
humaredas violáceas.
Toqué a la puerta ajada, se abrió si
necesidad de una presencia del otro lado, entré saludando y exponiendo los
motivos de mi visita. El interior estaba habitado por la imponente oscuridad.
—¿Estás seguro? —preguntó una voz gutural.
—B-buenas noches —trastabillé —¿Es usted el Chamán?
—Sí, ahora responde la pregunta, ¿estás seguro? —al no
obtener una respuesta por mi parte, agregó —¿estás seguro de querer ir al más
allá?
—Debo hacerlo —musité con el corazón tamborileando en mi
pecho.
Las luces se encendieron a nuestro alrededor
sin causa aparente. El Chamán estaba sentado en una vieja mecedora astillada.
—Hay un precio —dijo con completa serenidad —. Si permito
tu entrada al otro lado me deberás un favor.
—Lo sé —admití—, me informé bien antes de venir.
Pasamos a una habitación henchida de hierbas
y símbolos desconocidos para mí. Olía a incienso y plantas deshidratadas. El
hombre cerró todas las ventanas y me miró con un dejo de curiosidad.
—¿Puedo preguntar el porqué?
Miré mi palma empuñada, en ella sostenía un
dije de oro.
—Debo darle algo alguien.
—¿Llevar algo material a un mundo inmaterial? —soltó una
risotada—. Respeto tus razones —se encogió de hombros —. Toma asiento sobre
esas hierbas.
Hice lo que me indicó. El Chamán comenzó a
hablar en una lengua extraña, sus ojos se tornaron blancos y nubes de distintos
colores me envolvieron. Mi alma salió de mi cuerpo. El brujo me indicó con
palabras que sonaban muy lejanas que buscara las escaleras resplandecientes,
ellas me llevarían al mundo de los muertos.
Encontrar los peldaños no se me dificultó en
lo absoluto, aparecieron mágicamente en el centro del cuarto en el que me
hallaba, miré hacia atrás, mi cuerpo estaba recargado contra la pared, el
Chamán me indicó que tenía únicamente diez minutos. Estaba hecho, no había
vuelta atrás. Bajé las escaleras. Sentía que me hundía a cada paso que daba,
los escalones no eran sólidos como pensé en un principio, sino que parecían
estar hechos de nubes argentadas.
Llegué al final de las escaleras y con ello
al más allá. Ánimas alegres circulaban por todo el sitio, era como ver un
pueblo acicalado de colores avivados. Había tantas almas que por un momento
creí imposible encontrar a mi hermana. Una idea me asaltó de repente. Grité su
nombre lo más fuerte que mis pulmones y mi garganta me lo permitieron:
“¡Rosalie!”. Vociferé una decena de veces.
Detrás de unas faldas rosadas vi aparecer el
semblante pueril de mi hermanita, corrió hacia a mí conmocionada, me abrazó con
fuerza y susurró: “viniste”.
—Claro que sí —contesté. Hice ademán de limpiarme las
lágrimas, pero recordé que no poseía un cuerpo —. Te traje lo que me pediste
—desenrollé mi mano en la suya, ella atesoró el dije y asintió con gratitud.
—Ahora puedo marcharme —sonrió—. Gracias, Gabriel.
Vi cómo el alma de mi hermana se transformaba
en un resplandor que ni un millar de estrellas hubieran podido opacar.