EL Jarrón por Athziri Arai Menchaca Pérez

 



 


La habitación donde todos se encontraban encogía con cada persona, el viejo se encontraba en su cama en sus últimos momentos de vida, sentía el cuerpo pesado, tanto que le costaba respirar. Vio a los presentes recordando lo que cada uno significó para él. Al final, su mirada se posó en el pesado jarrón de casi un metro de altura que se encontraba en la esquina, se sentía como él: viejo, delicado y olvidado. Sabía que sólo estaban interesados en su testamento, nadie lo extrañaría.

 

Sus familiares lo miraban nerviosos, les inquietaba el hecho de perder a otro miembro más de la familia. Muchos de ellos lo habían conocido, incluso los más jóvenes. Mirándolo recordaron: las buenas comidas que juntos preparaban, todas las festividades y cumpleaños que tuvieron ahí, el gran patio donde todos pasaron gran parte de su infancia, las grandes historias que el abuelo contaba, y esos momentos tristes en que él les tendió una mano, los apoyó y guió. Era el pilar de la familia, ellos lo sabían, era la brújula y el pegamento, era el héroe de todos y una figura a seguir; de no ser por su esfuerzo en la juventud, de salir de las calles, ellos no hubieran conocido esa vida. Se lo agradecían.

 

Él fue el primero que la vio entrar, caminaba con gracia y fuerza, proyectaba un aura blanca que resaltaba de las grises de las demás. Pasó con facilidad entre la gente, haciendo que se apartaran mágicamente. Cuando llegó a su cama, se quitó el sombrero y apartó su cabello negro. De sus labios rojos salieron las siguientes palabras:

–Viejo amigo, nos volvemos a encontrar –el hombre sonrió, pues había reconocido a la dama que se encontraba al lado de su cama.

 

Los familiares veían atónitos esta escena, ninguno de ellos conocía a la elegante mujer.

–Me temo que has llegado en muy mal momento, antes tengo que arreglar algo –oyeron decir al abuelo –. Si no lo hago, dejaré un caos a mi partida y he trabajado mucho para permitir que eso pase.

–No te preocupes, te esperaré, aunque no puedo retrasarme mucho –le contestó dulcemente la mujer con una sonrisa, y caminó al fondo de la habitación, seguida por las miradas de todos los presentes, donde se paró a mirar aquel jarrón. La atención volvió a la cama del centro.

 

Cuando la dama se retiró sólo pudo verla un segundo antes que su familia cubriera el espacio por donde pasó, sintió las miradas de todos clavándose en su ser. No tenía mucho tiempo, pero no dejaría que eso se interpusiera para hacer su última tarea bien.

–Mis seres queridos, familiares y amigos, nos encontramos hoy aquí por razones entendibles, frías y monetarias. Voy a repartir mis bienes. En primer lugar, mi casa queda a nombre de toda la familia, toda persona perteneciente a ésta se podrá quedar a pasar unas vacaciones y disfrutar todos los servicios y placeres que ofrece ésta. Si le quieren hacer una remodelación, vender o rentar, toda la familia tiene que estar enterada y de acuerdo. En segundo lugar, toda persona descendiente mío, sea joven o viejo, recibirá lo equivalente a 100,000 pesos en papel, si no los quiere hable con el jefe de la compañía. Por último, mi gran biblioteca está abierta a quien guste, pueden sacar libros, siempre y cuando los regresen, les recomiendo ver mi sección de negocios que es muy extensa.

 

Muchos ya se estaban impacientando de su largo discurso con voz entrecortada y pesado respiro, otros ya no oían y se dedicaban a verlo con ojos llorosos, los más avaros le ponían toda la atención, planeando en sus largos silencios la forma de sacarles  todas las riquezas posibles a sus familiares. El sonido del jarrón rompiéndose les hizo volver todos a la realidad, volteando instintivamente al origen del ruido. La mujer de ojos ámbar les devolvió la mirada justo en el momento en  que el jarrón se cuarteaba más, lanzando otro gran escándalo. Mordiendo su labio se acercó a la cama y le dijo al anciano:

–Se te acaba el tiempo, rápido, termina.

–Bueno –le contestó con brillos en los ojos y volviéndose a los otros continuó –, creo que lo importante ya se dijo. Ahora sólo les quiero comentar que para que el dinero dure, hay que trabajarlo –. Y con esas extrañas palabras se despidió.

 

La mujer le cerró los ojos, le dio un beso en la frente y susurró.

–Déjalos, si has hecho bien tu trabajo con esta familia, no se perderán tan fácilmente –y así, con paso solemne ambos se retiraron.

 

La familia la vio partir, a sus espaldas un gran estruendo resonó en la habitación, asustando a todos, al voltear vieron que el gran jarrón se encontraba en el suelo hecho trizas, casi polvo.

 

 

 

 

 

 

Derechos Reservados © Escuela de Escritores Sogem Guadalajara