El farero por Iñigo Glez. Menéndez.

 




–Padre, ¿por qué ahuyentas a esa niña? –preguntó William confundido

–No es una niña; es un ser maligno que intenta asesinarte

Era el segundo año consecutivo que el padre del pequeño William alejaba violentamente a una bellísima niña que se paraba frente al faro a cantar. El muchacho no lo entendía, pero respetaba, más por temor que por otra cosa, la decisión de su padre.

La madre de William había muerto al darlo a luz y desde ese momento el farero, su padre, se hacía cargo de él. Era un hombre rudo, fuerte, de corazón frío que dedicaba su vida al cuidado del faro de Southherness,  heredado dos generaciones atrás.

Cada año en una tarde de verano la misteriosa niña aparecía frente al faro, y el padre de William –también cada año– la corría lanzándole piedras e incluso algunas veces disparando con su escopeta al horizonte. Ella fue haciéndose joven y más hermosa. William se llenaba de curiosidad cada vez que la chica visitaba su playa y deseaba conocerla.

–Mañana se cumple un año de la visita de esa chica, padre, quisiera hablar con ella

–¡Estás loco! No se te ocurra acercarte a ese ser, no es una mujer es un monstruo que viene del mar a robarle el alma a los hombres. –Comentó su padre acelerado

–No te creo, lo que pienso es que tú le temes a las mujeres porque no has superado la muerte de mi madre

Su padre se levantó de la silla en la que se encontraba y cacheteó con fuerza el rostro de William.

–Sólo intento protegerte insolente muchacho –escupió iracundo

William se retiró a su habitación y no dijo más.

Al día siguiente la joven caminaba puntual sobre la arena, entonando una maravillosa melodía. El viejo, preparado con su escopeta, le disparó desde lo alto de su faro, la chica lo miró fijamente y sonrió. William, al escuchar los disparos, salió del faro con dirección a la playa.

– ¿Qué haces? –gritó su padre angustiado

El joven, sordo a la voz del hombre, llegó hasta donde estaba la chica

– ¿Quién eres? –preguntó él

Los ojos de la joven se iluminaron, el cabello coqueteaba sutil con el viento. Ella estiró su mano para acariciar el rostro de William que, hipnotizado por su mirada, permanecía cual roca sobre la arena. Su padre apareció para empujar colérico a la joven quien, al sentirse amenazada, corrió al mar para perderse entre las olas.

William volvió del trance y vio a su padre hincado, fatigado y moribundo. El esfuerzo para salvar a su hijo había sido demasiado; esa misma noche el hombre, misteriosamente, murió dejando a William hundido en soledad.

 Las estaciones pasaron sin tregua. William, sentado en una piedra, esperaba con sed de venganza y con la escopeta cargada, a que apareciese la mujer del mar. Casi al caer la noche la vio, parecía que flotaba sobre la playa con sus cabellos, sus ojos, su canto. Él apuntaba firme decidido a disparar, ella no se detenía y avanzaba tranquila hacia el joven.

–¡Detente! ­–gritó William

En ese momento la mujer, sonriendo, avanzó sin hacer caso a la advertencia, miró fijamente a los ojos de William y éste se sintió atrapado, no podía mover un sólo músculo de su cuerpo, ella llegó hasta donde el muchacho, disparando su escopeta, permanecía inmóvil. Le besó el cuello, acarició su rostro y le susurró al oído.

–Eres mío, siempre lo has sido y siempre lo serás.

La mujer ingresó al mar, William ya no la miró perderse en la marea nadando ágilmente con su aleta. Permaneció tirado en la arena hasta que la noche obscureció la playa. El faro estaba ciego. Ausente de vida, William se levantó y caminó hacia allá. La luz tenía que encenderse.

 

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