El escaparate por José Carlos Querol

 




 

–¡Alondra, hija, deja ya de estar viendo por esa ventana y ven a comer! –eran las palabras que Doña Isi, conocida con ese sobrenombre por llamarse Isidra, en honor al patrono de Madrid, pronunciaba de manera cotidiana y muchas veces más de una vez al día, para tratar de quitar la obsesión de su pequeña hija, de apenas cinco años, por “cotillear”, como decía ella, a la gente que pasaba por la calle.

Alondra y su hermana gemela Paloma habían nacido en ese pequeño pueblo de Guanajuato donde su padre, arrancado por la pobreza de su ciudad natal en España se había establecido con Isidra y formado una familia que, con la llegada de las gemelas, empezaba a tener problemas económicos. Por eso Doña Isi decidió iniciar con una pequeña tienda de telas que con el tiempo y el éxito se había convertido en la principal fuente de ingresos de la casa. El nombre de la tienda era el de “Dos Hermanas” en honor a las dos pequeñas aves que llenaban su hogar de alegría infantil.

A pesar de ser gemelas y habiendo recibido la misma educación y el mismo afecto, las niñas definitivamente tenían temperamentos diferentes, parecía como si en sus nombres llevaran los signos de su personalidad. Alondra se levantaba temprano pero su energía se iba perdiendo a lo largo del día y se volvía sedentaria, taciturna, introspectiva, tímida y callada. Paloma se levantaba más tarde, pero con el trascurrir del día se volvía vivaz, simpática y siempre en movimiento, prefiriendo las tardes y las noches sobre las mañanas. En la tienda, corría por los pasillos enredándose entre los lienzos de tela, a veces con resultados no convenientes, y gritaba jugando bromas con las dependientas o con su siempre atenta madre a quién, la verdad, poco respeto le tenía. Alondra a su vez parecía no gustar de ese tipo de juegos y se pasaba la mayor parte del día viendo pasar la aburrida vida del pueblo por la ventana, sobreponiendo nombres y apodos a sus habitantes y siempre distante de su hermana a quién consideraba una “loca”.

A pesar de estos temperamentos disímbolos las niñas parecían llevarse bien hasta que, alrededor de los quince años, empezaron los problemas cuando la familia había decidido hacer una gran fiesta. 

–Las crías ya están creciendo y se les nota–decía Doña Isi –y yo creo que sería conveniente hacer algún festejo, como lo hacen en este país, pues ya hay más de un chaval en el pueblo que las mira con afición y convendría que ellas fueran conociendo a chicos de su misma condición.

–¿A qué te refieres con eso de su misma condición? –contestaba su marido.

–A que tú sabes que en este pueblo hay de todo y sobre todo que hay otros descendientes de españoles que son de clase acomodada. A futuro la tienda puede darles de comer si la cuidan, pero no garantiza ninguna riqueza para dos familias –insistía Doña Isi.

–¡Ay mujer qué ideas tienes, por Dios!, pero está bien –contestó el marido –, organiza la fiesta, pero invita a gente de todas las clases, no vaya a pensar el pueblo que solo queremos como amigos a esos pedantes, “apretados” como dicen aquí.

La fiesta fue un éxito y para las niñas una revelación pues uno de los invitados, un “apretado”, alcanzó a deslumbrarlas sin dar demasiada cuerda a ninguna de ellas y encendiendo entre las gemelas pasiones desconocidas y un espíritu de competencia como no se había dado en sus vidas.

Las dos chicas, sin ser idénticas, eran parecidas, aunque la tez de Alondra fuera un poco más morena que la de su hermana. Lo que si les diferenciaba era el carácter, y en un lugar donde los contactos entre los chicos y las chicas estaban muy limitados debido a la estricta moral religiosa que imperaba, el carácter festivo y desenfadado, y muchas veces travieso de Paloma era, desde luego, un activo cuando de llamar la atención de los muchachos se trataba. Este encuentro con su hermana era para Alondra casi una guerra perdida antes de iniciar.

Paloma, “la loca” según su hermana, hizo todo lo que se necesitaba para conquistar al “apretado”. En la menor oportunidad salía a la calle para ver si lo encontraba, iba a cuenta fiesta se le permitía y se volvía cada vez más extrovertida y escandalosa hasta que finalmente lo pudo hacer caer en sus redes. Alondra, sin poder competir, languidecía en su ventana o en los aparadores de la tienda, viendo al exterior como si buscara en la vida de los demás un consuelo que le hiciera olvidar la atracción que le suponía el nuevo novio de su hermana.  Pero parecía no encontrar el alivio y el encono seguía presente.

Todo cambió el día del accidente. A las hermanas se les oía discutir respecto del arreglo de las telas del segundo piso del almacén, cuando Alondra perdió el equilibrio y cayó por la escalera dejando solo el ruido de una nuez al reventar su cráneo contra el suelo.

El pesar ensombreció a todo el pueblo.

La vida de la familia ya no sería igual. Una sombra y un manto de amargura cubrían la casa y el almacén. Doña Isi decidió poner en un altar dentro de la tienda, la urna con los restos incinerados de Alondra, y le llevaba todos los días una flor.

La alegría de Paloma sucumbió junto a su hermana. Terminó la relación con el “apretado” y ya no se le veía reír, la chica extrovertida hacía juego ahora con su vestimenta de luto. La mayor parte del pueblo comentaba que la niña llevaba sobre sus hombros la muerte de su gemela.

Con la llegada de la urna de Alondra a la tienda, las dependientas empezaron a inquietarse. Más de una de ellas empezó a tener visiones de Alondra o su espíritu vagando entre los montones de tela, enredada, ahora sí, entre los pasillos, y su sombra parecía aparecerse de repente en su ventana o en alguno de los aparadores.

Todo y todos se iban envolviendo en las sombras.

Viendo la situación y la pesadumbre Paloma retomó un poco de ánimo. –Tengo que animarme yo o todos acabaremos tristes y locos en esta familia –se decía, así que decidió actuar.

–Mamá, tenemos que dar vuelta a la página –comentaba –¿qué te parece si ahora que la tienda va tan bien le cambiamos la cara y de esa forma, por decirlo así, le quitamos el luto al negocio?

–Mira hija, yo ya no tengo ánimo para eso, pero como tú eres la que va a heredar lo dejo a tu criterio. Haz lo que quieras.

–Tendríamos que cambiar todos los escaparates o “aparadores” como les llaman aquí y se me ocurre que, como homenaje a mi hermana, podríamos poner un par de maniquíes con nuestras caras hechas en cerámica. ¿Al final la tienda se llama “Dos Hermanas”, o no?

Paloma de inmediato buscó y encontró un lugar cercano donde trabajaran la cerámica. Quería que sobre los maniquíes de pasta estuvieran los rostros de las dos gemelas. Para ello accedió a que le hicieran un modelo con su propia cara y llevo muchas fotografías de Alondra para qué, con esmero, el ceramista pudiera duplicar el rostro de la occisa.

En unos días los maniquíes fueron cortados a la altura de los hombros y sobre ellos se depositaron los dos bustos que representaban fielmente a las gemelas. Fueron arreglados y vestidos con ropas sencillas. Ahí se podían ver juntas de nuevo las dos hermanas, en ambiente campestre y cada una de ellas con un pajarito de cerámica que representaba su nombre, sobre sus hombros de porcelana. El escaparate quedó tan bien que Paloma, orgullosa de su obra, fue a recoger la urna con las cenizas de su hermana y mostrándole el trabajo le dijo. –¡Mira hermana qué bien quedaste, así te recordaremos siempre! –volviendo a depositar la urna en su nicho en el altar.

La inauguración de la nueva cara del almacén se hizo al día siguiente. Al descorrer el telón que ocultaba el aparador, todo el público exclamó con estupor viendo cómo el rostro de Alondra estaba destruido y a sus pies aparecía la urna funeraria, con la pequeña figura de la alondra posada encima. A partir de entonces, el almacén se tornó en una pesadilla. Al menor descuido las telas aparecían tiradas por los pasillos y en lo que era la peor y más inquietante de las sorpresas, cada mañana, la urna aparecía nuevamente a los pies del maniquí roto. Doña Isi y su marido parecían desesperar y más al encontrar a Paloma en una intensa actitud de meditación que le impedía, a veces, hasta alimentarse. Ni siquiera la bendición de las nuevas instalaciones le habían quitado el manto de tristeza y misterio al almacén y la familia.

–Esta niña no está bien –repetía Doña Isi –creo que sigue sintiéndose culpable de la muerte de su hermana.

–Hay que darle tiempo, Isidra, –decía su marido –hay que darle tiempo.

Las cavilaciones de Paloma duraron un par de días más hasta que una mañana, tomando las llaves del coche y la urna funeraria de su hermana, dijo, en tono serio y sin dar oportunidad a preguntas –Voy a dar una vuelta con Alondra, no me esperen por un par de días –Los padres se quedaron perplejos ante la determinación de la hija.

Dos días después regresaba con un nuevo busto de su hermana el cual fue colocado de inmediato. Era casi una copia fiel del anterior, quizá un poco más opaco, pero hecho con el mismo molde.

A partir de ese momento las cosas dentro del almacén retomaron la calma. No más telas por el suelo, no más apariciones ni sombras y la urna reposando de forma permanente en su nicho.

Doña Isi se mantenía intrigada, pero se mantuvo en silencio por unos días hasta que en un nuevo amanecer preguntó a Paloma: –Hija, ¿me podrías decir dónde fuiste ese día que te ausentaste sin aviso?

Mira mamá, desde el desastre del escaparate me quedé con la idea de que mi hermana me estaba diciendo algo, pero yo no entendía el mensaje, así que lo pensé y razoné y parece que tuve razón. En el nuevo busto que aparece en el aparador están incluidas las cenizas de Alondra que el ceramista pudo mezclar con la arcilla. De esta forma Alondra está ya donde quería estar, en su ventana, en el escaparate, viendo pasar desde ahí la vida cotidiana y en paz.

 

 

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