–¡Alondra,
hija, deja ya de estar viendo por esa ventana y ven a comer! –eran las palabras
que Doña Isi, conocida con ese sobrenombre por llamarse Isidra, en honor al
patrono de Madrid, pronunciaba de manera cotidiana y muchas veces más de una
vez al día, para tratar de quitar la obsesión de su pequeña hija, de apenas
cinco años, por “cotillear”, como decía ella, a la gente que pasaba por la
calle.
Alondra
y su hermana gemela Paloma habían nacido en ese pequeño pueblo de Guanajuato
donde su padre, arrancado por la pobreza de su ciudad natal en España se había
establecido con Isidra y formado una familia que, con la llegada de las
gemelas, empezaba a tener problemas económicos. Por eso Doña Isi decidió
iniciar con una pequeña tienda de telas que con el tiempo y el éxito se había
convertido en la principal fuente de ingresos de la casa. El nombre de la
tienda era el de “Dos Hermanas” en honor a las dos pequeñas aves que llenaban
su hogar de alegría infantil.
A
pesar de ser gemelas y habiendo recibido la misma educación y el mismo afecto,
las niñas definitivamente tenían temperamentos diferentes, parecía como si en
sus nombres llevaran los signos de su personalidad. Alondra se levantaba
temprano pero su energía se iba perdiendo a lo largo del día y se volvía
sedentaria, taciturna, introspectiva, tímida y callada. Paloma se levantaba más
tarde, pero con el trascurrir del día se volvía vivaz, simpática y siempre en
movimiento, prefiriendo las tardes y las noches sobre las mañanas. En la
tienda, corría por los pasillos enredándose entre los lienzos de tela, a veces
con resultados no convenientes, y gritaba jugando bromas con las dependientas o
con su siempre atenta madre a quién, la verdad, poco respeto le tenía. Alondra
a su vez parecía no gustar de ese tipo de juegos y se pasaba la mayor parte del
día viendo pasar la aburrida vida del pueblo por la ventana, sobreponiendo
nombres y apodos a sus habitantes y siempre distante de su hermana a quién
consideraba una “loca”.
A
pesar de estos temperamentos disímbolos las niñas parecían llevarse bien hasta
que, alrededor de los quince años, empezaron los problemas cuando la familia
había decidido hacer una gran fiesta.
–Las
crías ya están creciendo y se les nota–decía Doña Isi –y yo creo que sería
conveniente hacer algún festejo, como lo hacen en este país, pues ya hay más de
un chaval en el pueblo que las mira con afición y convendría que ellas fueran
conociendo a chicos de su misma condición.
–¿A
qué te refieres con eso de su misma condición? –contestaba su marido.
–A
que tú sabes que en este pueblo hay de todo y sobre todo que hay otros
descendientes de españoles que son de clase acomodada. A futuro la tienda puede
darles de comer si la cuidan, pero no garantiza ninguna riqueza para dos
familias –insistía Doña Isi.
–¡Ay
mujer qué ideas tienes, por Dios!, pero está bien –contestó el marido –, organiza
la fiesta, pero invita a gente de todas las clases, no vaya a pensar el pueblo
que solo queremos como amigos a esos pedantes, “apretados” como dicen aquí.
La
fiesta fue un éxito y para las niñas una revelación pues uno de los invitados,
un “apretado”, alcanzó a deslumbrarlas sin dar demasiada cuerda a ninguna de
ellas y encendiendo entre las gemelas pasiones desconocidas y un espíritu de
competencia como no se había dado en sus vidas.
Las
dos chicas, sin ser idénticas, eran parecidas, aunque la tez de Alondra fuera
un poco más morena que la de su hermana. Lo que si les diferenciaba era el
carácter, y en un lugar donde los contactos entre los chicos y las chicas
estaban muy limitados debido a la estricta moral religiosa que imperaba, el
carácter festivo y desenfadado, y muchas veces travieso de Paloma era, desde
luego, un activo cuando de llamar la atención de los muchachos se trataba. Este
encuentro con su hermana era para Alondra casi una guerra perdida antes de
iniciar.
Paloma,
“la loca” según su hermana, hizo todo lo que se necesitaba para conquistar al
“apretado”. En la menor oportunidad salía a la calle para ver si lo encontraba,
iba a cuenta fiesta se le permitía y se volvía cada vez más extrovertida y
escandalosa hasta que finalmente lo pudo hacer caer en sus redes. Alondra, sin
poder competir, languidecía en su ventana o en los aparadores de la tienda,
viendo al exterior como si buscara en la vida de los demás un consuelo que le
hiciera olvidar la atracción que le suponía el nuevo novio de su hermana.
Pero parecía no encontrar el alivio y el encono seguía presente.
Todo
cambió el día del accidente. A las hermanas se les oía discutir respecto del
arreglo de las telas del segundo piso del almacén, cuando Alondra perdió el
equilibrio y cayó por la escalera dejando solo el ruido de una nuez al reventar
su cráneo contra el suelo.
El
pesar ensombreció a todo el pueblo.
La
vida de la familia ya no sería igual. Una sombra y un manto de amargura cubrían
la casa y el almacén. Doña Isi decidió poner en un altar dentro de la tienda, la
urna con los restos incinerados de Alondra, y le llevaba todos los días una
flor.
La
alegría de Paloma sucumbió junto a su hermana. Terminó la relación con el
“apretado” y ya no se le veía reír, la chica extrovertida hacía juego ahora con
su vestimenta de luto. La mayor parte del pueblo comentaba que la niña llevaba
sobre sus hombros la muerte de su gemela.
Con
la llegada de la urna de Alondra a la tienda, las dependientas empezaron a
inquietarse. Más de una de ellas empezó a tener visiones de Alondra o su
espíritu vagando entre los montones de tela, enredada, ahora sí, entre los
pasillos, y su sombra parecía aparecerse de repente en su ventana o en alguno
de los aparadores.
Todo
y todos se iban envolviendo en las sombras.
Viendo
la situación y la pesadumbre Paloma retomó un poco de ánimo. –Tengo que
animarme yo o todos acabaremos tristes y locos en esta familia –se decía, así
que decidió actuar.
–Mamá,
tenemos que dar vuelta a la página –comentaba –¿qué te parece si ahora que la
tienda va tan bien le cambiamos la cara y de esa forma, por decirlo así, le
quitamos el luto al negocio?
–Mira
hija, yo ya no tengo ánimo para eso, pero como tú eres la que va a heredar lo
dejo a tu criterio. Haz lo que quieras.
–Tendríamos
que cambiar todos los escaparates o “aparadores” como les llaman aquí y se me
ocurre que, como homenaje a mi hermana, podríamos poner un par de maniquíes con
nuestras caras hechas en cerámica. ¿Al final la tienda se llama “Dos Hermanas”,
o no?
Paloma
de inmediato buscó y encontró un lugar cercano donde trabajaran la cerámica.
Quería que sobre los maniquíes de pasta estuvieran los rostros de las dos
gemelas. Para ello accedió a que le hicieran un modelo con su propia cara y
llevo muchas fotografías de Alondra para qué, con esmero, el ceramista pudiera
duplicar el rostro de la occisa.
En
unos días los maniquíes fueron cortados a la altura de los hombros y sobre
ellos se depositaron los dos bustos que representaban fielmente a las gemelas.
Fueron arreglados y vestidos con ropas sencillas. Ahí se podían ver juntas de
nuevo las dos hermanas, en ambiente campestre y cada una de ellas con un
pajarito de cerámica que representaba su nombre, sobre sus hombros de
porcelana. El escaparate quedó tan bien que Paloma, orgullosa de su obra, fue a
recoger la urna con las cenizas de su hermana y mostrándole el trabajo le dijo.
–¡Mira hermana qué bien quedaste, así te recordaremos siempre! –volviendo a
depositar la urna en su nicho en el altar.
La
inauguración de la nueva cara del almacén se hizo al día siguiente. Al
descorrer el telón que ocultaba el aparador, todo el público exclamó con
estupor viendo cómo el rostro de Alondra estaba destruido y a sus pies aparecía
la urna funeraria, con la pequeña figura de la alondra posada encima. A partir
de entonces, el almacén se tornó en una pesadilla. Al menor descuido las telas
aparecían tiradas por los pasillos y en lo que era la peor y más inquietante de
las sorpresas, cada mañana, la urna aparecía nuevamente a los pies del maniquí
roto. Doña Isi y su marido parecían desesperar y más al encontrar a Paloma en
una intensa actitud de meditación que le impedía, a veces, hasta alimentarse.
Ni siquiera la bendición de las nuevas instalaciones le habían quitado el manto
de tristeza y misterio al almacén y la familia.
–Esta
niña no está bien –repetía Doña Isi –creo que sigue sintiéndose culpable de la
muerte de su hermana.
–Hay
que darle tiempo, Isidra, –decía su marido –hay que darle tiempo.
Las
cavilaciones de Paloma duraron un par de días más hasta que una mañana, tomando
las llaves del coche y la urna funeraria de su hermana, dijo, en tono serio y
sin dar oportunidad a preguntas –Voy a dar una vuelta con Alondra, no me
esperen por un par de días –Los padres se quedaron perplejos ante la
determinación de la hija.
Dos
días después regresaba con un nuevo busto de su hermana el cual fue colocado de
inmediato. Era casi una copia fiel del anterior, quizá un poco más opaco, pero
hecho con el mismo molde.
A partir
de ese momento las cosas dentro del almacén retomaron la calma. No más telas
por el suelo, no más apariciones ni sombras y la urna reposando de forma
permanente en su nicho.
Doña
Isi se mantenía intrigada, pero se mantuvo en silencio por unos días hasta que
en un nuevo amanecer preguntó a Paloma: –Hija, ¿me podrías decir dónde fuiste
ese día que te ausentaste sin aviso?
Mira
mamá, desde el desastre del escaparate me quedé con la idea de que mi hermana
me estaba diciendo algo, pero yo no entendía el mensaje, así que lo pensé y
razoné y parece que tuve razón. En el nuevo busto que aparece en el aparador
están incluidas las cenizas de Alondra que el ceramista pudo mezclar con la
arcilla. De esta forma Alondra está ya donde quería estar, en su ventana, en el
escaparate, viendo pasar desde ahí la vida cotidiana y en paz.