El diablo en el cuerpo por María Rodríguez Batista





-Papá, papá, ¿qué son esas lucecitas rojas allá arriba?, ¿son aviones?..., ¿son naves espaciales?..., ya sé, son drones, ¿verdad?

Fernando no contestaba. Ensimismado en la carretera y en la prisa por llegar a San Bernardo antes del anochecer, poco caso hacía de las preguntas de Adrián, su único hijo, que ya cansado después de dos horas de viaje y con la nariz pegada a la ventanilla de la camioneta, no dejaba de interrogar con su natural curiosidad infantil.

Aunque Fernando había tratado de darse prisa para salir de la ciudad antes del mediodía, una reunión de última hora lo retuvo hasta pasadas las cuatro de la tarde y todavía pasó por el niño a la escuela antes de enfilar por la carretera hacia aquel pequeño y escondido lugar en la sierra de Puebla.

Un tanto arrepentido de esas precipitadas vacaciones, hacía recuento mental de los pendientes que lo esperarían en la oficina a su regreso.

Claudia su mujer, ya los estaba esperando porque había viajado dos días antes para avanzar en su trabajo como traductora de una importante editorial española.

En la casa de campo de San Bernardo él había pasado largas vacaciones durante su niñez y aunque muchos años estuvo abandonada y sin mantenimiento, su padre, Raúl, nunca quiso vender la propiedad, tal vez por todos los recuerdos que le evocaba, así que fue parte de la herencia que le dejó al fallecer hacía apenas cuatro años.

Cuando Fernando y Claudia se casaron, decidieron remozar la finca que tenía cierto valor histórico por su fachada barroca y la mezcla de azulejos y cerámica de la región que la hacían un tanto singular en la zona. Ella estuvo encantada con la remodelación, muchas ocasiones cuando él no podía acompañarla, sola manejaba casi tres horas para supervisar a los albañiles y volvía hablando maravillas de la casa.

En uno de tantos viajes, regresó pensativa por unos comentarios que le habían hechos unos nativos del poblado y a la hora de la cena, le preguntó a Fernando como había muerto su madre.

La pregunta no únicamente tomó por sorpresa a Fernando, sino que desfondó el saco de recuerdos que tanto había tratado de arrinconar, y aquella noche casi no durmió rememorando algunos fantasmas que habían estado agazapados por más de 30 años.

El peso de la orfandad lo había convertido primero en un adolescente rebelde y después en un hombre esquivo, más bien taciturno, rasgos que disfrazaba muy bien poniendo en práctica los trucos que le enseñaron en la Ibero, en la carrera de mercadotecnia.

Con los recuerdos a buen resguardo, había seguido su vida y solo cuando Claudia insistió en la remodelación comenzó a experimentar algunos deja vù que lo inquietaban y se sumaban al estrés que ya lo venía afectando. Después, cuando su esposa se embarazó y quiso pasar largas temporadas en la casa de campo, él tenía que viajar cada fin de semana esos 230 kilómetros para estar con ella y regresar apresuradamente la madrugada de los lunes para padecer cerca de cuatro horas en el tráfico mañanero de la ciudad.

Claudia era mucho más relajada no había duda, a la menor provocación ideaba viajes para salir de la contaminada ciudad capital y de hecho, esta escapada a la casa de la sierra era un tanto culposa por haber cancelado las vacaciones en la playa y quedarse a trabajar, aunque según él, había siempre la justificación del bienestar económico de su familia.

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Cuando se dio cuenta, ya estaban a unos kilómetros del crucero hacia San Bernardo y Adrián seguía atosigando con sus preguntas sobre el significado de esas cintilantes lucecitas rojas, eso ya lo estaba incomodando hasta la desesperación.

Tomó al fin la desviación por el camino de terracería; ya estaba cerca, todo era recorrer cinco kilómetros, cruzar el viejo puente debajo del que corría ya muy poca agua en el verano, debido a la presa que habían construido río arriba y llegar por fin a descansar, tal vez tomar un wiski con Claudia, cenar algo ligero y recostarse a ver si se le calmaba ese dolor de cabeza que lo perseguía desde hacía algunos años sin encontrar la causa …- es el estrés le decían todos los médicos que consultaba.

Con la escasa luz vespertina de frente, echó una mirada por el espejo retrovisor para constatar que estaba a punto de oscurecer, esa hora crepuscular tan temida por los conductores y en la que ocurren el mayor número de accidentes según las estadísticas.

En eso un ruido seco lo puso en alerta, los jaloneos en el volante le indicaron que una de las llantas del vehículo estaba pinchada y entonces profirió una maldición que le salió de muy adentro.

Sin más remedio que bajarse para ver el tamaño de la avería, solo acertó a decirle a Adrián que esperara arriba de la camioneta, demasiado tarde porque el chiquillo ya estaba abajo curioseando y preguntando qué pasaba.

Todavía molesto, Fernando abrió la cajuela para sacar la llanta de refacción, la herramienta y una lámpara porque la noche estaba a punto de caer.

El pequeño Adrián se entretenía corriendo, dando vueltas alrededor del vehículo, mientras su padre hacía la reposición del neumático.

Entretenido con la faena, no se dio cuenta en que momento Adrián dejó de incordiar, así que en cuanto estuvo lista la reparación abrió la puerta del conductor para reiniciar el viaje, pero el chico no estaba en su asiento; lo llamó y al no contestar, subió la voz hasta que gritó su nombre, teniendo por respuesta una vocecita que se escuchaba un tanto alejada, a unos cien metros y que solo decía “ven papá, ven”.

Instintivamente cerró la puerta de la camioneta y se dirigió hacia el punto de donde venía la voz y efectivamente, el niño estaba sentado en cuclillas absorto en unas luciérnagas que revoloteaban sobre un montoncito de piedras que parecían acomodadas a propósito, orientadas hacia el norte; se trataba de cinco piedras lajas afiladas, que semejaban las garras de algún felino, tal vez alguien estuvo jugando ahí o quiso dejar alguna marca. 

Con la escasa luz de una luna que se negaba a aparecer por completo, se dio cuenta que estaban justo en el lugar donde treinta y dos años antes habían encontrado el cuerpo sin vida de su madre.

Ese pensamiento lo sobrecogió y solo atinó a tomar fuertemente la mano del niño y llevarlo casi a rastras hasta el vehículo. Sorprendido, Adrián gimoteó al sentir el jalón en su brazo, pero solo acertó a preguntarle a su papá ¿por qué estás enojado?

Fernando hundió el acelerador para recorrer rápidamente el corto tramo que le faltaba para llegar, sin hacer caso de las repetidas preguntas del niño: ¿papá que son esas lucecitas rojas?

Ya se divisaba la casa, estaba a tiro de piedra cuando se sintió perturbado al no ver las lámparas encendidas y pensando que Claudia se había ausentado. Aunque no lo confesaba, eso era algo que le molestaba pues con cualquier pretexto se iba al pueblo y siempre tardaba más de lo previsto porque según ella hacía “trabajo de campo”, lo que para él significaba poner oído a la conseja popular que estaba llena de supercherías y ficciones, aderezadas por supuesto con chismes.

Estacionó el vehículo y entró lo más rápido que pudo, encendiendo las luces y llamando a Claudia que en ese momento bajaba la escalera todavía con el sopor de la siesta vespertina que al parecer se había prolongado.

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Apenas saludó, subió rápidamente la escalera con la maleta a cuestas y la mochila de juguetes de Adrián que ya estaba abrazado a las piernas de su madre, contándole atropelladamente las peripecias del camino.

Al bajar a la sala, Claudia ya había servido dos wiskis y cariñosa tenía a Adrián en el regazo tratando de explicarle como armar un lego.

Fernando se dejó caer en el mullido sofá tapizado con tela de lana de la región y dejando los zapatos en el piso, subió los pies hasta el descansabrazos lanzando una exclamación de agotamiento y dispuesto a que la charla de esa noche corriera a cargo de Claudia, él estaba demasiado cansado…

En rigor, ese cansancio parecía haberse instalado en Fernando desde hacía algunos años, desde que tomó la gerencia de mercadotecnia de una importante empresa alemana. Cada vez con mayor insistencia, Claudia le lanzaba reclamos por el escaso interés en su relación de pareja y también por Adrián que al menos cuatro noches de cada semana se dormía sin ver a su papá, quien había salido muy temprano y que a las diez de la noche, aún no regresaba a casa.

Para no empezar una discusión sobre su crónico cansancio, desvió la pregunta hacia las actividades de Claudia que con cierta alteración le platicó de su visita al pueblo y los comentarios de Doña Ramona y Engracia quienes estuvieron muy insistentes en la urgencia de poner una cruz en el sitio en que levantaron el cadáver de doña Alicia, su suegra, a la que según dicen, han visto por el camino varias veces y eso significa que su alma no está descansando porque nunca se ha bendecido el sitio.

Iba a rebatirle las ideas obtusas de los lugareños, pero el niño no dejaba de apremiar a su madre sobre la cena y ella decidió ir a la cocina para prepararle un bocadillo y bañarlo antes de dormir.

Fernando entrecerró los ojos y empezó a dormitar con la visión de su madre cuando tres décadas atrás, también le preguntaba cariñosamente qué quería cenar y ante la negativa, mamá lo amenazaba con no contarle cuentos antes de dormir, entonces apuraba lo que le servía y corría a la cama para que esa moderna Scherezada lo cautivara con relatos fantasiosos, llenos de personajes extraordinarios.

Mezcladas con esas imágenes aparecieron las discusiones de sus padres, la reticencia de su madre para regresar a la ciudad, enamorada de la casa de San Bernardo y los celos crecientes de su padre.

Se agregó al sueño aquella escena de su madre llenando una maleta con la ropa del marido, después el fuerte ruido de la puerta de madera de la entrada principal. Minutos más tarde, los pasos recios, el portazo y el ruido del motor del auto familiar. Esa secuencia que Fernando interpretó, desde su escondite bajo las sábanas, como una de las tantas peleas-reconciliaciones de sus padres, en realidad fue el desenlace de una situación marital absurda como tantas otras, en que los celos desbordados conducen a la ruptura.

Don Raúl, furioso había abordado el automóvil y se regresó a la ciudad dispuesto a no volver más a la casa de la sierra y en espera de que su esposa recapacitara y lo alcanzara muy pronto.

 Inútilmente esperó que ella y su hijo regresaran a la ciudad, en cambio llegaron dos agentes a comunicarle que debía ir a reconocer a una mujer que había sido atropellada en el tramo de terracería que comunicaba la carretera de Puebla con el poblado de San Bernardo.

La vorágine que siguió a ese acontecimiento parece bloqueada de la memoria de Fernando, solo supo a ciencia cierta que su padre fue absuelto al no encontrarse rastros de que hubiera tenido que ver con el accidente. La investigación fue cerrada pero su padre nunca volvió a ser el mismo, hablaba poco y fue necesario hospitalizarlo en varias ocasiones hasta que tomaron la decisión de recluirlo en un asilo por su avanzado Alzheimer.

El niño Fernando fue encargado a sus abuelos maternos y siguió una vida lo más normal posible, estudiando en escuelas privadas y poniendo varios cerrojos psicológicos sobre aquel triste acontecimiento.

Cuatro años antes, le habían llamado del asilo para comunicarle el fallecimiento de su padre y formalmente acudió a los funerales y a recoger las pocas pertenencias del fallecido, cartas, algunos libros y papeles varios.

Uno de ellos era el acta de defunción de Alicia, su madre, en la que se consignaba que el cadáver presentaba las cuencas orbiculares vacías y un intenso olor debido seguramente a las horas que había permanecido expuesta en el lugar de los hechos esperando el peritaje legal.

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En esa parte del sueño Fernando se despertó bruscamente y ubicándose poco a poco, escuchó la voz de su mujer que ya había dado de cenar a Adrián, lo había bañado y se disponía a abrigarlo para dormir. El niño insistía en que le contara el cuento de las brujas y ella empezó a narrar aquellos viajes por el aire que hacían varias mujeres que tenían en común el ser esposas del Maligno, por haber celebrado un pacto con él, un pacto de sumisión en el que fueron marcadas en el cuerpo, a cambio de poderes mágicos para realizar todo tipo de maleficios que les daban poder, además de la capacidad de volar y el don de la ubicuidad. Se sacaban los ojos, los colocaban en una pequeña bolsa de manta y los ponían en las cenizas del fogón que aún estaban tibias; montaban una escoba y volaban hacia un lugar en medio del bosque para tener una reunión que llamaban aquelarre en la que hacían rituales de adoración a ese esposo maligno y bebían sangre fresca de animales que habían degollado por el camino.

Durante el día, las brujas eran mujeres normales, solo que evitaban comer delante de los demás, o mejor dicho no comían porque se alimentaban de sangre durante las noches.

Un día una de las brujas jóvenes fue al mercado y como era bonita, uno de los campesinos se enamoró de ella y le pidió que se casara con él. Ella también se enamoró y cuando se fueron a vivir juntos, el esposo estaba muy complacido con las dotes de su buena esposa, hacía excelentes guisos, tenía la casa muy limpia y ordenada, sabía tejer y bordar, pero… los meses pasaban y los hijos no venían, cada mes lunar él tenía la esperanza de que le diera la buena noticia, pero no llegaba…

Entonces empezó a fijarse en los detalles: le servía la comida, pero ella nunca probaba bocado aunque esto no le había preocupado porque la veía sana y rozagante.

El enamorado atribuía también a ese amor, el que tuviera ese sueño pesado del que no podía despertar hasta que los gallos empezaban a cantar. Para entonces ella se había levantado hacía buen rato pues la sábana de ese lado de la cama estaba muy fría.

Y sucedió que el esposo se propuso con mucho esfuerzo vigilar a que hora de la madrugada se levantaba su diligente esposa y así fue como una noche fingió dormir a pierna suelta como siempre y se dio cuenta que la mujer se levantaba sigilosamente, fue a la cocina, se sacó los ojos, los colocó en la bolsita de manta y caminó hacia la puerta trasera de la casa en la que siempre estaba una escoba para barrer los patios. Se guiaba por un par de luces rojas que emitían las cuencas de sus ojos, pero no parecían ver a otros seres vivos en el camino y prueba de ello era que estuvo a punto de caer cuando tropezó con el gato, al que odiaba, por cierto, y que en ese momento salía a sus correrías por el vecindario.

Al abordar su escoba, esta se elevó por el aire y rápidamente se perdió en el horizonte observándose solamente dos lucecitas rojas que cintilaban.

El marido se tomó una jarra completa de café para no dormirse y esperar el regreso de la esposa que ahora se estaba dando cuenta, era una bruja. Fue a la cocina, tomó el morralito que contenía los ojos y se los guardó en la bolsa de la camisa y siguió esperando. Antes de que los gallos cantaran decidió recostarse para que pensara que había estado dormido.

La bruja regreso y al bajar de su escoba fue directamente a la cocina para sacar del fogón sus ojos y colocárselos, pero, ¡oh sorpresa!, no estaba la bolsita y por más que la buscó a tientas porque recordemos que no podía ver bien, no los encontró.

Entonces su marido la llamó melosamente para que le hiciera el desayuno y ella se colocó rápidamente una pañoleta que le tapara la cara y fingió un fuerte dolor de cabeza. El pidió huevos fritos tiernos y la bruja se quemaba las manos porque no alcanzaba a ver el fuego ni el cocimiento de los huevos y así la estuvo poniendo a prueba hasta que ya entrada la mañana la sacó por la fuerza al sol y le quitó la pañoleta, ella chillaba de dolor porque el sol le pegaba de lleno en las cuencas vacías de los ojos y entonces él le dijo que conocía su secreto y le hizo prometer que nunca más se escaparía por las noches o no le regresaría sus ojos. La bruja se lo prometió y como estaban muy enamorados, nunca más voló en la escoba y tampoco volvió a sacarse los ojos, además pronto tuvieron un hijo.

……Adrián ya no escuchó el final del cuento, estaba profundamente dormido y tampoco escuchó los airados reclamos de Fernando a Claudia por la repetición de esos relatos extravagantes que solo harían que el pequeño se asustara o peor aún que empezara a creer en patrañas que ponen en entredicho hasta al sentido común, con mayor razón a la ciencia.

La discusión subió de tono por lo que Fernando optó por irse a la cama y tratar de conciliar el sueño, pero nuevamente se repetía la escena del lugar donde habían localizado el cuerpo de su madre y en algún momento lo asoció con las cinco piedras que había descubierto Adrián en el trayecto de llegada. Se dijo a sí mismo que debido a esas supersticiones de poner cruces en todos los lugares donde alguien murió, ahora las carreteras y avenidas de este país parecen cementerios, están llenas de cruces, y le pareció un dato macabro pensar que aún no estaban todas, pues, donde podrían caber las de los miles de cuerpos encontrados en fosas clandestinas y casas de seguridad de esos narcos que parecen sicarios del Maligno.   

No se dio cuenta del momento en que se quedó dormido, pero al despertar a las cinco de la mañana, no sintió la compañía de Claudia y atribuyó su ausencia a las prisas por terminar la traducción, seguramente está en el estudio, pensó.

Volvió a dormirse y despertó cuando el sol ya había salido y se propuso que el primer punto de su agenda del día sería llevar la llanta averiada a reparar.

Tomó de prisa un café, intentó ser amable con Claudia, pero ésta, de espaldas todo el tiempo con el pretexto de preparar verduras para la comida, ni siquiera contestó cuando le dijo que iría al pueblo.

Al llegar al taller mecánico saludó a Cosme, el dueño, al que conocía desde siempre. Tenía la intención de regresar rápido para la hora de la comida y tratar de hacer las paces con Claudia, finalmente deberían hacer un intento más por el bien de Adrián, así que solo registró de pasada el comentario sobre los forasteros que andaban por el pueblo dizque mapeando las zonas de interés porque sería declarado pueblo mágico. - Ya te habrá platicado tu esposa sobre ellos, el geógrafo va con mucha frecuencia por tu casa que al parecer tiene valor histórico, le dijo Cosme.

Al salir del taller, caminó hacia el mercado para comprar un ramo de flores de san Juan que eran las favoritas de su esposa, pero se habían acabado así que le ofrecieron un gran ramillete de flores de santa María, las reconoció por su intenso color amarillo casi naranja y su penetrante olor dulzón. Sonrió ante los comentarios de la vendedora, de que eran flores para hacer limpias, para sacar los demonios del cuerpo.

Abordó la camioneta y en pocos minutos ya estaba subiendo por el camino de terracería. Se detuvo en el sitio de la noche anterior, ahí donde su hijo contemplaba las luciérnagas sobre la pila de piedras y dejó unas cuantas flores del ramillete que había adquirido y hubiese querido rezar una oración completa por el alma de su madre, pero ya no recordaba muy bien las enseñanzas de los jesuitas así que se conformó con santiguarse y seguir su camino hacia la casa. Al momento de arrancar escuchó un fuerte ruido, como golpes sobre la parte trasera del vehículo, miró por el retrovisor, pero no se advertía nada extraño por el camino, no había viento fuerte y menos personas transitando por ahí.

Se estacionó al llegar a la casa y se dispuso a entrar, no sin antes revisar si había algún daño en el vehículo asociado al ruido que había escuchado. Lo que encontró fueron cinco marcas, como arañazos, que habían abollado la pintura desde el toldo y hasta la defensa. Asombrado pensó que tal vez alguna rama en la que no había reparado era la causa del estropicio y concluyó que lo mejor sería llamar a la aseguradora para que se hiciera cargo, claro, cuando regresaran a la ciudad.

Tomó las flores y se dirigió a la casa que, extrañamente, estaba con la puerta abierta, las cortinas corridas, y alcanzó a ver al pequeño Adrián absorto en sus legos. Entró, llamó a Claudia, la buscó por todas partes y de improviso se le apareció en la sala, aunque juraría que no estaba ahí cuando él entró. Ahora lo miraba de frente y sus ojos brillaban de manera extraña, ¿habría llorado?, por qué los tendría enrojecidos?, regresó para cerrar la puerta porque un aire frío se había colado de pronto, entonces advirtió aquel desagradable olor sulfuroso que ya había percibido antes y que estaba seguro, era el mismo de aquel día en que su madre falleció. 

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Sin dar explicaciones bajó con maletas, obligó a Adrián a dejar el lego y a su mujer a tomar su equipaje para regresar de inmediato a la ciudad. Sabía que podía ser la última oportunidad con Claudia, pero no le importó. Manejó sin detenerse hasta la autopista y una vez en ella intentó, sin muchas esperanzas, reiniciar un diálogo con su esposa que no había pronunciado palabra en todo el trayecto…, solo Adrián seguía inquieto y con sus preguntas sin responder: Papá, ¿que son esas lucecitas rojas que se ven arriba?, ¿por qué nos vienen siguiendo?...

 

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