El
señor Campusano, parado sobre el dintel de la entrada a su negocio, portaba un
elegante traje tweed, el cual había sido finamente confeccionado acorde a la
usanza inglesa. Y sus zapatos recién lustrados, reflejaban luces y figuras como
espejos.
El señor Campusano vendía relojes de
las más prestigiadas marcas. Tenía de todos los metales preciados en el gremio,
así como cientos de diseños. Él, observaba discretamente la indumentaria de las
personas que pasaban por la acera de la avenida, con la sola idea de saber lo
que estaba de moda. Pero, entre la muchedumbre, llamó su atención un ser desprovisto
de gracia; portaba un amplio saco gris, una gorra plana, y le colgaba una barba
entrecana y sucia. Se trataba de un hombre que miraba a través de los
aparadores de las tiendas. El tipo se paraba ante los cristales brevemente,
para luego retirarse y menear la cabeza en son de desaprobación.
El hombre se detuvo frente a una
tienda que exhibía trajes de lo último en moda. Tomó su saco, lo revisó, volvió
a voltear hacia el aparador y meneó la cabeza en son de desaprobación. Luego
avanzó unos metros, y se detuvo frente a una zapatería, cuya marca era la más
preciada por los ricos de la zona. El indigente se alzó el holgado pantalón,
miró sus zapatos, volvió a mirar el aparador, movió la cabeza en son de
desprecio, y continuó su camino, hasta pasar frente al señor Campusano, quien
lo fisgoneaba con lastimoso semblante. Al cruzarse las miradas, el vagabundo se
retiró el sombrero y le brindó una cordial sonrisa. Caminó unos pasos y se posó
frente al aparador, donde un espectacular reloj de pared, adornado con técnica damasquina,
llamó su atención, y permaneció mirándolo, como hipnotizado. En eso, el señor
González, director del partido político en el poder, arribó al negocio,
cordialmente saludó al señor Campusano, quien lo invitó a pasar a ver los
nuevos modelos recién llegados de la isla de Capri. Pero González se detuvo en
la puerta para observar al indigente; un instante después, se introdujo en la
tienda. Tras ellos, en la acera, el indigente sentado en cuclillas, suspiraba
al observar un pequeño reloj de oro, el cual, estaba colocado justo al lado del
reloj más grande del establecimiento. La diferencia entre uno y otro era
abismal, así como la diferencia en el costo. A ambos señores, que no dejaban de
mirar de vez en cuando hacia el indigente, les pareció digno de llamar la
atención aquella escena. Pero continuaron con el protocolo; uno debía mostrar,
mientras el otro debía poner cara de sorpresa.
No tardaron en estar inmersos en una charla
sobre aspectos financieros del país. Mas, el señor Campusano, quien tenía aspiraciones
políticas, haciendo gala de su conocimiento en asuntos económicos, disertó lo
suficiente como para marear a González con el tema. Hasta que el político,
mirando al indigente en la calle a través del aparador, dijo al dueño del
establecimiento:
–Pobre hombre, me apena su condición. Y
nosotros con nuestros excesos.
Al señor Campusano se le vino una idea para
dar buena impresión ante el político; la cual inmediatamente puso en marcha.
Tomó del brazo a González y le dijo:
–Permítame sólo un momento, que yo
también soy humano.
El señor Campusano, ante la vista del
González, salió del establecimiento e invitó a pasar al indigente, ayudándole
primero a levantarse, para luego entrar al establecimiento, y ofrecerle el
pequeño reloj, el que tenía cautivado al hombre.
–Ten, tómalo, es tuyo. Llévalo contigo a
donde quieras.
El tipo, incrédulo extendió con lentitud
su tembloroso brazo; al mostrar lo percudido de uñas y manos, cerró el puño.
Con el reloj puesto en su muñeca, y sin
esperar a que siquiera diera las gracias, el indigente fue conducido de vuelta
hacia la calle por el señor Campusano y González, quien se agregó al grupo para
vivir de cerca la expresión de alegría de aquel hombre.
El hombre, entendiendo lo ocupado de
su benefactor, no hizo comentario alguno; dio unos pasos, se paró frente a unas
cajas pletóricas de frutas, las cuales brillaban y lucían jugosas. El dueño de
la frutería vaciaba una caja de manzanas, cuando una de ellas salió rodando. El
indigente reaccionó y la detuvo antes que llegara hasta la calle, luego la
colocó sobre su respectiva caja. Pero el dueño de la frutería, le sonrió, y le
obsequió la manzana, diciéndole:
–Esta fruta es tuya, te la ganaste.
El indigente le contestó:
–¿La puede partir en dos, por favor?
Así lo hizo el tendero; el hombre la
tomó entre sus manos, agradeció al dueño de la frutería, y dio vuelta hacia la
relojería. En eso, un niño de la calle pasaba por el lugar, el indigente lo
detuvo, y le dio el reloj. El niño se lo agradeció, y corrió a mostrárselo a
sus amigos. Luego, el hombre continuó hacia la relojería, donde observó en la
puerta al dueño del lugar, acompañado del señor que también vestía elegante;
ambos, perplejos ante lo que atestiguaron.
Al
estar frente a ellos, el vagabundo dijo al dueño de la relojería:
–Ten, la mitad es tuya; si tú eres
capaz de compartir conmigo, yo también te comparto de mi manzana. En cuanto al
reloj, ya no lo necesitaba; como puedes ver, soy viejo, y un reloj de oro lo
único que puede darme es la hora, y ya me la había concedido. No te ofendas,
pero lo que yo necesito, ni reyes ni el hombre más poderoso pueden otorgármelo.
Lo único que yo necesito, es tiempo. No ves que soy indigente, y los indigentes
no poseen nada, más que tiempo. Ahora estoy completo.
El joyero, incrédulo, guardó
silencio, era la primera vez que una persona le rechazaba un obsequio. No uno
cualquiera. Uno que valía miles; a cambio, descubrió que a diario recibía uno,
que no tiene precio.