El décimo concierto por Dya Parra

 




Don Constantino era un músico suplente integrante de la Orquesta Sinfónica del Estado, y aunque tocaba el Violoncello con destreza, nunca fue considerado como un gran intérprete, por lo que asistía a los ensayos  para estar listo al momento del llamado, pero nunca le daban la oportunidad de salir al escenario. Muy alto y delgado, parecía tener alguna semejanza a la figura de su arco, siempre pulcro y con el cabello  engominado, vestía con trajes elegantes y usaba su reloj de faltriquera con leontina y un fedora de ala corta a lo Gardel. 

Era famoso por llevar debajo del sombrero una “pachita” con whiskey que escondía en un trasfondo improvisado y que al menor descuido del director en los ensayos, empinaba ocultándose entre las partituras de las Sonatas de Chopin o las sinfonías de Beethoven, terminando siempre más jubiloso de cómo había llegado.

Una noche al terminar el ensayo, caminaba por el parque dando los últimos tragos que le quedaban del destilado, miró al lado suyo y se dio cuenta que un  perro negro caminaba junto a él y cada vez que giraba su cabeza para observar al animal éste aumentaba de tamaño de manera desproporcionada; al principio pensó que los tragos de esa noche lo  hacían ver cosas extrañas, entonces se detuvo para poder mirarlo bien. Todo era silencio,  las farolas en el parque estaban apagadas y no se veía ni un alma,  el  perro  lo miraba  y de sus ojos parecían salir destellos bermejos; el animal se  había convertido en una bestia enorme que caminaba en círculos a su alrededor inquisidoramente.

Abrazando su Cello con firmeza don Constantino intentó hacer sonidos que amenazaran al animal, pero el miedo había debilitado su voz y de su garganta salieron solo leves carraspeos. –¡Shuuu shuu! ¡Largo de aquí maldita bestia! ¡Vete!– gritó don Constantino con desesperación.

–¿Te parezco tan despreciable, que por eso me alejas? –le contestó el enorme perro.

La sangre se le congeló dejándolo petrificado por completo, los efectos del alcohol  desaparecieron al escuchar la voz estentórea que salía del perro, estaba seguro de que era la presencia del mal; no podía moverse y mucho menos echarse a correr con el  Violoncello a cuestas y de ninguna manera dejaría en medio de aquel parque oscuro su preciado instrumento.

–¡Charlemos un momento! –le dijo la bestia– ¡Estoy aquí para hacerte un gran regalo!–  Hoy es el día de tu muerte, en pocos minutos te quedarás dormido en este parque y el frío congelará tu cuerpo, los mendigos robarán tu Violoncello y harán con él  leña para el fuego, alguien tomará tu lugar en la orquesta y  serás olvidado para siempre–.

–¡Esto no puede ser real! –murmuró don Constantino aterrado– y si así lo fuera… ¿Cómo podría yo creer en las palabras de un perro?–

–¡Sabes muy bien quién soy! –vociferó la bestia– Tengo el poder para cambiar de forma a voluntad, y ahora escucha con atención lo que he venido a decirte–.  El animal se acercó despacio a Don Constantino y emanando un vapor blanquecino del hocico continuó diciendo: –Puedo hacer que tus bolsillos estén siempre repletos de dinero, que obtengas todo el whiskey que desees tomar, y además de eso… puedo convertirte en el mejor Violoncelista del mundo, hacerte tocar en los más grandes escenarios y que seas recordado para siempre–.

Al sentir su cercanía se quedó inmóvil y en silencio mientras escuchaba  todo lo que la bestia le decía, por algunos momentos estuvo pensativo, y reflexionando todo aquello que le había propuesto,  preguntó: –¿Y qué es lo que tengo que darte a cambio?–

–¡Algo muy simple! –le dijo el animal– ¡Quiero tu alma!  Te daré la gloria que siempre has anhelado, pero cuando termine de escucharse tu décimo concierto morirás  y tu alma vagará toda la eternidad a mi lado–.

Tal era su pasión por la música y el whiskey que decidió aceptar lo que aquel “Ente Maligno” le pedía; aquella noche había logrado  hacer una tregua  con la muerte y convertirse en el mejor Violoncellista del mundo, pero a cambio aceptó también ser el eterno errante asistente de la muerte.

La noche siguiente el director y los otros integrantes de la orquesta escucharon a don Constantino en una muestra de histrionismo jamás antes vista, estremeció a todos con una musicalidad suprema y una técnica vibrante y poderosa. Tocaba su instrumento con un aire pasional y dramático y de esta manera su genialidad comenzó a ser reconocida.

En muy poco tiempo personas de todo el mundo querían conocer al prodigioso artista del Violoncello y fue así que comenzaron los conciertos. La Ópera de Viena, La Scala de Milán, El Bolshói de Rusia, fueron algunos de los teatros del mundo donde se anunciaron sus presentaciones.

Las fechas fueron programadas por orden de Don Constantino sólo para diez conciertos, anunciando que después del décimo se alejaría de los escenarios para siempre.

Los más altos dirigentes del mundo, la nobleza y realeza, las jerarquías eclesiásticas, músicos y compositores, pagaban altísimas cantidades de dinero para escuchar a semejante proeza del Violoncello.

Como era esperado por todos, los conciertos fueron una expresión magistral de pasión, destreza e histrionismo, el público  comentaba la majestuosidad en la interpretación con la que el virtuoso concertista se entregaba en el escenario asombrando a músicos y expertos, a quienes resultaba inconcebible que después del décimo concierto jamás  volvería a ser escuchado.

El miedo de cumplir la horrida promesa que había hecho crecía a medida que iban finalizando los conciertos, el músico sabía que no había manera de burlar a la muerte y con dolor y tristeza esperaba el décimo concierto.

La desafortunada noticia del retiro del artista estaba en boca de todos y llegó a oídos de un estadounidense, quién además de ser empresario decía ser un gran inventor. Fue al terminar su penúltimo concierto cuando don Constantino recibió una carta;  la misiva estaba firmada por “El Mago de Menlo Park”,  quien detallaba un invento con el que prometía al artista  hacer inmortal su última presentación.

Don Constantino, impaciente por conocer más detalles de la propuesta, de inmediato mandó traer a su presencia al inventor, quien le explicó con detalles el funcionamiento de su invento. Y así fue como en su décimo y último concierto se hicieron los preparativos para el experimento.

Todo estaba preparado, el teatro repleto como siempre, el programa anunciado: "Las  Seis Suites para Violoncello de Johann Sebastian Bach", era su última presentación y don Constantino se entregó en el escenario dando un concierto inolvidable a todos los asistentes. Fue una ejecución vibrante y apasionada, su cuerpo se agitaba en cadenciosos balanceos mientras expandía sus brazos majestuosos, uno deslizando  el arco con firmeza mientras con el otro acariciaba febrilmente las cuerdas, evocando con su mano el vuelo de un colibrí.

Fue casi  al final del concierto, cuando con su arco ejecutaba los últimos movimientos; el músico miró al lado suyo y horrorizado pudo ver a la muerte convertida de nuevo en aquel perro, con los destellos cobrizos en los ojos igual que aquella noche fría de invierno. Caminaba a su alrededor,  con el lomo erizado  y marcando sus recias pisadas con extraños movimientos, del hocico asomaban dos colmillos brillantes mientras emanaba un vapor blanquecino y denso.

El concierto estaba a punto de terminar, las últimas notas del Violoncello sonaron con estruendo, fue entonces que unas cortinas se abrieron dejando ver detrás del escenario a un hombre  manipulando un extraño instrumento.

Era “El Mago de Menlo Park” haciendo un saludo con su mano, mientras el público se ponía de pie  desconcertado, pues no entendían lo que estaba sucediendo.

Los acordes finales sonaron, la gente desbordada de entusiasmo ovacionaba al artista. Don Constantino miró de frente a la muerte, e inclinando su cabeza se puso de rodillas dispuesto a entregar su alma mientras la gente aplaudía. Pero continuó escuchándose la música... el público estupefacto guardó silencio total  en el recinto, mientras aquel aparato desconocido emitía la misma música que momentos antes acababan todos de escuchar, el teatro resonaba de nuevo con las notas sonoras que el instrumento reproducía para deleite y asombro de todos.

–¡El concierto no ha terminado! –gritaba la gente– ¡El concierto no terminará jamás! –se escuchaban las voces entre gritos y aplausos.

Las notas del Violoncello sonaban claras y brillantes nuevamente en el teatro, mientras el público continuaba de pie enardecido. Don Constantino, aun con lágrimas en sus ojos, se puso de pie, miró a la muerte y le dijo: – ¡El concierto no ha terminado!, ¡El concierto no terminará de escucharse jamás! La bestia emitía melancólicos bramidos mientras salía del teatro sola, con los  ojos bermejos, deslizándose pausadamente  entre la gente al  compás  de los acordes del Violoncello y las Suites de Johann Sebastian Bach.

 

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