El cuerpo del delito por Lorena Valerdi






Eran las cuatro de la mañana cuando el inspector Pérez llegó a la escena del crimen, ataviado con un pantalón de franela a cuadros y una chamarra negra, los policías municipales lo dispensaron por usar un calcetín color verde oscuro y otro con rayas negras y rosas.

El alboroto causado por el hallazgo, era debido a que no se trataba de un cuerpo cualquiera, éste era el cuerpo que en vida fuera ocupado por uno de los delincuentes más sanguinarios en la memoria colectiva del pueblo: el Matacién.

Por eso el presidente municipal había ordenado que llamaran inmediatamente al inspector más experimentado, al más aguzado del cuerpo policial de investigación criminal, pero no contestó el teléfono, entonces le llamaron al inspector Pérez, que si escuchó el teléfono debido a una diarrea que no lo dejaba conciliar el sueño.

Atender este asunto era de suma importancia para el Presidente Municipal ya que había prometido en su campaña que acabaría con el Matacién, y aunque él nunca se hubiera atrevido siquiera a levantarle la voz, alguien había hecho el trabajo sucio y esto hacía que la promesa de liberar al pueblo del yugo del Matacién se cumpliera.

El inspector Pérez se dispuso a inspeccionar la zona donde fue acomodado el cadáver, y justamente eso fue lo primero que llamó su atención, no era un cuerpo toscamente abandonado, más bien le parecía que estaba dispuesto de manera inusualmente cuidadosa, con las manos entrelazadas y recargadas a la altura del corazón, desde donde se asomaba un escapulario de la virgen de la Merced. El difunto además estaba cubierto hasta la cintura con una sábana blanca. El Matacién irradiaba tanta paz que por un momento el inspector pensó que levitaría hasta perderse en el cielo.

No había huellas de pisadas humanas, ni de neumáticos; las pistas las había borrado la lluvia torrencial que llegó con el anochecer. Sólo se veían algunas huellas de pezuñas de algún animal que merodeaba la zona.

Después de recabar la información de la escena del crimen, el inspector se dispuso a trazar su estrategia de investigación.

Buscar el móvil del asesinato, tarea difícil porque había motivos de sobra.

El detective empezó a explorar posibilidades y del batidillo de ideas quedaron tres líneas de investigación:

Primera: Crimen pasional. Alguna de las concubinas en un arranque de celos había decidido que el Matacién no sería de ninguna.

Entonces el inspector Pérez planeó al amanecer interrogar a las concubinas conocidas, pero para su sorpresa ellas llegaron voluntariamente a la comisaria para rendir su declaración entre sollozos unas, y otras cargando entre sus brazos pequeños con caritas a escala diminuta del Matacién. Y en una muestra de fraternidad las ocho mujeres dieron la misma declaración: A ellas no les constaba que el Matacién se  dedicara a nada ilícito, que las había enamorado con su sentido del humor además de los detalles que tenía con ellas, y todas declararon que serían incapaces de dañar al hombre que amaban. Poco antes de terminar el monótono interrogatorio a la última viuda, llegó a las manos del inspector una lista de asistencia donde el párroco de la iglesia daba fe de que todas las mujeres se encontraban en un encierro en la iglesia la noche del asesinato, lo que hizo que el inspector Pérez abandonara esta línea de investigación.

Segunda hipótesis: Ajuste de cuentas.
El cártel contrario lo había asesinado, esta era una teoría difícil de refutar pero también de comprobar. Sin embargo, el asesinato carecía de la saña y la violencia de los narcotraficantes.

Tercer teoría: Muerte natural.
Inseparable de la vida, la muerte natural.

Pasaron varias semanas y llegó el resultado de la autopsia de ley. Causa de la muerte: paro cardíaco.

Frustrado y casi a punto de cerrar el caso el detective tuvo una corazonada. Visitó al padre del Matacién, un hombre alto, fuerte, de casi setenta años, con temperamento huraño, que vivía en las afueras del pueblo.

Cuando entró a su pequeña y austera casa se dio cuenta que había un altar con la foto del Matacién en su primera comunión, de la mano de su madre, el retrato estaba iluminado con una veladora cuya luz hacía brillar un escapulario de la virgen de la Merced, colgado de una esquina del marco.

El padre del Matacién lo invitó a sentarse y al ver la cara de asombro del detective comenzó a contarle: no hay nada más doloroso que sentir cómo muere un hijo poco a poco cada día, hasta ver un cuerpo que se mueve solo para hacer daño.

¾ Tenía mucho miedo de no poder enterrar y llorar a mi hijo completo, si los malos del cártel lo atrapaban iba a quedar en pedacitos y tendría que buscarlo en varios lugares para que al final yo llorara sobre una mano de quién sabe quién y acariciara la pierna de otro desdichado.

O en un enfrentamiento con la policía me lo dejarían todo agujereado.

Miedo de que alguna de esas mujeres lo capara una noche, en un arranque de celos.

Así que puse en su cerveza un brebaje venenoso, y lo cuidé toda la noche, se quejó poquito pero lo pude abrazar y todo fue muy natural, poco a poco se convirtió en un remanso de paz.

Después de que se quedó quietecito lo subí a la camioneta, y le di vueltas hasta que miré un lugar bonito y lo acomodé, para que de allí partiera con su madre. Al fin que ella era la única que sabía cómo apaciguarlo.

El inspector salió de la casa del padre del Matacién y entregó el informe a la comisaría:

“Después del análisis minucioso y metódico de la escena del crimen,  del cuerpo del delito y los testimonios, se concluye muerte natural. Caso cerrado”.

 

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