Eran las cuatro de la
mañana cuando el inspector Pérez llegó a la escena del crimen, ataviado con un
pantalón de franela a cuadros y una chamarra negra, los policías municipales lo
dispensaron por usar un calcetín color verde oscuro y otro con rayas negras y
rosas.
El alboroto causado por el
hallazgo, era debido a que no se trataba de un cuerpo cualquiera, éste era el
cuerpo que en vida fuera ocupado por uno de los delincuentes más sanguinarios en
la memoria colectiva del pueblo: el Matacién.
Por eso el presidente
municipal había ordenado que llamaran inmediatamente al inspector más
experimentado, al más aguzado del cuerpo policial de investigación criminal,
pero no contestó el teléfono, entonces le llamaron al inspector Pérez, que si escuchó
el teléfono debido a una diarrea que no lo dejaba conciliar el sueño.
Atender este asunto era de
suma importancia para el Presidente Municipal ya que había prometido en su campaña
que acabaría con el Matacién, y aunque él nunca se hubiera atrevido siquiera a
levantarle la voz, alguien había hecho el trabajo sucio y esto hacía que la
promesa de liberar al pueblo del yugo del Matacién se cumpliera.
El inspector Pérez se dispuso
a inspeccionar la zona donde fue acomodado el cadáver, y justamente eso fue lo
primero que llamó su atención, no era un cuerpo toscamente abandonado, más bien
le parecía que estaba dispuesto de manera inusualmente cuidadosa, con las manos
entrelazadas y recargadas a la altura del corazón, desde donde se asomaba un
escapulario de la virgen de la Merced. El difunto además estaba cubierto hasta
la cintura con una sábana blanca. El Matacién irradiaba tanta paz que por un
momento el inspector pensó que levitaría hasta perderse en el cielo.
No había huellas de pisadas
humanas, ni de neumáticos; las pistas las había borrado la lluvia torrencial
que llegó con el anochecer. Sólo se veían algunas huellas de pezuñas de algún
animal que merodeaba la zona.
Después de recabar la información
de la escena del crimen, el inspector se dispuso a trazar su estrategia de
investigación.
Buscar el móvil del
asesinato, tarea difícil porque había motivos de sobra.
El detective empezó a
explorar posibilidades y del batidillo de ideas quedaron tres líneas de
investigación:
Primera: Crimen pasional.
Alguna de las concubinas en un arranque de celos había decidido que el Matacién
no sería de ninguna.
Entonces el inspector Pérez
planeó al amanecer interrogar a las concubinas conocidas, pero para su sorpresa
ellas llegaron voluntariamente a la comisaria para rendir su declaración entre
sollozos unas, y otras cargando entre sus brazos pequeños con caritas a escala
diminuta del Matacién. Y en una muestra de fraternidad las ocho mujeres dieron
la misma declaración: A ellas no les constaba que el Matacién se dedicara a nada ilícito, que las había
enamorado con su sentido del humor además de los detalles que tenía con ellas,
y todas declararon que serían incapaces de dañar al hombre que amaban. Poco
antes de terminar el monótono interrogatorio a la última viuda, llegó a las
manos del inspector una lista de asistencia donde el párroco de la iglesia daba
fe de que todas las mujeres se encontraban en un encierro en la iglesia la noche
del asesinato, lo que hizo que el inspector Pérez abandonara esta línea de
investigación.
Segunda hipótesis: Ajuste
de cuentas.
El cártel contrario lo
había asesinado, esta era una teoría difícil de refutar pero también de
comprobar. Sin embargo, el asesinato carecía de la saña y la violencia de los
narcotraficantes.
Tercer teoría: Muerte
natural.
Inseparable de la vida, la
muerte natural.
Pasaron varias semanas y
llegó el resultado de la autopsia de ley. Causa de la muerte: paro cardíaco.
Frustrado y casi a punto de
cerrar el caso el detective tuvo una corazonada. Visitó al padre del Matacién,
un hombre alto, fuerte, de casi setenta años, con temperamento huraño, que
vivía en las afueras del pueblo.
Cuando entró a su pequeña y
austera casa se dio cuenta que había un altar con la foto del Matacién en su
primera comunión, de la mano de su madre, el retrato estaba iluminado con una
veladora cuya luz hacía brillar un escapulario de la virgen de la Merced,
colgado de una esquina del marco.
El padre del Matacién lo
invitó a sentarse y al ver la cara de asombro del detective comenzó a contarle:
no hay nada más doloroso que sentir cómo muere un hijo poco a poco cada día,
hasta ver un cuerpo que se mueve solo para hacer daño.
¾ Tenía mucho miedo de no poder
enterrar y llorar a mi hijo completo, si los malos del cártel lo atrapaban iba
a quedar en pedacitos y tendría que buscarlo en varios lugares para que al
final yo llorara sobre una mano de quién sabe quién y acariciara la pierna de
otro desdichado.
O en un enfrentamiento con
la policía me lo dejarían todo agujereado.
Miedo de que alguna de esas
mujeres lo capara una noche, en un arranque de celos.
Así que puse en su cerveza
un brebaje venenoso, y lo cuidé toda la noche, se quejó poquito pero lo pude
abrazar y todo fue muy natural, poco a poco se convirtió en un remanso de paz.
Después de que se quedó
quietecito lo subí a la camioneta, y le di vueltas hasta que miré un lugar
bonito y lo acomodé, para que de allí partiera con su madre. Al fin que ella
era la única que sabía cómo apaciguarlo.
El inspector salió de la
casa del padre del Matacién y entregó el informe a la comisaría:
“Después del análisis
minucioso y metódico de la escena del crimen,
del cuerpo del delito y los testimonios, se concluye muerte natural.
Caso cerrado”.