El cuarto del diablo - Karla Sofía González De Anda






La mano de Peter llevaba más de media hora suspendida a tres centímetros por encima de su cuaderno de artes. Por quinta vez en el día, se preguntó si el lugar no era el adecuado para aquella tarea, pues había demasiadas distracciones y su mente curiosa no podía hacer menos que ir de aquí para allá brincando entre las conversaciones que mantenía la gente.

El tiempo iba pasando sin demostrar ningún avance y cuando el local en el que se encontraba cambió la canción, Peter volvió a fijar su atención en la hoja en blanco de su cuaderno, torció ligeramente su gesto y levantó la mano, dispuesto a pedir la cuenta cuando dos mujeres se sentaron en una mesa al lado de él, un impulso creciente obligó a su brazo a caer inerte pegado a su cuerpo, mientras volvió a sujetar entre los dedos de su mano izquierda su pluma.

Comenzó entonces a trazar el dibujo de una de las mujeres, escuchando con interés la extraña conversación.

Una de las mujeres ordenó un batido de fresa.

–Fíjate que hace un mes que mi papá se enfermó y lo llevaron al pasillo de enfermos terminales – se detuvo y le dio un trago a su malteada –de hecho, la enfermera nos dijo a mí y a mi hermano que se podía morir hoy, mañana o en un año, por eso es que nos estamos turnando para cuidarlo, tú sabes una semana él y una semana yo…
La mano de Peter se detuvo en seco, mientras su cuerpo se inclinaba en dirección a donde se encontraban intentando seguir el hilo de la conversación
–La cosa es, que cuando mi papá ya llevaba tres semanas internado, llevaron a un viejito allí también.
–¿A la misma habitación? –dijo la otra mujer mientras sujetaba su cabello en una coleta.
–Sí, es que las enfermeras dicen que como ya se van a morir no tiene caso estarse gastando recursos en ellos, además así se hacen algo de compañía –nuevamente sus labios sostuvieron el pequeño popote y dio otro trago a su bebida, –entonces yo no estaba ahí porque esa semana le tocaba a Oscar estar en el hospital, pero él me dijo que él se puso a rezar para que si mi papá se moría se fuera al cielo. Y haz de cuenta que, bueno, no sé si has visto la película del exorcista.

Frente a ella la otra mujer pasó las manos por su coleta de cabello cano antes de asentir con la cabeza.

–Ya, pues Oscar dice que así le hace el viejito, que saca la lengua, una lengua larga, larga, y que puede girar la cabeza completamente, como en la película.
–¿Y tú le crees? –La expresión de la mujer era burlona.

Al lado en la mesa de Peter, una mesera colocó una taza de café, Peter agradeció y sujetó la taza con ambas manos disfrutando del calor que ésta le proporcionaba.

–No, espérate, –el vaso de malteada ya iba a la mitad –yo tampoco le creía y entonces le dije a Oscar que se fuera a descansar y yo terminaba la semana por él, por eso el día siguiente me presenté al hospital para eso de las seis de la noche.
–¿Y qué? ¿Se te apareció el viejito? –Se burló la otra.
–Ya quisieras tú –tomó otro trago de su malteada –en la habitación, justo al lado de la cama de aquel señor estaba sentada una muchachita, se veía muy joven, a lo mucho, tenía veinte años, y entonces yo me acerqué y le pregunté qué hacia allí, y ella me dijo que estaba cuidando a su abuelito, porque su mamá estaba ya grande y no podía subir las escaleras. La verdad es que yo quería comprobar si lo que mi hermano me decía era cierto o no y  le pregunté que qué era lo que tenía su abuelito, y por qué estaba ahí, pero ella me volvió a contestar lo mismo, que lo estaba cuidando ella, porque su mamá ya no podía subir escaleras; por eso yo le empecé a platicar que yo estaba cuidando a mi papá, y que llevaba tres semanas allí después de estar dos años con cáncer de páncreas, y que mi madre había muerto hace seis años, cuando yo tenía veintitrés, luego le ofrecí un cigarrillo y como que le di confianza porque ella me empezó a contar que en realidad no le gustaba cuidar a su abuelito.
–¿Por qué?
–Pues, me dijo que era porque cuando a ella lo cuidaba la miraba muy feo y que cuando ella se ponía a rezarle él le gritaba.
–Puede que no se lleven bien –la mujer estiró su mano para tomar una servilleta y limpió su nariz.
–Mira, la verdad es que no sé, pero pienso honestamente que cuando alguien se está ya muriendo, se olvida de las viejas riñas, además, ella me dijo que su abuela y su madre, le habían contado cuando era ella más pequeña, que su abuelito tenía muchas mujeres, que comenzaba a salir con una mujer y le ponía su casa, luego conocía a otra mujer y pues que no le importaba tener ya familia, se iba con la nueva y también le ponía su casa, que por eso las mujeres se iban con él, aunque lo cierto es que la familia de la chica, Dennis creo que me dijo que se llamaba, nunca había sido de mucho dinero, por eso se les hacía raro.
–Tal vez vendía drogas –enredó su coleta entre los dedos de su mano derecha y miró a su compañera a los ojos.

Por otro lado Peter acababa de terminar su dibujo y ahora se limitaba a mirar con el ceño fruncido la taza de café, que ahora se encontraba fría entre sus manos, aun escuchando a las mujeres con atención.

–Tal vez, Agnes, pero yo prefiero quedarme con la versión que me contó su nieta.
–¿Cuál sería?, si me permites preguntar –al hacer esta pregunta, Agnes enarcó las cejas.
–Me dijo que el señor ese, le había vendido su alma al diablo y que era por eso que estaba ahí.
–Entonces, sólo porque esa tal Dennis te dijo que el viejo estaba poseído ¿le vas a creer?
–¡Por Dios santo!, Agnes, déjame terminar –se quejó la otra dándole un último trago a su malteada –sé que esto suena ilógico, pero piensa en lo que dijo Oscar, tiene sentido ahora que sé la historia completa ¿no lo crees? Además Dennis es su nieta, no tiene motivos para mentirme.
–En realidad, no me termino de creer ese montón de tonterías.
–Pues cómo quieras, yo termino con mi historia y me voy a casa, allá tú si me quieres creer –la mujer se apartó un largo mechón de cabello de la frente y después continuó. –Cuando me dijo eso se soltó llorando, entonces yo le dije que todo iba a estar bien y que cuando se muriera su abuelito iba a poder volver a la normalidad, y ella me dijo que aquella era la tercera vez que cambiaban a su abuelito del hospital, porque ya llevaba más de diez años igual de enfermo, que ella y su mamá habían hablado con el doctor y que él les había dicho que ya a lo mucho le quedaban dos meses, pero que ella no creía que en verdad fuera a morirse, de hecho me dijo que su abuelito no se iba a morir nunca porque ya no era su abuelito, si no el mismo Satanás que lo estaba poseyendo, luego volvió a llorar y me dijo entre sollozos que tenía miedo porque ella lo iba a tener que cuidar toda su vida.
–¿Qué hiciste entonces?
–El resto de la noche la acompañé, fumamos un poco y luego le hablé de mi trabajo, lo cierto es, que me dio lástima la muchachita, apenas está estudiando la carrera y ya se está preocupando por estas cosas
–Son cosas de la vida –dijo Agnes negando con la cabeza.
–Sí, Dennis se fue a la escuela por la mañana y no sé qué hubieras hecho tú, pero yo me acerqué a una enfermera y con la pena y todo, le dije que mi papá ya estaba muy malito y que, si se iba a morir cualquiera de estos días, que prefería que fuera en mi casa, por eso te cité aquí, para no molestar a mi papá, ya lleva dos días en mi casa y yo no he vuelto a ir al hospital.
–Pues qué tontería, no te ofendas, pero no pareces más que una niña asustada.
–Pues tal vez, pero duermo mejor desde que mi papá está en casa, en el hospital no podía pegar el ojo.

Peter parpadeó varias veces en un vago intento por apartar las lágrimas de terror que llenaban sus ojos y su cuerpo dio un brinco involuntario ante la aparición de la misma mesera que le había traído el café, esta vez, preguntando si deseaba algo más. Peter ordenó otra taza de café y una vez que la mesera desapareció tras la puerta de la cocina, él giró su cabeza en la dirección en la que estaban las mujeres. Donde la mujer que había ordenado una malteada estaba terminando de levantarse.

–¿Vas a pedir algo? –preguntó ésta, colocando el dinero de la bebida sobre la mesa de madera.
–No, yo también ya me voy –Agnes se levantó enseguida y juntas abandonaron el local.

Sin embargo, no fue hasta que doblaron la esquina que Peter apartó la vista dejando que cayera sobre su libreta. Dentro de ella podía apreciarse un claro dibujo de una mujer de treinta años con una sonrisa en los labios y una malteada de fresa. Pidió la cuenta diez minutos después de que las señoras hubieran abandonado el lugar, y llegó a su casa cuando el reloj dio las nueve de la noche, pero a pesar de todo Peter no pudo quitarse la sensación de que lo seguían hasta después de haber entrado a su casa y abrazando con fuerza a su madre y a su padre, y tal vez fue el exceso de café el que impidió que aquella noche, Peter cerrara los ojos.


 

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