El coleccionista por Betsabé Jiménez






Cada objeto de la habitación tenía un significado especial para Dagur. Los que entraron a aquel mundo sólo vieron cacharros viejos y artefactos inservibles, pero él había empleado veinte años en la recolección de cada objeto que estuviera relacionado con la luz. Los cuarzos fueron para él un gran hallazgo después de que visitó un museo de Geología. Pronto llenó de piedras las repisas de su cuarto. También puso en ellas lámparas de lava, focos, faroles chinos, bengalas, fuegos artificiales, y velas, objeto de su fascinación en sus horas de insomnio, cuando también contemplaba la colección de fotos clasificadas de relámpagos detrás de la puerta de su habitación. Poseía un calendario donde se señalaban los avistamientos de lluvia de estrellas y los cambios de la luna; un telescopio, frascos llenos de brillos, prismas, cristales, objetos todos que servían de compañía a los ojos de Mariel, guardados en una caja de cristal.

            La mañana de su sexto cumpleaños, despertó con un haz de luz que le atravesó el pecho, ese hilo de sol que se coló en la ventana, lo entibió y lo llenó de alegría. En su inocencia vació al piso un frasco de canicas, e intentó sin éxito, guardar la luz dentro. A cambio, su madre le regaló una lámpara de baterías. Fue el primer objeto que poseyó el cual, con un simple interruptor, dejaba ir y venir la luz como si se tratara de una prisionera que se liberara con un simple deslizar del dedo sobre el botón.

            Flash y Linterna verde, acompañaban sus juegos. También el cuarto lleno de repisas, objetos clasificados por cantidad de luz emitida, registrados todos con pequeñas etiquetas que cuidadosamente colocó en cada espacio. Ahí pasaba largas horas, el jardín quedó lejano a sus planes, al igual que los amigos en las calles. Se volvió silencioso y reservado. Sólo vivía para capturar la luz.

            En la biblioteca leía textos de Astronomía, Geografía y Física, su fenómeno favorito era cuando las gotas de agua, suspendidas en la atmósfera, descomponen la luz formando el arcoíris. Se volvió un observador de los cielos y sus espectáculos. Los relámpagos y las fases de la luna quedaron registradas en fotos y archivadas con precisión en tarjetas que guardaba en cajas de zapatos debajo de la cama. Un trabajo que hacía pacientemente en su adolescencia. La escuela se volvió un estorbo, decidió estudiar por su cuenta, al final él ya había leído más de lo que debía a su edad. La ansiedad por el conocimiento, lo había llevado a tomar clases en grados superiores a los que le asignaban. Textos especializados para Maestría y Doctorado se volvieron sus lecturas predilectas a sus dieciséis años.
            Al enterarse del accidente que sufrieron sus padres en la autopista cuando venían de regreso a casa, dispuso todo para llevarlos a la agencia funeraria, pidió al encargado como un favor muy especial, ser espectador mientras se realizaba el servicio. Supo que existía luz en lo inerte cuando vio envueltos en llamas a su padre y a su madre, hilos largos centelleantes tocaron los techos del crematorio. El silencio se volvió su compañía. Dag comenzó a adueñarse de cada resquicio de la casa. Hizo modificaciones que hasta ese instante darían una verdadera luz al interior: techos cristalinos y grandes ventanas. De noche, antorchas, faroles y lámparas daban una sensación de calor y luminosidad a la casa vacía.
            No lo sabía hasta que la vio. Entró al observatorio y pidió informes acerca de la noche de observación de la próxima lluvia de estrellas. Ella era delgada, tez pálida y cabello oscuro, pasos ágiles y flotantes. Olor a azares y lima. Dagur escuchó su voz tersa viajando por su oído, estaba lejos, pero la sentía cerca. Quizá se sintió observada por eso la chica de inmediato giró su cuello y discretamente dejó escapar esa luz azul divina que llevaba en la mirada. El destello de aquellos soles añiles lo dejó cegado. Esa noche fue definitiva para él y para todo lo que había coleccionado durante los últimos años.

            Recorrió la casa con cuidado tratando de encontrar en la naturaleza, en fichas, fotos, en sus registros, algo que se asemejara aquella luminiscencia que lo había atrapado. No halló nada. Solo desesperación, comenzó a dar vueltas de un lado a otro pensando en las horas que faltaban para reencontrarse con esa afortunada mujer. Buscó en el bolsillo del saco la invitación a la noche especial que organizaba el museo para observar la lluvia de estrellas. Aunque Dag sólo deseaba ver una, más bien dos. Esas prismáticas gotas de luz aguamarina que había encontrado en los ojos de la mujer.

            El día le pareció largo. Tuvo muchas tareas, las ansias le recorrían el cuerpo una y otra vez, los temblores le llegaban a manos y piernas. Cerraba los ojos y esa luz en la mirada de aquella chica se volvía más nítida, en sus adentros vivía una fugaz intermitencia. Salió con anticipación para encontrarla. La joven desconocida no tardó mucho en llegar. Dag se acercó con timidez y ofreció sus conocimientos de astronomía. Habló con ella durante largo rato, justo las tres horas más impresionantes de la noche. Él le preguntó su nombre, ella dijo Mariel.

            Dag creyó que todo había salido perfecto, pero cuando colocó los ojos de Mariel dentro de la caja de cristal, notó que ya no había nada dentro de ellos. Ni un ápice de luz. Ni una nimia parte de ese fractal de universo que ella anidaba en la mirada. Esas dos esferas habían perdido su belleza. Se sintió decepcionado, timado. A quién habría de culpar. No fue lo que esperaba.

            Ahora, después de tres semanas, alguien había descubierto su hazaña. Hasta el pie de su puerta llegaron luces rojas y azules. Unas centelleantes esposas, se apretaron fuerte alrededor de sus muñecas. Lo condujeron frente a la corte para que le dictaran sentencia por el secuestro y homicidio de Mariel Dunn. Fue claro cuando confesó al juez lo que había sucedido: solo deseaba coleccionar la luz que habitaba en los ojos de Mariel y así, registrar en sus tarjetas aquel espectáculo de luminosidad que lo había deslumbrado. Los primeros diagnósticos a su atrocidad fueron que padecía una enfermedad mental. Nadie comprendía sus argumentos. Estaba solo, la humedad que sombreaba las paredes del sitio frío y olvidado al que lo llevaron, provocó que avanzara con rapidez la oscuridad en cada poro de su cuerpo; sólo una lámpara antigua le quedaba dentro de su celda. La luz de la luna que según sus cálculos se encontraba en cuarto menguante, ni siquiera filtraba un rayo delgado y fino a través de alguna hendidura.
  
          El guardia le hizo saber que la ejecución se realizaría en tres días. Llevó hasta la asfixiante cueva donde ahora sobrevivía Dagur, una hoja de papel, en ella él escribiría dos peticiones. La primera fue salir al patio durante la noche para mirar la luna. La segunda petición fue tomar de alimento una aceituna con hueso. En su pensamiento imaginó que la semilla, al pasar el tiempo, se volvería un olivo y que se alimentaria del sol, cada parte de su ser sentiría la paz de encontrarse con la luz infinita del astro meciendo sus tallos y hojas.

 

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