El arco de Santa Catalina y el Volcán de
Agua, fueron los únicos testigos del asesinato del millonario Estadounidense
William Blake, a eso de las siete de la mañana. La cúspide del volcán se protegía con una nube
blanca, enrollada con un fingido disimulo. El sol no se atrevía a salir
completo de su nocturno escondite. El viento cesó, detuvo su actividad,
resguardado en algún callejón.
Mi nombre es Julián Apodaca, Subcomisario
de la Policía Nacional Civil de La Antigua Guatemala. Soy hombre de pocas
palabras pero intentaré hacer una narración adecuada de lo sucedido el 2 de
septiembre de este año, 2016.
El Señor Guillermo Blake, o William, como
consta en su pasaporte de los Estados Unidos, llegó a Guatemala el pasado 20 de
agosto. Acudía a una visita anual a este país solo, pues según se nos ha
informado no es casado ni tiene familia; se hospedaba en el Hotel Casa Santo
Domingo de La Antigua por tres o cuatro meses para el estudio del comportamiento de los
volcanes Agua y Fuego. Muchos científicos de renombre realizan mediciones y
pronósticos de su actividad. En esta ocasión, Mr. Blake había trabajado por
diez días en las faldas de los volcanes. Hablaba poco español, pero se entendía
bien con Juan Choc, un indígena local, quien le servía cada año de guía y
traductor con los pobladores nativos. Caminaban mucho, iban todos los días a
Chimaltenango o a Alotenenango, hablaban con los pobladores, cargaban un
sismógrafo, un Gravímetro y un medidor de inclinación, además del GPS. Juan
Choc y Mr. Blake sostenían una amistad fraternal y Juan se había superado de
manera notable con los años al lado del
americano.
La rutina de Blake era invariable. Según
dicen los empleados del hotel, salía, caminaba solo por las calles de La
Antigua antes del amanecer, a paso lento, reservado, melancólico, con las manos
enlazadas por detrás. Trataba de leer algo en el cielo, en el clima, en los
vientos, retaba a los volcanes con su mirada, según cuentan los pocos testigos
de sus paseos matinales. Regresaba al hotel a las nueve, desayunaba algo ligero
y en cuanto Juan Choc llegaba, salían en un Jeep descapotable a sus ocupaciones
científicas.
Cuando yo llegué a la escena del crimen
vi su cuerpo, boca abajo, con sangre que brotaba todavía del agujero en su
cabeza. Una enorme piedra volcánica por un lado, mucho polvo y moscas sobre él.
Comencé la investigación, recabé datos,
avisé a la Embajada de Estados Unido en donde obtuve información poco
relevante: un científico y fotógrafo aficionado, independiente; trabajos
previos en México y en California, siempre relacionados con el estudio de los
volcanes. Leí artículos publicados por él. Mr. Blake hablaba de la constante amenaza
que representaban para la población, de los riesgos de habitar cerca de ellos.
Proponía la detección previa de una erupción en base a su actividad histórica
para prever una catástrofe. Le obsesionaba la idea de apagarles, de sofocarlos.
Fue entonces cuando un pensamiento fugaz cruzó por mi mente. Cité a Juan Choc,
le pregunté sobre Blake, si tenía enemigos, si había tenido alguna dificultad
con alguien de la zona. Juan me refirió
la irreverencia del gringo hacia los amos de esas tierras: los volcanes. Me
contó cómo los analizaba y los amenazaba. Incluso relató que una tarde Mr.
Blake se acercó tanto al cráter del Volcán de Agua, que el mismo Juan temió por
su seguridad. Blake tiró con fuerza una enorme piedra al centro del cráter y
lanzó una advertencia, escupió, lo retó a permanecer quieto como si de una
criatura viva se tratara. El hombre que parecía tranquilo frente a los
habitantes del lugar, se transformaba en fuego al estar cerca de un volcán.
Juan Choc mencionó que el gigante
enfurecido buscó venganza y escupió una enorme roca desde la lejanía al ver
pasar campante al gringo por el arco de Santa Catalina. No tenía duda de ello.
Los volcanes eran sagrados en esas tierras y tenían dignidad.
Mi duda surgió cuando me enteré que Juan
sería el único heredero de la inmensa fortuna de Mr. William Blake.