Nací
en una fría mañana de enero, en la parte de atrás de una casa abandonada. Poco
a poco, notaba cómo iba aumentando mi tamaño.
Crecía tan rápido que creí que en cualquier momento tocaría el cielo.
Quería moverme, pero no podía.
Estaba inmóvil, pensaba que había nacido defectuoso o con un código al
revés. Trataba de correr o por lo menos
caminar, era inútil; lo único que conseguía era un parpadeo de mis hojas.
No tenía amigos, los que permanecían
junto a mí habían fallecido hace tiempo; estaban petrificados. Una plaga de
bacterias e insectos chupadores de savia los había acabado. Algunas veces hablé
con ellos y les regalé apodos dependiendo de su aspecto.
Me enamoré de la luna, ella me
visitaba por las noches. Me compartía de su brillo, eso me agradaba y mucho.
Tuvimos largas horas para nosotros dos, yo bebía de sus iones de sodio y
potasio y siempre conseguía grandes orgasmos de fuerza centrífuga.
En todo este tiempo observé a las
nubes. Son tan sentimentales y hormonales.
Hay veces que lloran por nada y entonces sueltan una fuerte tormenta que
a mí me causa gran alegría. Otras veces se enojan sin razón aparente, se ponen
furiosas, son altaneras y gritan con gran estruendo. Sin embargo, son hermosas,
avainilladas y caprichosas.
El
sol, mi querido sol. Mi amante de fotosíntesis mañanero. Me hace ruborizarme y me alimenta de su
esencia sublime. Entra por mis poros, logra que mi tronco se convulsione de
placer y mis hojas se envuelvan en un aura de clímax bestial.
Lo sé, tengo muchos amantes; la
luna, el sol y mi estrella favorita: Alphecca.
No me juzguen, estoy solo. A mi alrededor están todos muertos, y yo soy
tan necesitado y pasional.
Alphecca es una diosa, un gran ser
de luz que me acepta tal como soy. Es la estrella más brillante de la
constelación Corona Boreal. Se conecta
con mi espíritu puro y natural. Me eleva
a un estado de paz y aceptación. Me hace
el amor abrazándome con incandescencia y me lleva al limbo con ángeles que se
conectan en el momento.
Todos los días le he pedido al cielo
el mismo deseo: alas para volar. Con el paso de los años, sólo crecía más y
más; me volví velludo y crecieron hongos en mi tronco. Insectos y animales de
todo tipo se hospedaron en mí, algunos eran buenos comensales, otros eran unos
malditos desgraciados que me maltrataban.
No podía hacer nada, seguía inmóvil.
Ni con la ayuda del viento de otoño podía arrancarlos de mi cuerpo.
Han pasado noventa y nueve
años. Es increíble que nadie haya
habitado la casa. Es bonita y bastante
espaciosa. Tiene grandes ventanas y un
amplio comedor digno de magníficas fiestas.
Parece que los dueños fallecieron y no hubo herederos. Envejecí mucho antes de tiempo; mis hojas
están estériles, mis heridas sangran y tengo resina en todo mi cuerpo.
Los pinzones han formado enredaderas
con sus nidos, los murciélagos defecan en mis hojas y mis raíces se han
deshidratado. Hoy el cielo está despejado, tal vez sea un buen augurio. Una flor blanca brota de la parte central de
mi tronco. La flor se abre con brisa propia y aparecen unas bellísimas alas. El
brillo de Alphecca se hace presente y mis alas tornasol toman vida.
Un ruido se escucha, unos dientes
veloces muerden mi tronco. Dos
hombrecillos están aquí. Tienen botas negras con casquillo y pantalones
rasgados. Se acercan y se burlan de mi aspecto.
Caigo.
Tal vez, sea hora de probar mis alas
y, marcharme al infinito con mis amantes.