El árbol y sus amantes por Cristina Gutiérrez Martínez






Nací en una fría mañana de enero, en la parte de atrás de una casa abandonada. Poco a poco, notaba cómo iba aumentando mi tamaño.  Crecía tan rápido que creí que en cualquier momento tocaría el cielo.

            Quería moverme, pero no podía. Estaba inmóvil, pensaba que había nacido defectuoso o con un código al revés.  Trataba de correr o por lo menos caminar, era inútil; lo único que conseguía era un parpadeo de mis hojas.

            No tenía amigos, los que permanecían junto a mí habían fallecido hace tiempo; estaban petrificados. Una plaga de bacterias e insectos chupadores de savia los había acabado. Algunas veces hablé con ellos y les regalé apodos dependiendo de su aspecto.

            Me enamoré de la luna, ella me visitaba por las noches. Me compartía de su brillo, eso me agradaba y mucho. Tuvimos largas horas para nosotros dos, yo bebía de sus iones de sodio y potasio y siempre conseguía grandes orgasmos de fuerza centrífuga.

            En todo este tiempo observé a las nubes. Son tan sentimentales y hormonales.  Hay veces que lloran por nada y entonces sueltan una fuerte tormenta que a mí me causa gran alegría. Otras veces se enojan sin razón aparente, se ponen furiosas, son altaneras y gritan con gran estruendo. Sin embargo, son hermosas, avainilladas y caprichosas.
El sol, mi querido sol. Mi amante de fotosíntesis mañanero.  Me hace ruborizarme y me alimenta de su esencia sublime. Entra por mis poros, logra que mi tronco se convulsione de placer y mis hojas se envuelvan en un aura de clímax bestial.

            Lo sé, tengo muchos amantes; la luna, el sol y mi estrella favorita: Alphecca.  No me juzguen, estoy solo. A mi alrededor están todos muertos, y yo soy tan necesitado y pasional.

            Alphecca es una diosa, un gran ser de luz que me acepta tal como soy. Es la estrella más brillante de la constelación Corona Boreal.  Se conecta con mi espíritu puro y natural.  Me eleva a un estado de paz y aceptación.  Me hace el amor abrazándome con incandescencia y me lleva al limbo con ángeles que se conectan en el momento.

            Todos los días le he pedido al cielo el mismo deseo: alas para volar. Con el paso de los años, sólo crecía más y más; me volví velludo y crecieron hongos en mi tronco. Insectos y animales de todo tipo se hospedaron en mí, algunos eran buenos comensales, otros eran unos malditos desgraciados que me maltrataban.  No podía hacer nada, seguía inmóvil.  Ni con la ayuda del viento de otoño podía arrancarlos de mi cuerpo.

            Han pasado noventa y nueve años.  Es increíble que nadie haya habitado la casa.  Es bonita y bastante espaciosa.  Tiene grandes ventanas y un amplio comedor digno de magníficas fiestas.  Parece que los dueños fallecieron y no hubo herederos.  Envejecí mucho antes de tiempo; mis hojas están estériles, mis heridas sangran y tengo resina en todo mi cuerpo.

            Los pinzones han formado enredaderas con sus nidos, los murciélagos defecan en mis hojas y mis raíces se han deshidratado. Hoy el cielo está despejado, tal vez sea un buen augurio.  Una flor blanca brota de la parte central de mi tronco. La flor se abre con brisa propia y aparecen unas bellísimas alas. El brillo de Alphecca se hace presente y mis alas tornasol toman vida.

            Un ruido se escucha, unos dientes veloces muerden mi tronco.  Dos hombrecillos están aquí. Tienen botas negras con casquillo y pantalones rasgados. Se acercan y se burlan de mi aspecto.

            Caigo.

            Tal vez, sea hora de probar mis alas y, marcharme al infinito con mis amantes.

 

Derechos Reservados © Escuela de Escritores Sogem Guadalajara