Ecos por Ivonne Arisbe





Siempre me dio miedo entrar a esos baños. 
Tenías que subir un montón de escaleras (dos pisos, exactamente) para llegar a ellos. Estaban alejados del bullicio de los cines, y en cuanto entrabas, percibías un cambio en el ambiente.
Tal vez era por el silencio, pero daba la sensación de que ese lugar estaba vacío de existencia, y cuando entrabas se violaba la quietud sobrenatural del espacio.
El baño era enorme, con dos hileras de cubículos frente a sí, y cada hilera con seis baños. Las luces eran blancas y dotaban a los objetos de sombras crudas, que hacían el ambiente inhóspito.   
Casi siempre estaban vacíos. No sabía si a las personas simplemente les daba pereza subir o también percibían la irrealidad que emanaba el lugar.

No me gustaba entrar ahí, pero uno no puede controlar las necesidades.
Cuando terminé de subir las interminables escaleras me topé de frente con una señora que salía de los sanitarios, con la cara crispada de angustia contenida, urgida por regresar a la cotidianidad de las salas de cine que se encontraban afuera.  
En cuanto entré lo percibí: la gravedad se podía sentir físicamente: densa y al mismo tiempo moldeable. Un escalofrío me recorrió la espina, y sentí como si estuviera bajo los rayos cálidos del sol, y una corriente helada me golpeara abruptamente.
Me apresuré para salir lo más pronto de ese lugar.
El sonido del agua escapando por las tuberías rompió con la quietud mórbida. Tragué saliva, mientras la puerta del cubículo se cerraba detrás de mí. Realmente lo que me causaba más terror de ese lugar eran los espejos, recordé cuando estuve frente a ellos en el lavamanos.
Al igual que los baños, los cristales estaban en dos hileras, uno frente a otro. Ambos de 2 metros de longitud. No podía definir realmente qué era lo que me asustaba de ellos, sólo sabía que encerraban un secreto.
Me acerqué para abrir las llaves del lavamanos y me miré en ellos.
Me perdí en las repeticiones infinitas de mí misma. Con los dos espejos puestos de frente, se creaba la ilusión de un túnel en el que habitaba por capas una realidad distinta, con una silueta en cada una de ellas. No alcanzaba a ver el final, se hacía más obscuro mientras la vista avanzaba en los infinitos reflejos que emanaban.
Me hipnotizaba el observar cuántas versiones de mí, coexistían en ese mismo momento.
Con el agua enjuagando mis manos, me fijé en los reflejos con más atención. Me paralicé mientras dejaba que el agua siguiera corriendo por el lavabo. Me acerqué más, mi nariz casi tocaba el espejo. Miraba a las sombras ahí adentro, repetidas hasta el infinito, personas igual a mí, imitando mis movimientos, fingiendo mis gestos. No podía definir qué las delataba, pero sabía que esos reflejos no eran yo.
No podía apartar la vista del espejo, una fuerza me empujaba a él. Las otras personas, iguales a mí, me observaban fijamente a través del cristal, con sus infinitos ojos brillando expectantes.

El miedo me inundó, lo sentía fluyendo desde mis entrañas hasta el resto del cuerpo, dejándome un sabor amargo en la boca. Una alarma dentro de mí se encendió. Tenía que alejarme de ahí. Pero mi cuerpo no se movió.
Sentía una atracción irrefrenable hacia los espacios oscuros que se abrían en el espejo. No era deseo o voluntad, una fuerza me empujaba hacia el infinito de los espacios.
Me resistí con todas mis fuerzas, aferrándome al borde de los lavamanos para frenar el impulso. No podía quitar los ojos de los miles de reflejos, iguales a mí.  Veía su silueta, su cara, me enfocaba en los ojos, y en el reflejo de los ojos me volvía a encontrar con otra silueta exactamente igual y la cara que se acercaba, perdiéndome de nuevo en el reflejo de las pupilas. Todo a velocidad vertiginosa.
Una sensación de ingravidez se fue apoderando de mí, y un extraño entumecimiento recorrió todo mi cuerpo. Perdí la noción. No sabía si estaba afuera o adentro. Si seguía siendo la persona o el reflejo.
La angustia se adueñó de mí. Miraba aterrada el vacío que se abría a mi alrededor, no sabía si flotaba, o era sostenida por algo. No podía sentir nada, ni mi cuerpo ni el espacio que me rodeaba. Me aterrorizó la existencia deshabitada en que me había transformado. No podía soportarlo.
Sentía que la misma fuerza que me jaló dentro del espejo, me transportaba ahora dentro de él, arrastrándome en la completa obscuridad, interrumpida por rápidos flashes de luz que pasaban a mi lado, como los faros de  los autos en una carretera por la noche. Me parecía escuchar voces, pero eran muy distantes. No sabía cuánto tiempo llevaba viajando, la duración me pareció la sucesión de varias vidas, hasta que la sensación terminó de golpe, como si cayera al vacío sin tener ningún choque, sólo algo que me sostuviera y evitara el impacto.
Estaba ahí, frente a los espejos de nuevo. Moví mis dedos, sin rastro ya del entumecimiento. Volvía a sentirme palpable, todo parecía volver a la existencia. El alivio ablandó todo mi cuerpo y mis rodillas se vencieron. Terminé en el suelo, agradeciendo la maravillosa sensación de tener contacto con algo. Los sollozos salían de mi pecho estremeciéndome por completo.  
¿De dónde venía la sensación de no pertenencia que me invadía?
El consuelo de ser liberada fue mayor que mi sospecha. Me puse de pie para salir, al mismo tiempo que me atravesaba una duda espeluznante: ¿Cuánto tiempo había estado encerrada? Pudieron haber pasado días o décadas, el tiempo desapareció en ese lugar. Miré a mi alrededor aterrada, todo se veía exactamente igual. Pero la duda y la sensación de que algo no encajaba me dominaba. Quedé paralizada, no quería descubrir si había permanecido demasiado tiempo dentro del espejo, revelar que todo lo que conocía había desaparecido, que todas las personas a las que amé estaban muertas.
Me acerqué a la puerta, despacio, apoyando en la paredes el peso que mis pies se negaban a soportar. Intentaba controlar el temblor que me sacudía y hacía castañear mis huesos.

Me aturdió el ruido y movimiento de la cotidianidad cuando atravesé la puerta.
Todo seguía igual. Podía ver los carteles de las mismas películas que seguían exhibidas en el cine. Si pasó más tiempo, no pudieron ser más de unos días.
Bajé, apoyando con lentitud el pie en los escalones. Todavía temblaba y una opresión en el pecho me asfixiaba.
Tuve que resistir un impulso primitivo de salir corriendo, a consecuencia del estado de alerta en el que me encontraba. Tenía que ver a mis padres, era la única forma de saber si todo había regresado a la normalidad.
Bajé corriendo el resto de los escalones, presa de una súbita urgencia. Troté hacía donde había dejado a mi familia por última vez.
Ahí estaban, de espaldas, viendo hacia las taquillas.
Comencé a llorar, soltando toda la presión que había estado atorada en mi pecho.
Me acerqué con la intención de abrazarlos, tan aliviada que sentía las extremidades flojas. Todo había acabado. Al final recordaría esto como una pesadilla, jamás lo contaría y con el tiempo, iba a terminar olvidándolo. 
Caminé, estaba a punto de poner el brazo sobre sus cuerpos, cuando  voltearon.
Mi padre me miró extrañado, echándose atrás en un movimiento involuntario, casi imperceptible. Mi madre me miraba, con los ojos saliéndole de sus órbitas, con  mi nombre atrapado en sus labios rígidos de sorpresa. Esas personas no eran mis padres. Eran igual a ellos, vestidos de la mismo forma. Pero no eran mis padres. Y tampoco me reconocían como su hija. Miré a alrededor aterrorizada. ¿Qué era este lugar?
De repente, de entre ellos se asomó una figura que identifiqué de inmediato. Era idéntica a mí. Se formó en su cara una mueca de susto, todo su cuerpo reflejaba una clara aversión al hecho de que yo estuviera frente a ella.
No sabía si podía regresar, e intentarlo me podría llevar a cualquier otro reflejo, entre las infinitas opciones que existían. Sólo quedaba una opción, para que yo pudiera habitar en esta realidad.
Me acerqué a ella con una sonrisa para trasmitirle confianza, que convirtió su primer instinto de rechazo en una palpable curiosidad. Le susurré delicadamente al oído una mentira. Ella me miró expectante.
Sin decir una palabra, la llamé para que me siguiera. Sus padres me miraban incrédulos mientras su hija me seguía fuera de los cines, ignorando totalmente que eran sus últimos momentos en esta realidad.

 

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