Desde niño he tenido trato con los idos. Mi papá fue
sepulturero y yo heredé el oficio. Mi condición, dice la imaginería de la
gente, es efecto de algún tipo de maldición de vivir con los muertos. Pero no,
fue mi inseguridad y desinterés, al menos eso dijo Celia cuando se marchó.
Aunque tuve otras oportunidades de agarrar mujer a ninguna le volaba el pelo
como a ella. Nomás cuando recuerdo a mi papá me da el susto sea verdad la
creencia de la gente; pues de viejo, mi papá ya tenía algo de campo santo. Era
igual a los árboles altos y delgados que lo rodean, andaba silencioso y así
como el viento sacude los cipreses, padecía de arranques de rabia en la mirada.
Tenía un carácter cerrado, donde más uno conocía el nombre y alguna frase ya
hecha. Mi papá de tanto ojear difuntos aprendió sus modos, pues al morir, no
cambió de rostro. Pero antes, era más alegre, hasta me enseñó una canción que
compuso, ya poco lo recuerdo, pero de niño lo cantaba todo de memoria. Comenzaba
como: “Era un tecolote feo, feo…”, no, creo era un, feo, nada más.
Cuando
termino el día muy cansado no puedo dormir y me pongo a desenterrar recuerdos,
como hoy. Tengo abiertos los ojos mirando la oscuridad y, detrás de la noche me
mira el pasado con ojos usados; no dejo me vea mucho porque me enflaca el
carácter y me engorda el sentimiento y, en esta época de ranas me vuelvo niño y
me voy a cantar y brincar por todo el panteón. Me gusta dormir del lado
derecho… Mi madre, el amor más seguro y olvidado. Aquella vez sufrí por culpa
de unas rosas. Era yo muchacho y mi papá me enseñaba a congeniar con los
espíritus. Era el 21 de marzo y la Celia ajustaba los diecisiete años; y como normalmente
vivíamos con apreturas, como pude conseguí unos centavos, compré unas flores y
se las llevé amarradas con un lacito blanco, repletas de futuro, pero ella tomó
el manojo y rayó el aire y mi cara diciendo que las robé de algún difunto. Me
acalambré de coraje y se me tapó el pescuezo; y mejor, porque con enojo las
palabras pegan igual a cuero sin aceite de parama. ¿Quién era yo para decirle
lo contrario? Y mi silencio la molestó más. ¿Por qué a las mujeres les gusta
que los hombres le digamos lo contrario a su pensamiento y a su berrinche se
aliñe la verdad? Bueno, al menos, Celia, así fue. ¿Pero quién no juzga todo por
la parte que conoce? ¡Ya recordé!, si era un sólo, feo. “Era un tecolote feo
que alegraba el cementerio.” Cuando mi papá cantaba movía la cabeza de lado a
lado. La muerte, por ejemplo, tampoco es igual. La muerte de don Ogardo era
grande y ancha; la de Lucecita, era menuda y tenía un pie más chico; la de
Aristeo, llegó sin tres dientes y oliendo harto a mezcal y la de Lucrecia
Altamirano llegó fumando una pipa brillosa encandilando al marido que lloraba
alegrías. También las flores de cada tumba huelen diferente y no todas las
lágrimas son transparentes; hay azules, grises y blancas. Esto por decir algo.
¡Ah, Dios! Olvidé cerrar la capilla de velación, ni modo, a levantarse. Aquí me
va hallar el día con este quebradero de huesos que traigo de la rodilla a la
espalda. Debo lavar estas cobijas rasposas, se parecen a las cobijas del señor
pulgas, el perro de mi amigo. ¿Dónde estará Beto? Nunca pasamos un examen de
número, siempre reprobados. La última vez que lo miré era joven, pero con
hábitos viejos. Pff ¡Qué olor! ¿Qué mujer querría dormirse en tu cama, Luciano?
Estrecha, sucia y en el campo santo. Ojalá como al latín un día quiten esa
costumbre de que los sepultureros nos quedemos a dormir en el cementerio. Y
este rechinido de puerta seguro incomoda hasta a los muertos, por lo menos yo
iré despacio. ¡Qué aire tan frío! Y se anda asomando el agua en el cielo y acá
si sabe llover… ojalá no, porque el nuevo entierro aún tiene un boquete abierto
donde ponen la cruz. Esto se está llenando de muertos muy rápido, entre más
gente muere siento que avanza la fila y yo me acerco. ¡Qué ideas de viejo!, ¡ai
te haiga! Ya me cansé de decirles que cambien la chapa de la capilla, siempre
paso varios minutos cerrando esta chingadera de puerta. Las ratas, sí, a las
ratas si les gusta dormir conmigo. Aquella tumba es de 1850 y es don Agustín
Gonzáles Vázquez, está escrita en latín y le tengo cariño, pues aquí mi papá me
enseñaba la canción del tecolote feo. “Era un tecolote feo, que alegraba el
cementerio y ululaba con misterio, siempre que no hubiera luna”. Ya recordé
poco más. Bonitos aquellos días. La noche se está helando, vámonos a las
cobijas. Voy a quedarme un rato más mirando la noche. ¡Oh!, cuando mi mamá supo
que me abandonó Celia, me dijo: “Hijo, cuando duermas, acuéstate del lado
derecho, para que no te lastimes más el corazón”, y desde entonces duermo de
lado derecho, soy pues, de la creencia que las heridas se acumulan del lado
izquierdo. Quedarse soltero además es de familia. A mi tía le mataron al novio
días antes de la boda y, a sus casi cien años, lo sueña caminando en llanos de
flores amarillas; a mi primo, se le fue al convento y hay anda solo siguiendo
el mololó de la feria; a mi hermano mayor lo dejaron por ser pobre y se quedó
en el chacoteo; y mi otro hermano, Jorge, se lo comió la tomadera, canta y toca
una guitarra hasta sangrarse los dedos. Y puedo seguir contando, somos pues de
un solo querer. “Era un tecolote feo, que alegraba el cementerio y ululaba con
misterio, siempre que no hubiera luna, porque la luna…” De niño cantaba todo de
memoria.
Tengo los dedos enroscados y con fiebre de tanto
palear y ciento un ramalazos de dolor en la espalda. Ya tiene una semana el
nuevo muchacho que me mandaron para enseñarle a trabajar. Para su edad es muy
lento y se queda pirado a deshoras. Le he dicho lo importante de aprender a
sepultar: cuidar, limpiar, desenterrar, reconstruir lozas y hasta consolar
personas. Yo hube de aprender latín; antes, todos los sepultureros lo hablaban,
pues lo exigía la iglesia por ser el idioma de Dios. El latín suena serio y
doloroso, a rezo no escuchado y podrido.
Pero desde que el panteón es municipal las cosas cambiaron mucho. Sí, debo
lavar las cobijas, por eso decía mamá que debía conseguir mujer para que me
lavara, pero me quedé como dice la gente, de muchacho viejo. “Era un tecolote
feo, que alegraba el cementerio y ululaba con misterio, siempre que no hubiera
luna, porque la luna grosera…” No me ha ido tan mal, mi mamá estiró tanto su
vida por los hijos solteros que pensamos se iba volver murciélago como las
ratones viejos. Mi mamá nos auguró puras tristezas. Pero, fíjate nomás los
albures del destino, a todos mis hermanos con mujer, ahora, los cuido yo. Los
veintitrés de cada mes vienen mis cuñadas a dejar flores y velas, pobres, se ha
de sentir feo haber dormido con un muerto por tantos años. Me gusta más este
tiempo, en el calor salen alacranes, largos, amarillos y trasijados pero
bravos, a Rigoberto uno de esos le mató un niño de tres días.
Las ranas
comenzaron a cantar, dice la gente que llaman al agua, pero me llaman a mí, hay
vengo, mira… Otra vez, Lucianito, llegas sudado de venir corriendo y con las
babuchas llenas de lodo y, ya agujeraste los pantalones de las rodillas de
tanto jugar canicas. Ven para limpiarte los mocos, Lucianito, y aplácate esos
pelos con saliva; y todavía te ríes sin los dientes de enfrente, a ver cuándo
se les ocurre salirte. Deja de correr y cantar alrededor de mí, no ves que está
oscuro y asustas a las ratas y despiertas a los muertos. Mira que eres latoso,
Luciano, no cantes te digo. ¿Cambiaste de canción? Tarugo, esa si me la sé. “Era
un tecolote feo, que alegraba el cementerio…” Vamos a la lluvia, vente,
Lucianito… Y ululaba con misterio, siempre que no hubiera luna…” Brinca
conmigo, Luciano… “Porque la luna grosera, le descubría lo feo.
Tecolote feo, feo
ven, ven con tu aleteo
y vamos a tapar la luna.
Ya conseguí una reata y un gabán de pura lana”. Pregúntame,
Lucianito, Pregúntame. “¿Para qué quiere, señor, una reata en el cementerio?
Pues para lazar la luna. ¿Y el gabán de pura lana, señor? Pues para envolver la
luna”. Corre, corre, Lucianito, y subámonos a la tumba de don Agustín Gonzáles,
y movamos todo el esqueleto, cantando:
“Tecolote feo, feo,
ven, ven con tu aleteo
y vamos a tapar la luna”.