I
Fue un milagro. En todo el país,
regresaron personas desaparecidas. Hijos, padres, esposos…seres queridos que se
habían marchado en los últimos meses volvieron por su propio pie.
Todos se preguntaban si habían sido
secuestrados por algún grupo delictivo. Trata de personas, tal vez. Algunos
rumoraban sobre una secta satánica. La interrogante más grande era: ¿Por qué
los habían regresado?
Mi vecina, Sara, que había desaparecido
hacía varias semanas, también volvió un día de repente a su casa. Por supuesto,
la muchacha estaba traumatizada. Su familia no pudo hacer que hablara ni media
palabra. No era la misma, la rodeaba una atmósfera impenetrable. Verla, era como
un sueño. Parecía casi intangible.
Algo curioso sucedió en esos mismos días,
cuando las personas volvieron: las mascotas, las de las propias familias y las
de las personas alrededor, habían desaparecido o habían muerto. Miles de
animales en todo el país se esfumaron al mismo tiempo que llegaron los
“aparecidos”, como los medios los llamaban.
Mi propio perro se fue. Un caniche viejo
de casi once años, que no se movía más que para comer e ir al baño. Y así
sucedió también con el perico del dueño de la tienda de la esquina: amaneció
muerto el día en que llegó Sara.
La sensación de alivio al recuperar a Sara
pareció terminar en sus papás y su hermano, y la sustituyó una sombra de seriedad:
se veían nerviosos, trastornados, incluso. Los veía casi todo el tiempo en la
calle, en el parque, volviendo a altas horas de la noche. Era como si no
toleraran estar en su casa, con ella.
A las personas les empezó a inquietar que
Sara no hablara ni una palabra y que la acompañara siempre su aura de ausencia,
de no pertenecer a esta realidad.
No regresó a la escuela. Se la pasaba en
su casa, viendo por la ventana. A veces no se le veía en días. Otras, recorría
como autómata las calles de la colonia, sin rumbo fijo. A las personas las ponía
nerviosas.
Una noche, me despertaron unos gritos en
la calle. Era la familia de Sara. Su madre gritaba frenética:
–¡Ya no puedo vivir más con ella! ¡No lo soporto!
No sé quién es, pero no es mi hija, ella no es mi hija. –lloraba.
–¡Cómo puedes decir eso! –Levantó la voz
el marido, –Nosotros recuperamos a nuestra niña, ¿No sabes lo afortunados que
somos? ¿Sabes cuántas familias siguen allá afuera, sin saber si sus hijos están
vivos o muertos, si algún día volverán a verlos? Ella sólo necesita tiempo, necesita
apoyo para volver a ser la de antes…
–Tú la has visto. ¿Cómo puedes ser tan
ciego? Ya no puedo seguir más tiempo viviendo con eso, que tú todavía llamas hija. Vivo aterrorizada, todo el tiempo.
No puedo soportarlo.
En medio del alboroto, Sara salió de la
casa, con aspecto impenetrable, como de estatua. No miró a su familia, me miró
directamente.
En ese momento pude sentir un frío que me
recorrió desde adentro. Me quedé atrapado en su mirada que era como un abismo
inacabable. Sentí vértigo al perderme en la infinitud de aquella negrura eterna.
Tuve que romper el contacto con su mirada gélida.
No pude dormir esa noche, ni las noches siguientes.
La sensación de agónica soledad que tuve cuando vi dentro de sus ojos me
acompañaba cada vez que intentaba conciliar un sueño tranquilo.
Una noche, que llegaba del trabajo, vi a
Sara parada afuera de su casa, con su hermano pequeño. Me quedé inmóvil: ella
estaba agachada, con su cabello anclado detrás de su oído. Y le susurraba algo
a su hermano. La veía mover, sutilmente los labios, con una expresión helada.
No pude ver la reacción del pequeño, que
se encontraba de espaldas a mí, pero cuando ella terminó y caminó lentamente
hacia su casa, el niño se quedó afuera, mirando insistentemente el cielo.
El morbo me impulsó a ir hacía a él, y
averiguar la naturaleza de su conversación.
Cuando llegu é a
su lado el niño seguía manteniendo la mirada en lo alto.
–¿Estás bien? –aventuré a preguntar.
– Extraño a Rocko, mi perro –seguía sin
mirarme.
–Mi perro también se perdió, lo extraño.
Pero no hay que perder la esperanza de encontrarlos.
–No se perdieron, huyeron. Y no van a
regresar.
– ¿Por qué dices que huyeron?
–Ellos saben. Y por eso se fueron. Si se
hubieran quedado, se hubieran muerto de miedo, porque ellos saben la verdad.
–¿Qué es lo que saben?
Me miró. Parecía muy triste en verdad. Me
respondió con otra pregunta:
–¿A dónde crees que vamos cuando morimos?
Su pregunta me desconcertó, y no pude
pensar en una respuesta apropiada para explicarle a un niño, así que fui
honesto.
–No lo sé.
El niño suspiró muy fuerte, como si
hubiera mantenido la respiración mucho tiempo, y dijo llanamente:
–Nos vemos–se dio la vuelta para meterse a
su casa, con la mirada clavada en el suelo.
II
La colonia ya había regresado a la
normalidad. Ya casi nadie recordaba el incidente de las mascotas y no se veía a
Sara, que ya no salía de su casa. Todos estaban empezando a olvidar.
Una noche que venía caminando más tarde de
lo normal del trabajo, Sara se materializó frente a mí. Subí la mirada, que
había estado clavada en el empedrado de la calle, y para cuando miré al frente,
estaba ella: sigilosa, mirándome con sus ojos obscuros.
La sorpresa y el susto me llevó a
preguntarle más brusco de lo que pretendía:
–¿Qué haces aquí?
Ella respondió, casi como una exhalación:
–No lo sé. No puedo volver.
Mis músculos se tensaron y mi garganta
quedó súbitamente seca y áspera. El miedo me corroía el cuerpo como un veneno. Ella
continuó:
–Sé que fuimos los primeros. Y que más
adelante, no sé cuándo, van a venir más después de nosotros.
Con la lengua echa nudo e intentando
recuperar el control de mis músculos, totalmente paralizado de horror, la
escuché decir:
– Sólo fuimos los primeros. Van a llegar
más aparecidos.
Se dio la vuelta en un grácil movimiento
etéreo y siguió caminando. Su silueta desaparecía parcialmente entre las
sombras de las farolas de la calle y volvía a surgir iluminada debajo de las
luces artificiales de la noche.