–…
Cuéntame, ¿cómo estás Renata?
–Estamos, lo demás es vanidad.
Te cuento. El día de ayer me sentía diferente, más ligera; fue una mañana de
bostezos profundos, como si mi alma se quisiera escapar de mí en cuanto abría
la boca. Ayer cumplí 46 de vida; y después de 23 de casada, Carlos, mi esposo
Carlos, no me ve más, ya nada le sorprende de mi persona. ¿Algún día volverá
esa sonrisa que le conocí de joven? En fin, me siento sola, ligera entre
bostezo y bostezo. Ayer pensaba que ya me morí y ni me di cuenta, pensaba que
soy un fantasma…
–
¿Un fantasma?
–Sí. Lo corroboré en el
almuerzo. En automático, servía los chilaquiles de mi esposo, el azúcar de su
café, las naranjas más dulces para su jugo, prendía el boiler, planchaba su
camisa, cosía el botón de su manga... Imagínate, mi esposo se convirtió en otro
hijo al que atender, y esto me queda claro pues, Carlitos Jr., nuestro hijo
Carlitos, es igual a él, son la copia de la copia. Terminaron de almorzar,
ambos salieron de la casa sin decir gracias, sin siquiera voltear a verme. Soy
un fantasma. ¿Y mi cumpleaños qué?
Después, cuando estuve sola lo
pensé todo, debajo del fregadero hay una botella verde, en su etiqueta dice
veneno, lleva ahí desde el día en que Carlos y yo vivimos en esta casa; él
siempre bromea diciendo que no debo tocarla, pues en ese recipiente conserva el
mejor de sus tequilas, uno que consiguió en Arandas. ¿Me creerá alguien que
nunca he probado el tequila? Pensé. Obviamente tampoco he probado el veneno;
así me casé, sin conocer muchas cosas. En fin, si ya estoy “muerta”, no me
dolerá beber de ahí.
–
¿Y qué pasó después?
–Nada. Mis labores de ama de
casa. Como buen fantasma que soy, deambulaba por los pasillos de mi hogar, quitando
el polvo de los muebles. Sentí mucho temor cuando, en el espejo, no reconocí mi
imagen; pasé más de una hora contando todas y cada una de mis canas ¿lo puedes
creer? he cambiado tanto, da miedo saber que mi juventud y mis ilusiones
murieron en otra época, se las llevó otra Renata. Terminé de limpiar, al menos
la casa sonreía, yo ya no. Me vestí y salí a comprar los ingredientes para
cocinar un pastel, el pastel de mis 46 de vida, ¿o de muerta? Ya no sé...
–Renata,
yo te siento triste…
– ¡Espera, espera! La historia
mejora un poco. Sin nada más que hacer, dejé que mi día se gastara en obtener
los ingredientes de mi tarta. Después de horas, los conseguí todos; durazno
sería el sabor. Por la tarde cociné mi pastel, minuto a minuto, veía cómo el
pan se esponjaba y crecía dentro del horno. Preparé el mismo betún que me
enseñó mi madre, que es el mismo que le enseñó mi abuela; si mi madre viera que
yo también soy la copia de su copia. Ella, mi madre, vivió igual que yo, siendo
el fantasma de su casa. Decoré mi pastel y me senté a esperar. Un buen fantasma
tiene tiempo de sobra.
Al tiempo llegó mi hijo, “hola
Ma”, es todo lo que alcanzó a decir y se encerró en su habitación. Ni siquiera
me vio a mí, mucho menos a mí pastel. Estaba a punto de soltarme a llorar cuando
Carlos, mi esposo Carlos, atravesó la puerta y comentó, “Ya llegué ¿qué hiciste
de cenar?”, inmediatamente se aplastó frente al televisor. No lo podía creer,
soy un fantasma. Atónita, pensé muy seriamente en tomar el cuchillo y rebanarme
las tripas, ahí mismo, ahí en la cocina, a ver si así notaban mi presencia. ¿Y
morir bañada en sangre? ¡Ay, no! Debía encontrar una manera más “elegante” de
reafirmar mi muerte. Recordé la botella verde, la que está debajo del
fregadero, la que dice veneno, ¿me sigues? Pensé en el llanto que dejaría en mi
familia. Claro, estoy segura de que pasarían días o semanas hasta que, por
error, alguien encontrara mi cadáver.
–Así
que por eso estas tan triste…
–Espera, mi historia no
termina aún. Destapé la botella y, ante mí, llegó un aroma desconocido ¿Cómo
describirlo? Era un olor dulciamargo, si, así me gusta, así huele la muerte, o
eso pensé. Soy un fantasma; al fin, ya nadie me ve…
–
¿Y qué pasó?
–Pues
aquí estoy contigo. Pero ayer…
–
¿Ayer qué Renata?
–Ayer tomé la botella en mis
manos… la tomé en mis manos y le di un profundo trago, sentía el líquido
quemando mi garganta. De inmediato, escuché tamborazos en mi cabeza. Cuando el
líquido llegó a mi estómago, mi cuerpo convulsionó hacia adelante, arqueando mi
espalda. No había marcha atrás. Mis movimientos bruscos quebraron un plato,
luego una taza. Comencé a llorar cuando, a pesar del ruido que hice en la
cocina, mi esposo no se movió, no fue a verme. Fue ahí cuando decidí dar un
trago más, luego otro y otro; por fin conocí el sabor del tequila. Seguía
llorando, igual como lloro ahorita, aquí contigo. Soy un fantasma y nadie me
ve…
–
¿Y qué hacen los fantasmas cuando nadie los ve?
–Pues vienen aquí, al
psicoanalista.