Orondo
y viril, esperaba por la llegada de alguna víctima más. Un palillo de madera hurgaba
entre sus premolares derechos, al tiempo que hacía una mueca con sus labios. Se
arremangó la camisa guinda para que los músculos hipertrofiados de sus brazos
fueran más amenazantes a la vista. Acomodó su sombrero West point para evitar
que sus cabellos castaños y ondulados pudieran escapar de su prisión, dobló su
pierna derecha para recargarla en la pared del puente de concreto «La astilla»
al tiempo que su espalda y sus nalgas hacían lo mismo; su pantalón de mezclilla
índigo conservaba unas pocas gotas de sangre seca casi al finalizar sobre sus botas, de combates
sucedidos días antes con otros hombres en pleitos de cantina.
Ya
no hacía calor. Aquél octubre, extrañamente, había traído consigo ventarrones
frescos que golpeaban con suavidad el rostro de Andrés pues, en aquél lugar de
Álamos, pareciera que sólo existían el verano y el invierno por tener climas
extremos. Eran las seis de la tarde y aunque los rayos del sol avisaban que
dentro de poco el crepúsculo estaba por llegar, en cuestión de segundos inició
la falsa noche; de un momento a otro se oscureció, la luna estaba de romance
con el sol frente a los ojos de quienes la veían en tierra firme. Una sombra cubrió por completo la presencia de
Andrés mientras observaba aquél eclipse, volteó el rostro para divisar el
cadencioso andar de una extraña mujer que se aproximaba hacia él y parecía
haber salido de la nada. Andrés la dejó avanzar hasta tenerla frente a sí y
como un escopetazo, sintió el golpe de su aroma en el cerebro a rosas, a
juventud, a voluptuosidad. De inmediato, las fibrillas de su nariz parecieron participar
de un baile gozoso lleno de vigor y lascivia. Cuando hubo estado frente a él,
el rayo de luz de la lámpara sobre el puente, se encendió y de inmediato, la
invasión de la belleza de esa mujer, perturbó sus intenciones de hurto. Frente
a él, estaba ella, aparentaba no tener más de treinta años, ataviada con un
vestido blanco repleto de adornos que parecían luces y un abrigo de algún
animal exótico sobre sus hombros. –¡Parece haberse escapado de otra época!–
Pensó. La mujer, despreocupada y serena, era la dueña de una amplia cadera y
pronunciada cintura. Se detuvo frente a él y esbozó una sonrisa al tiempo que
sacaba un cigarrillo de su bolso.
– ¿Tienes
fuego?
La suave voz de la mujer, cortó el viento como
lo hubieran hecho los hilos de seda color blanco que tejían unos hermosos guantes
que llevaba sobre sus manos.
–Sí
–contestó él con voz discreta. De inmediato, sacó de la bolsa de su pantalón una
caja de cerillos y se aproximó a encenderle el cigarrillo a la mujer.
–Bien…
¿quieres asaltarme? –le aventó el humo en la cara con desdén y seguridad
mientras se acomodaba el vestido ceñido a su piel, donde un pronunciado escote
parecía saber dónde detenerse.
– ¿Cómo
dice? –él, nervioso y trémulo, había sido sorprendido cuando estaba
acostumbrado a arrebatar a las otras personas con sus acciones.
–Sí,
ya sé que me quieres asaltar. ¿Con qué me vas a amagar?
Andrés
sacó de la parte trasera de su cintura, un revolver treinta y ocho que ocultaba
bajo su camisa; lo empuñó, puso la mira y la boca de fuego del arma apuntaron a la frente de la desconocida.
–¡Deme
todo lo que traiga! –dijo con nerviosismo.
Ella
retorció una sonrisa con sus labios y aproximó su rostro al de él. Andrés bajó
su arma, su rostro, comenzó a perlarse con un frío sudor.
–Dime
más, hombre rudo –dijo ella, al tiempo que detuvo su rostro frente al de él, a
quince centímetros de distancia.
–Este…
¡Las joyas, la bolsa!
–Una
palabra más y me estrello –dijo ella en voz baja.
Los
ojos de la mujer buscaban los de Andrés, mientras que la mirada de él, quiso huir
sin éxito. La piel de Andrés, se erizó. El apretado aroma de la mujer, seguía
invadiendo los sentidos de Andrés. El sudor, corrió por la orilla del rostro del
ladrón hasta postrarse en su mejilla derecha, arrinconándose en la curvatura
que hacía su patilla al perderse con su barba cerrada. Ella acercó más su rostro,
sacó su lengua y lamió el líquido de abajo hacia arriba. Como si se tratase de
un preso que escapa de prisión, porque ya no hay más recurso que matar o morir,
así escapó un suspiro desde el interior del pecho de Andrés. Él se recobró,
tomó su revólver y lanzó un disparo al aire.
–¡No
estoy jugando oiga, deme todo lo que traiga!
Ella
tomó su bolso, su abrigo y sus joyas para dárselos.
–Tenga.
Supo
que ella podía dominarlo con la mirada, por eso la intentaba esquivar sin
éxito. Sintió a su cuerpo martirizarse por dentro, al tratar de controlar sus
impulsos de poseerla. Ella se aproximó hasta su costado derecho sobre la pared
de cemento. Lo tomó del hombro, recargó sus dos manos y acercó su rostro al de
Andrés. Mordió suavemente su oreja y lo besó en el cuello. Las manos de la
mujer iniciaron una danza multicolor por el vientre y pecho de Andrés; subían y
bajaban a voluntad y Andrés, aunque por un momento quiso resistirse, se dejó
llevar. Él ya no pudo contenerse y desesperado, buscó los labios de ella pero
lo esquivó. Nuevamente, ella lo besó en el cuello y acarició con sus manos su
pecho en círculos, en el lugar donde se encontraba el corazón. Se desbordaron
como manantiales en el desierto ambos cuerpos excitados, voluptuosos. Andrés la sostuvo por la cintura, ella levantó
su mano derecha hacia atrás mientras permanecía frente a él y con todas sus
fuerzas, con las uñas, introdujo su mano en el pecho de Andrés y sacó su
corazón palpitante. Le dio sólo una mordida, pero parecía disfrutarla como si
estuviera a punto de la inanición y succionó un poco de sangre de la aorta.
Andrés, inmóvil, perplejo, no dejaba de sentir placer en todo momento con lo
que pasaba. Y entonces él vio salir de la espalda de ella un par de enormes
alas que matizaban grises con blancos y lanzaban destellos. El rostro de ella
se transformó y deformó un poco; las venas y arterias amenazaron con salir de
la piel del blanco rostro de la desconocida, que contrastaba con su negra y
larga cabellera, sin perder su encantadora belleza ante los ojos de Andrés. Ella
abrió sus alas, ya había terminado la danza primitiva de los cuerpos y con la
sangre escurriendo aún alrededor de su boca, tomó el corazón con ambas manos,
entonces, lo regresó a su sitio. El pecho de Andrés, pareció sellarse. Él cayó
al suelo, yació exhausto, seguía sin comprender lo que acababa de ocurrir. Las
enormes alas desaparecieron tras de la espalda de la mujer. Andrés, entre desmayado
y consciente, permaneció inmóvil ante la resolución. Ella habló.
–Tranquilo,
no te esfuerces en levantarte.
–…ah…
–no pudo emitir mayor sonido de su boca, sólo levantó su mano derecha con
fuerza efímera hasta que el cansancio la derrotó. Su extremidad superior, cayó
al costado de él.
–Entiendo
que estés confundido –Se acercó al rostro de Andrés y lo tomó con ambas manos
tibias. –¡Te he comido el corazón y lo he disfrutado tanto! –apretó fuertemente
la boca de Andrés con el índice y pulgar de su mano derecha –Ya no vas a poder
asaltar a nadie más. Tu vida como cuatrero, se acaba de terminar. Recuerda muy
bien el once de Octubre de mil novecientos ochenta y uno, porque a partir de
hoy, si intentas robarle a alguien algo, he de advertirte que un pedazo de tu
corazón se irá con tu víctima.
La
mujer soltó el rostro de Andrés, se paró frente a él. El eclipse terminó, pudo
verse nuevamente la luz del sol para desaparecer lentamente en el horizonte
tras los cerros. Ella se desvaneció como si hubiera sido una proyección
cinematográfica sobre el viento, frente a los ojos del asustado hombre.
Andrés
desconocía las connotaciones de las palabras de aquella mujer. Contrariado,
pensó si había sido verdad lo sucedido aquella tarde y concluyó que muy
probablemente, se lo había imaginado a pesar de la cicatriz en su pecho.
A
la semana siguiente, volvió a sus actividades de ladrón en el mismo sitio. En
esta otra ocasión, pasó una mujer madura de aproximadamente cincuenta años. Sin
mirar a detalle, sacó su revólver y se disponía a asaltarla pero al verla a los
ojos, encontró los de aquella mujer, la que había comido su corazón y cayó a los
pies de su nueva víctima, enamorado. La mujer, como pudo salió corriendo.
Andrés estaba desconcertado. Quiso correr tras la otra desconocida de la que se
había enamorado, pero ya se había ido y no recordaba siquiera las facciones o
vestimenta que llevaba y, a pesar de ello, sentía que moría de amor por ella. Hubo
un vacío en el pecho, pero se recobró. A los pocos minutos, pasó un adolescente
que parecía regresar de la escuela a su casa por el mismo lugar, pues llevaba
consigo una mochila. Andrés se dispuso a asaltarlo también, mas cuando estuvo
cercano a él, la luz del puente iluminó el rostro del joven y volvió a ver los
ojos de aquella desconocida en el chico, con el mismo resultado que con la mujer que lo había antecedido. El joven salió
corriendo luego de ver el revólver. Andrés no pudo más y cayó al suelo, llevó sus
manos al pecho, estaba abierto y como si se tratara de un artefacto ajeno a su
cuerpo, se le salió el corazón que se le desbordaba de amor una vez más. Pudo
tomarlo con sus manos, seguía latiendo, pero sobre él, pudo ver tres mordidas,
intentó regresarlo a su pecho sin embargo, en ese momento dejó de latir.