Bajó las escaleras de prisa y se fue directo al
cuarto de lavado. Abrió la tapa de la lavadora que continuaba en ciclo de
enjuague; vació toda la ropa en la tarja de al lado y buscó en las bolsas
apretadas de unos jeans acampanados, un papel arrugado y decolorado.
Se
tranquilizó al percatarse de que ahí permanecían todos los números del teléfono
de Dany, sólo uno estaba diluido. Parecía un ocho, tal vez un cinco; lo bueno
que máximo tendría que marcar nueve veces.
Se
dirigió a la sala y se sentó junto a la mesita del teléfono, Scooby-Doo se
acomodó junto a sus pálidas piernas mientras concentrado, mordía un hueso.
-
Sandy necesita que se la cojan.
-
No ha tenido sexo desde aquella vez del vocho.
-
Seguro acabará otra noche con su coca cola y un par de aspirinas.
En
el primer número marcado le contestó un hombre, era una voz anestésica tipo
Brandon Lee. Sandy se quedó muda y sin filtros; colgó el auricular de
golpe. Se puso de pie y se apresuró a la
cocina. Tomó unas “Sabritas” de la alacena y se las comió acelerando los
segundos por la ansiedad que le brotaba en todo el cuerpo. “Seguro viviré por
siempre en este submarino amarillo y moriré sola, sin navidades compartidas y
sin semen en mi boca” –se dijo en voz alta.
Regresó
a la sala y se derrumbó en el sofá de terciopelo color vino. Cerró los ojos y pensó en los dos caminos que
tuvo enfrente once años atrás. Ella
había tomado el más tupido pero el menos transitado; fue la gran diferencia.
“¡Maldito
Robert Frost, qué sabio eras! Yo aquí lamentando mi destino que sola me forjé.
Pesadilla en la calle del infierno, dejé que me cogiera aquel Tarzán sin
escrúpulos y sin sombra. Alcoholizada me dejé llevar por sus manos y su boca;
perdí mi virginidad en un vocho descarapelado y, descarapelada quedé yo, vacía,
nula de mí misma”. Se quedó llorando un
rato en silencio, enroscada en su propio cuerpo.
Fue
una desgracia lo que le hizo ese hombre a Sandy, pobre ilusa inhabitada de
placer. Sólo le robó diez minutos de su humanidad el greñudo que logró su
cometido. La dejó sentada en la
banqueta, media desnuda y temblando de impotencia y no de secuelas de orgasmos.
Porque ni un pinche orgasmo tuvo, sólo asco y dolor.
-
Tan tonta la Sandy, pensó que sería su gran noche de estreno con final feliz.
-
Él le aventó su bilirrubina y la dejó unos meses sin su periodo.
-
El pobre angelito de tres meses de gestación está en la gloria del Señor.
-
¡Ni tenía gran liana el Tarzán ese!
Sandy
despertó con ganas de tener sexo a como diera lugar. Era media noche cuando
salió de su casa, enfundada en una minifalda rosa fosforescente y top negro que
hacían juego con las zapatillas de charol. Cabello revuelto, aroma a manzanilla
combinado con una ballerina blanca, percudida, deteniendo su pelo. Llegó al Studio
54, ganosa y sin coherencia alguna. Sandy estaba convencida de que su vida
no valía ni un girasol marchito; valía menos que eso y, por eso, dejaría que
hicieran lo que quisieran con su cuerpo.
De repente una mano áspera tocó su hombro
descubierto.
—¿Eres tú, mi sirena?
Sandy
se estremeció al recordar aquella voz que conoció hace un par de días en la
tienda de mascotas; esa voz que le fusilaba hasta el nervio ciático. Una muralla cayó frente a ella; era Dany. Don´t let me down, rogó Sandy a Dios
desde sus pensamientos.
—No
lo sé si sea tu sirena, vivo en una casita amarilla, no en el mar. —Reaccionó
Sandy.
Dany
se carcajeó sonriéndole a Sandy con la mejor de sus sonrisas. ¡Qué hermosa risa!, le hacía juego a las
ganas enfrascadas de Sandy. Bajos instintos llovían en el aura morada de Sandy
ya mojada en su vagina.
—Te
invito a desayunar junto a Tiffany, dijo Dany de prisa.
—Pero
si es casi la una de la mañana —contestó Sandy sorprendida.
—Mi
departamento de la cinco doce tiene cocina las veinticuatro horas, tengo
bisquets y café, y si quieres los podemos llevar a la cama.
Como
dos sombras que se bifurcan en un bosque amarillo, Sandy y Dany se fueron de la
mano por el camino menos tupido y más transitado.