Caninos de hierro y hueso por Jorge Luis González




Corría el verano de 2001 en Akihabara, un distrito en Japón de fácil acceso en tren, también conocido como Akiba, el barrio más caótico y pintoresco al que jamás había asistido. Al estar caminando frente a los aparadores, llamó mi atención una criatura extraordinaria procreada por la compañía Sony, llamada Aibo. Quien no cree en el amor a primera vista, es porque jamás ha visto las monerías que hacía aquel perro robot al interactuar con su entrenador.

Te pareces a mí, Rocky, buscando esa esquina de sombra, ese espacio con fresco aire donde regar el ánimo para que florezcan las ganas. En estos días áridos donde el sol del poniente hace germinar la incuria. Es verdad, yo tengo la ventaja del corto vestido y la blusa ligera, pero reconozco también la tuya: no conviertes este averno en un conflicto de pereza y perversa moral, no vienen hacia ti los demonios que desean ver cómo tus ánimos salen brotando a gotas saladas.

Aibo obediente a lo voz de su amo. Aibo fiel. Aibo mostrando que hacerse el muerto, ir por la pelota y ladrar, no era necesariamente la gracia de un sabueso vivo; y que él, aun siendo un robot, podría seducir a cualquiera que lo mirase tan sólo un momento. Había enloquecido por él. Aibo era más que un juguete, era un perro formidable. Podías pedirle que cambiara a modo manual y a través de un control remoto y una computadora portátil, lo dirigías a cualquier rincón por estrecho que fuera, a la vez que observabas todo lo que él examinaba por medio de sus dos microcámaras.

Mírate Rocky, tan satisfecho, extendido en el suelo del atardecer, con los bigotes rozando el cielo y tu cola sacudiendo el polvo de mi desdicha. Yo agotada sobre el teclado, intento rescatar lo que se fugó con sudor y me ha dejado estremecida al borde del abandono de lo escrito. Te nombro. Estoy molesta. Grito tu nombre para que regreses del sueño y compartas mi ansiedad. Me miras quieto con tus grandes ojos verdes y aún con deseo de quedarte; como si el día no nos hubiese evaporado de su filo; como si acumularas bajo tu pelo de chocolate, provisiones para ofrecer sin condición a los caídos.

Entonces me dije: quiero comprar un Aibo. Me acerqué a uno de los vendedores y le pregunté: ¿cuánto cuesta el perro?, él me respondió: vale doscientos mil yenes (que en equivalencia correspondían  a unos quince mil pesos); continué: quiero adquirir uno de estos robots; el vendedor me preguntó a su vez: ¿sabe usted japonés?, le respondí: muy poco, casi nada, y él me aseveró: tanto el instructivo como el sistema de programación están en japonés, todavía no tenemos modelos en inglés. El vendedor sabía que Aibo y yo no nos entenderíamos. Luego hizo una reverencia a modo de respeto y consideración, al tiempo que me decía: lo siento.

Rocky, te miro a los ojos y sin querer, recuerdo los ojos de mi abuela y me siento un poco menos lejos de mí y más cerca de ti. Reiteras mi entusiasmo y me juzgo tu interlocutora y confidente. Te observo y sonrío. Muchas gracias.

Dejé el sitio desolado. A pesar de que Akiba era el centro de demostración de tecnología japonesa más innovadora del mundo y pude hacerme de algún otro aparato de última generación, ningún otro artefacto más me interesó, el perro robot había robado mi corazón. Abandoné el lugar divisando como Aibo, de igual manera, me observaba desde aquel aparador con sus ojos de cristal, contemplando cómo me alejaba sin llevarlo a mi hogar. Hoy sigo sin tener a Aibo y a ningún otro perro que me ladre. He comprobado que el dicho “el amor no tiene precio”, es del todo cierto; pues Aibo, ahora cuesta casi cien mil pesos. Sin embargo, reservo mis ganas de adquirirlo, pues, cuando pongan a la venta a la primera Shakira robot, seguro moverá sus caderas… sólo para mí.


 

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