La calle más fea del pueblo, conducía
al jacal de José. Su casa era pequeña y adornada con macetitas de diversos tamaños
y colores; colgaban plantas por doquier y colmaban el ambiente con sus aromas.
El lugar era cálido y bien iluminado, carente de lujos, pero era su hogar; allí,
Xóchitl y su hijo de seis años salían a su encuentro cada que regresaba. Y en
el corral, dos chivos, dos cerdos, un gallo y una gallina formaban su capital.
En su pueblo sólo había una escuela, y era de primaria; había
mucho trabajo, pero mal remunerado.
José, en sus ratos de ocio o de duro esfuerzo,
recordaba una inspiradora conversación que sostuvo con una tía cuando era niño;
ella le decía:
–Estudia muchacho; el conocimiento
hace la diferencia entre si comes a llenar o te llenas de ilusiones.
Él, a falta de una adecuada educación, por las
ganas de aprender, leía cualquier documento que encontrara; pero no importaba
lo mucho que leyera, las oportunidades seguían siendo mal remuneradas. Ganaba poco,
y los fines de semana no había un lugar apropiado para llevar la familia. En la
calle siempre había gente, pero no era la suya. Casi todos sus familiares y
amigos se habían ido.
José debía tomar una importante decisión, una
que tal vez los sacaría de la miseria. No quería un futuro incierto. Lo
consultó con su esposa; no fue fácil, la decisión arrancó lágrimas de ambos. A
la siguiente semana, habiendo vendido jacal y animales, abandonaron su tierra. La
familia salió rumbo al norte a perseguir su propio sueño. Creían que yendo
juntos sería más fácil tener éxito, y podrían ayudarse mutuamente en las
necesidades.
Al
cabo de tres días de odisea, llegaron a la frontera con Estados Unidos.
Buscaron un grupo de mojados que pareciera confiable como para agregárseles. La
tarea les resultó más difícil de lo pensado.
No tardaron en averiguar, que la gente del lugar no era ni amable ni confiable.
Había de varias nacionalidades; en su mayoría, no dudaría en traicionarlos, si
descubrieran que cargaban con dinero, producto de la venta de casa y animales.
Cerca del mediodía, un hombre se aproximó a
José, le dio un volante y le dijo:
–Amigo, creo que usted busca esto “EL CAMINO
AL CIELO” –versaba el título.
Era un
volante que anunciaba la asesoría a personas interesadas en cruzar la frontera;
el servicio consistía en asistencia para atravesar el rio. El precio era
bastante elevado. Había precios especiales por grupo. Aun así, era mucho
dinero, siendo que ya estaban en la frontera y el pago representaba casi todo
su capital. Pero, ante la falta de alternativas, decidieron ir a la hora
señalada al domicilio que indicaba el volante. El lugar resultó ser la plaza
del centro. Ya había más gente cuando llegaron, y estaba ahí reunida con el
mismo propósito que ellos. Se dirigieron con el coyote que al parecer tenía el
mando; era bajo de estatura, delgado, piel marrón y ya no se cocía al primer
hervor.
Entre
otras cosas, José, tanteando la pericia del hombre, le preguntó:
–Oiga, y usted que anda de mojado, ¿va
mucho pal otro lado?
El tipo arqueando las cejas, se inclinó hacia el frente y le contestó:
–Hijo, ¡aún no se me seca la ropa! Si
conocieras las maravillas modernas que he visto; allí, seguro conseguirías un
buen trabajo, tendrías una vida digna, podrías estudiar lo que quieras, comprar
de todo; ¡ah! también hay mujeres que parecen ángeles de tan hermosas; en fin,
es la sucursal del cielo.
José recreó en su mente una casa grande y adornada con
flores, su mujer bien vestida, la educación de su hijo y de los que vendrían. Sólo
vio un problema, el tipo del volante era hablador como una guacamaya; entre los
dientes siempre asomaba una nueva conversación; no permitía preguntas, tenía
las palabras atadas al mismo cordón, apenas jalaba una, y se venían todas.
En un momento dado, José interrumpió el monólogo del
coyote, y le dijo:
–Ande, llévenos a los Estados Unidos,
queremos ir al cielo.
–¡¿Qué quieres qué?! –preguntó el
tipo inclinándose nuevamente hacia José.
José, ruborizado, contestó al coyote:
–Que quiero un trabajo donde me joda
poco y gane mucho, y mis hijos puedan estudiar.
Luego, el coyote pidió a José que se pasaran a la sombra
de una florida galeana, sólo unos minutos mientras el clima refrescaba un poco
con el descenso del sol.
Bajo la sombra de la galeana había un anciano sentado,
apoyaba ambas manos y piocha en el bordón. El hombre les sonrió. Conversaron respecto
a la situación del país y de los próximos juegos de la selección de futbol. José
habiendo tomado confianza, le dijo:
–Sabe usted que, mi familia y yo vamos
de camino al cielo.
–Pero muchacho, a dónde va el buey que
no are –le contestó el viejo y prosiguió– no pretendas tantas comodidades hijo,
además, en cuestión de ambición, no importa qué tantos escalones subas, sino
que la vista sea la que te gusta.
Cuando el calor amainó lo suficiente, el guía llamó al
grupo de mojados, eran doce con nombre, más los que había en los vientres; y
formando un círculo, les explicó los pormenores del viaje. Media hora más tarde,
el guía les dijo:
–Señores, recojan sus chivas, que nos vamos de
camino al cielo.
José y Xóchitl se miraron, sonrieron y se abrazaron.
Minutos después, bordeaban la ribera en busca del mejor
punto para cruzar. El río era imponente y turbio. De pronto, dos hombres salieron
de entre los tules y carrizos, y les indicaron: “¡Vamos, suban rápido y
distribúyanse en las dos balsas!”.
Subieron todos, salvo el coyote principal, quien
permaneció en la orilla y desde ahí les gritó lo siguiente:
–Señores, una última sugerencia, no
se separen del grupo, del otro lado hay gente que al ver inmigrantes en sus
terrenos, les disparan con sus escopetas.
José al ver que el coyote principal no subió a
la balsa, gritó: “¡nos ha mentido!”
El
cruce duró tan sólo un minuto. Más tardado fue la inspección del lugar por los
dos balseros antes del desembarco en el lado Norteamericano. Luego de
inspeccionar, los dos hombres regresaron, y el grupo de inmigrantes fue guiado
a toda prisa hacia una zona cada vez más árida; caminaron hasta que el guía les
indicó el sitio donde pernoctaron. Para esos momentos, el manto oscuro de la
noche había caído sobre ellos.
Xóchitl pidió a su marido buscar un lugar más
apartado para descansar, y así lo hizo; luego regresó por los suyos, y los
condujo sigilosamente hasta donde una formación rocosa rodeada de hierba les
daría el refugio necesario.
Ya
acurrucados los tres y rodeados de silencio, Xóchitl dijo:
–José,
estoy embarazada.
–¡¿Queee?!
¿Es en serio?
–Sí,
es en serio. Otro hijo tuyo crece en mi vientre.
–Te
prometo Xóchitl, que trabajaré muy duro para ustedes.
Fundidos
en un abrazo, se besaron y lloraron de alegría.
Minutos
más tarde, cuando el grupo dormía profundamente, el ruido de motores y luces
despertaron a los inmigrantes, y uno de ellos gritó:
–¡La
migra, corran!
Eran dos
patrullas, de las que descendieron varios oficiales. Los inmigrantes corrieron
y se dispersaron en distintas direcciones; patrullas y agentes fueron tras
ellos. José y los suyos, que permanecieron ocultos y alejados del grupo, se
salvaron de ser atrapados. Inmediatamente tomaron sus cosas y huyeron del lugar.
Temerosos, caminaron bajo un cielo estrellado, y por lo plano del terreno, las
pequeñas luces parecían brotar del suelo.
La
mancha de luz y estrellas fugaces, prometían sorpresas, sin embargo, en el
desierto la vida es dura, y sólo hay lo que se muestra.
Durante
el trayecto se escucharon varias detonaciones.
–¿Y, esos balazos que tanto se
escuchan? –preguntó Xóchitl.
José pasó saliva y respondió:
–Debe ser algún loco matando ratas.
–Pero, si aquí ni ratas hay –contestó
Xóchitl.
–Lo ves, eso comprueba que se trata
de un loco.
Xóchitl no le creyó, pero tomó a bien la intención de
José.
Uno y otro cargaron al hijo. Estaban cansados, pretendían
dormir aunque fuera unos minutos, pero el viento congelante, les hizo compañía
y los mantuvo despiertos. Tratando de evitar el frío, Xóchitl que cargaba al
niño, se introdujo bajo los arbustos al lado de una loma, y advirtió a José del
hallazgo:
–¡José! ven, acabo de encontrar un
buen lugar para que pasemos la noche.
José sonrió
y se dirigió hacia ella, y aun no llegaba, cuando su esposa gritó:
–¡Aaay…algo me mordió en el cuello!
Él, rápidamente
jaló del brazo a su esposa y enfocó el encendedor al área.
–¡Es una víbora de cascabel! –gritó
José.
La
víbora encandilada y enroscada en el hueco, acechaba el movimiento de la luz
del encendedor. José, temblando le revisó la mordedura a su mujer que se
retorcía en el suelo, mientras ella le gritaba que revisara también al niño. Así
lo hizo, el niño estaba bien, pero ella…
En eso, José alumbró nuevamente para matar a la serpiente,
pero el hueco estaba vacío, buscó en el suelo, no estaba, se le erizaron los pelos;
se echó en hombros al niño, y tomó a su esposa por la cintura para ayudarle a
caminar, pretendiendo alejarlos del peligro. El cuerpo de su mujer se hizo cada
vez más pesado, hasta que José, agotado, se detuvo, la recostó en la arena, la
acarició, la peinó; en su cara hinchada y roja apenas se le veían los ojos. Él,
le enfocaba el encendedor, pero estremecido por el rictus de muerte, lo apagaba
y encendía. Mientras, el niño con el
sueño espantado, lloraba ante su madre pidiéndole que lo abrazara porque tenía
frío.
Ella no hizo caso, y en su delirio
dijo:
–¿Oíste José? Alguien me habla.
–No, no oí nada.
–Entonces lo soñé, o tal vez lo estoy
deseando –concluyó ella, y murió.
José estremecía su llanto contra el
pecho y rostro de su mujer. Así permaneció hasta amanecer. Y, al asomar las primeras luces, sepultó el cuerpo
de su amada cubriéndolo con rocas; luego, prosiguió el camino incierto con su
hijo a cuestas, que no paraba de llorar, al ver que su padre había hecho un
cerro con el cuerpo de su madre, y un montón de piedras.
El afligido marido volteaba hacia la
sepultura; abandonaba a su compañera de vida, a la madre de su hijo, más el que
venía en su vientre, abandonaba a quien había dejado a sus padres y hermanos
por seguirlo a él.
Horas
más tarde, con el niño dormido en sus brazos, llegó a un camino que lo llevó a
un pequeño condado; para su mala fortuna, se corrió la voz de su llegada, y un
grupo de granjeros salió a su paso; y después de golpearlo en presencia de su
hijo, lo subieron a una camioneta, y le dijeron:
–Nou
olvidar tu changow.
Los
granjeros los llevaron a la garita, y permanecieron ahí, hasta cerciorarse que
pasaran al lado mexicano.
Una
vez de este lado, José, tomó de la mano a su hijo, quien ahora lloraba de
hambre y posiblemente de nervios por lo vivido durante la noche y la madrugada.
Caminaron con las escazas fuerzas que les quedaban en busca de alguien que les
pudiera prestar ayuda. Al dar vuelta a la esquina, ambos fueron molidos a
golpes por un grupo de jóvenes de cabeza rapada y pasos errantes. Al terminar
de darles la paliza, les esculcaron las bolsas y les robaron lo que hallaron de
valor. Finalmente, uno de los rijosos, elevó su camisa a la altura del ombligo,
deslizó su mano por entre el pantalón y su cuerpo a la altura de la cintura, y sacó
un cuchillo, el cual mostró a los cautivos; luego se paró entre ellos, y les
susurró:
–Welcome
home.
José, en un intento por salvar a su hijo, con
voz suplicante exclamó:
–Tengan piedad, allá atrás, acabo de
sepultar el cuerpo de mi mujer, su madre –señalando al niño–. Por favor,
déjennos ir, ya no tenemos nada que les sirva.
La petición de piedad pareció enfurecer aún más al rijoso
del cuchillo, y cual perro rabioso se lanzó sobre José para picarlo varias
veces; luego hizo lo mismo con el niño.
José, en un charco de sangre, los miró con impotencia mientras
se retiraban; deslizó su cuerpo hasta su hijo, quien al sentir las manos de su
padre, abrió los ojos, y con gran esfuerzo apenas dijo:
–Papá, ¿por aquí se va al cielo?
–Sí, hijo, habíamos errado el rumbo,
pero, ahora sí, vamos por el camino correcto.