Siempre
me ha gustado escribir, aunque les confieso que antes no tenía cualidades para
llegar a ser un verdadero escritor; nunca fui creativo, ni tenía la imaginación
que me garantizara un mínimo de éxito. Esto me preocupó, ya que quería ser el
mejor escritor del mundo.
Hubo un tiempo, en que me interesé por
aprender las bases y técnicas para lograrlo, por lo que acudí a una escuela de
escritores en Tlaquepaque, donde transcurrió el tiempo y, a pesar de mi
esfuerzo y la entrega de los maestros, no mejoraba. Veía con envidia, cómo
destacaban la mayoría de mis compañeros, lo que hacía que me sintiera mal.
El no avanzar me desilusionaba, por lo que
pregunté qué podía hacer al respecto. Me recomendaron que me cambiara a la
Sogem, lo que de inmediato hice, pero ni así mejoré. Era tal mi deseo de
convertirme en buen escritor, que pronto se tornó enfermizo, al grado de dar
cualquier cosa para lograrlo.
Un día que navegaba por la internet y cuando
más desesperado estaba, súbitamente, me apareció una ventana medio esotérica,
con un letrero con fondo negro, letra roja y refulgente que decía, “Soluciones
a problemas sin solución”. Le di un click, apareció una lacónica bienvenida,
con un espacio vacío que debía llenar, planteándoles mi asunto.
A pesar de que parecía que me habían leído
el pensamiento con esa rara comunicación, no sentía miedo alguno. Aun sabiendo
que no había soluciones mágicas y menos gratis, me puse a escribir mi anhelado
deseo, con un halo de esperanza de conseguirlo; estaba dispuesto a dar mi alma
al diablo en caso de lograr mi propósito.
Me pidieron mis datos personales, mi correo
electrónico y me dieron una página web para seguir comunicándome. También me
adjuntaron un legajo de contrato para que lo leyera y lo firmara si estaba de acuerdo. Por último, me informaron que en 24 horas me tendrían
una respuesta.
El chiste es que ese día no dormí, sentía
ansiedad, así es que al vencer el término me volví a comunicar. Creo que tuve
suerte, ya que contestaron en el tiempo convenido. El correo decía, –Si quiere
que resolvamos rápido su problema, vaya a este domicilio…, sin acompañantes y
dispuesto a ofrecer su alma y vida, a cambio del favor que está pidiendo.
¡Piénselo bien!, no se vale arrepentir. Tenía una postdata que decía: Si acepta,
lleve consigo el legajo que le hicimos llegar.
Acudí, era una casa grande a orillas de la
ciudad, sin ninguna característica en especial; timbré y salió un hombre joven,
alto, con cara alargada, ojos rasgados y cejas pobladas unidas al centro, bien
vestido y de aspecto elegante; no parecía un ser demoniaco, más bien se trataba
de una persona amable, que inspiraba confianza y que se dirigió a mí con tono
cordial –¿es usted el señor Gutiérrez?
–Sí, sí, soy yo –contesté un poco
sorprendido–, para servir a usted.
–Yo soy Mefistófeles, el representante de
Lucifer, mi jefe, quien se encuentra ocupado en estos momentos, pero soy
depositario de amplios poderes para negociar con usted –dijo el hombre elegante
y agregó—, tiene suerte, hoy estamos con buenas ofertas; por eso, le pido de
favor, repita su deseo claramente.
–Quiero ser un excelente escritor, el mejor
del mundo – me salió con premura.
–Deseo que le vamos a conceder, pero con una
condición, que esté dispuesto a otorgar su vida y su alma a cambio…
–Estoy dispuesto –contesté–, pero solo mi
alma.
–Es que necesitamos las dos cosas, si no hay
muerte no se puede procesar la extracción del alma.
–Bueno, al menos déjenme vivir 30 años más, al
término de los cuales ustedes podrán disponer de ambas.
–Es mucho tiempo –dijo el elegante joven–, permítame
consultar con mi jefe. Éste, al contestar el teléfono, le aconsejó a su
subordinado: ¡apriétalo!, ofrécele un poco menos, tal vez diez años y si es
necesario, juégale un volado para que quede en quince; para eso, eres un
experto.
–Cuando me hizo el ofrecimiento, obtuvo de
mi parte la siguiente respuesta:
–Diez años son muy pocos, ni para
posicionarme, mucho menos para sacarle jugo cuando sea el mejor escritor del
mundo; tengo que disfrutar por lo menos el doble del plazo que me proponen.
Fue cuando el hombre cejijunto me ofreció
quince, lo que no acepté, pidiéndole de menos 25, por lo que me propuso que lo
dejáramos a la suerte, –mira, ni para ti ni para mí, decidámoslo en un volado,
si ganas tendrás 25, pero si pierdes sólo serán 15.
–Ok, le voy a que sale cara –le dije.
El diablo era un tramposo, por eso nadie le
ganaba y esta ocasión no fue la excepción, tiró la moneda “trampeada” y cayó
sol; –¡gané, gané! –gritó Mefistófeles–, ni modo, solo tendrás quince años, por
lo que morirás muy joven.
Enseguida, el elegante hombre volvió a
llamar a su jefe, diciéndole que ambas partes estaban de acuerdo con los
términos, que urgía su presencia para la ratificación de firmas.
Llegó pronto Lucifer, ahora no hubo
necesidad de disfrazarse; apareció como era: un personaje rojo, con cuernos y
cola, una pata de cabra y una horquilla en sus manos; lo hizo despidiendo un
amainado (a propósito) olor a azufre. Al presentarse, no tuve ninguna sensación
de miedo, ni cuando tomó una navaja con la que me hizo una herida en la muñeca
izquierda para hacer el pacto de sangre; después del acto protocolario,
firmamos…
–Aunque no lo pediste, te dijimos que
estamos de promoción, por lo que debes ser recompensado por tu valentía, sólo
te pido que nos recomiendes con tus compañeros de la Sogem, –me dijo el diablo
mayor–. Y de su peculio me prometió una cuenta bancaria con algunos millones de
dólares, los suficientes para que viviera muy bien los últimos 15 años de vida
y…
Pronto se vieron los resultados. Empecé a
ser reconocido y ganar diversos premios, al año me convertí en el mejor
escritor de mi país y después, del mundo, llegando a conquistar el premio Nobel
de Literatura.
Gocé como nunca había gozado, disfruté mi
ostentosa vida, pero el tiempo avanzaba inexorablemente, por lo que me preparé con anticipación. Había comprado la mejor asesoría
jurídica del mundo, cuyo personal se había informado de forma exhaustiva, enterándose que en los
confines del mundo existía un tribunal especializado en asuntos sobrenaturales,
cuyas resoluciones resultaban inapelables, incluso para Dios. Fue cuando me
acerqué a él, le solicité su ayuda; desde luego que tuve que confesar mi trato
con el inframundo, dejando incluso una copia del contrato con el confesor para
que fueran perdonados mis pecados.
Justo antes de cumplirse el plazo, me
interpusieron un amparo que me fue favorable. El juzgado supremo suspendió toda
ejecución judicial, sentencia que me obligó a renovar el juicio cada 15 años;
convirtiéndose en un contrato “por tiempo indefinido”, lo que me garantizaba
que no perdería la vida, al menos por esa negociación.