Un pacto con el diablo por Jorge Quintero



Siempre me ha gustado escribir, aunque les confieso que antes no tenía cualidades para llegar a ser un verdadero escritor; nunca fui creativo, ni tenía la imaginación que me garantizara un mínimo de éxito. Esto me preocupó, ya que quería ser el mejor escritor del mundo.

   Hubo un tiempo, en que me interesé por aprender las bases y técnicas para lograrlo, por lo que acudí a una escuela de escritores en Tlaquepaque, donde transcurrió el tiempo y, a pesar de mi esfuerzo y la entrega de los maestros, no mejoraba. Veía con envidia, cómo destacaban la mayoría de mis compañeros, lo que hacía que me sintiera mal.

   El no avanzar me desilusionaba, por lo que pregunté qué podía hacer al respecto. Me recomendaron que me cambiara a la Sogem, lo que de inmediato hice, pero ni así mejoré. Era tal mi deseo de convertirme en buen escritor, que pronto se tornó enfermizo, al grado de dar cualquier cosa para lograrlo.

   Un día que navegaba por la internet y cuando más desesperado estaba, súbitamente, me apareció una ventana medio esotérica, con un letrero con fondo negro, letra roja y refulgente que decía, “Soluciones a problemas sin solución”. Le di un click, apareció una lacónica bienvenida, con un espacio vacío que debía llenar, planteándoles mi asunto.

   A pesar de que parecía que me habían leído el pensamiento con esa rara comunicación, no sentía miedo alguno. Aun sabiendo que no había soluciones mágicas y menos gratis, me puse a escribir mi anhelado deseo, con un halo de esperanza de conseguirlo; estaba dispuesto a dar mi alma al diablo en caso de lograr mi propósito.

   Me pidieron mis datos personales, mi correo electrónico y me dieron una página web para seguir comunicándome. También me adjuntaron un legajo de contrato para que lo leyera y lo firmara si estaba de acuerdo. Por último, me informaron que en 24 horas me tendrían una respuesta.

    El chiste es que ese día no dormí, sentía ansiedad, así es que al vencer el término me volví a comunicar. Creo que tuve suerte, ya que contestaron en el tiempo convenido. El correo decía, –Si quiere que resolvamos rápido su problema, vaya a este domicilio…, sin acompañantes y dispuesto a ofrecer su alma y vida, a cambio del favor que está pidiendo. ¡Piénselo bien!, no se vale arrepentir. Tenía una postdata que decía: Si acepta, lleve consigo el legajo que le hicimos llegar.

   Acudí, era una casa grande a orillas de la ciudad, sin ninguna característica en especial; timbré y salió un hombre joven, alto, con cara alargada, ojos rasgados y cejas pobladas unidas al centro, bien vestido y de aspecto elegante; no parecía un ser demoniaco, más bien se trataba de una persona amable, que inspiraba confianza y que se dirigió a mí con tono cordial  –¿es usted el señor Gutiérrez?

    –Sí, sí, soy yo –contesté un poco sorprendido–, para servir a usted.
    –Yo soy Mefistófeles, el representante de Lucifer, mi jefe, quien se encuentra ocupado en estos momentos, pero soy depositario de amplios poderes para negociar con usted –dijo el hombre elegante y agregó—, tiene suerte, hoy estamos con buenas ofertas; por eso, le pido de favor, repita su deseo claramente.
   –Quiero ser un excelente escritor, el mejor del mundo – me salió con premura.
   –Deseo que le vamos a conceder, pero con una condición, que esté dispuesto a otorgar su vida y su alma a cambio…
   –Estoy dispuesto –contesté–, pero solo mi alma.
   –Es que necesitamos las dos cosas, si no hay muerte no se puede procesar la extracción del alma.
   –Bueno, al menos déjenme vivir 30 años más, al término de los cuales ustedes podrán disponer de ambas.
   –Es mucho tiempo –dijo el elegante joven–, permítame consultar con mi jefe. Éste, al contestar el teléfono, le aconsejó a su subordinado: ¡apriétalo!, ofrécele un poco menos, tal vez diez años y si es necesario, juégale un volado para que quede en quince; para eso, eres un experto.
   –Cuando me hizo el ofrecimiento, obtuvo de mi parte la siguiente respuesta:
   –Diez años son muy pocos, ni para posicionarme, mucho menos para sacarle jugo cuando sea el mejor escritor del mundo; tengo que disfrutar por lo menos el doble del plazo que me proponen.

   Fue cuando el hombre cejijunto me ofreció quince, lo que no acepté, pidiéndole de menos 25, por lo que me propuso que lo dejáramos a la suerte, –mira, ni para ti ni para mí, decidámoslo en un volado, si ganas tendrás 25, pero si pierdes sólo serán 15.  

   –Ok, le voy a que sale cara –le dije.

   El diablo era un tramposo, por eso nadie le ganaba y esta ocasión no fue la excepción, tiró la moneda “trampeada” y cayó sol; –¡gané, gané! –gritó Mefistófeles–, ni modo, solo tendrás quince años, por lo que morirás muy joven.

    Enseguida, el elegante hombre volvió a llamar a su jefe, diciéndole que ambas partes estaban de acuerdo con los términos, que urgía su presencia para la ratificación de firmas.

   Llegó pronto Lucifer, ahora no hubo necesidad de disfrazarse; apareció como era: un personaje rojo, con cuernos y cola, una pata de cabra y una horquilla en sus manos; lo hizo despidiendo un amainado (a propósito) olor a azufre. Al presentarse, no tuve ninguna sensación de miedo, ni cuando tomó una navaja con la que me hizo una herida en la muñeca izquierda para hacer el pacto de sangre; después del acto protocolario, firmamos…  

    –Aunque no lo pediste, te dijimos que estamos de promoción, por lo que debes ser recompensado por tu valentía, sólo te pido que nos recomiendes con tus compañeros de la Sogem, –me dijo el diablo mayor–. Y de su peculio me prometió una cuenta bancaria con algunos millones de dólares, los suficientes para que viviera muy bien los últimos 15 años de vida y… 

    Pronto se vieron los resultados. Empecé a ser reconocido y ganar diversos premios, al año me convertí en el mejor escritor de mi país y después, del mundo, llegando a conquistar el premio Nobel de Literatura.

   Gocé como nunca había gozado, disfruté mi ostentosa vida, pero el tiempo avanzaba inexorablemente, por lo que me preparé con anticipación. Había comprado la mejor asesoría jurídica del mundo, cuyo personal se había informado  de forma exhaustiva, enterándose que en los confines del mundo existía un tribunal especializado en asuntos sobrenaturales, cuyas resoluciones resultaban inapelables, incluso para Dios. Fue cuando me acerqué a él, le solicité su ayuda; desde luego que tuve que confesar mi trato con el inframundo, dejando incluso una copia del contrato con el confesor para que fueran perdonados mis pecados. 

    Justo antes de cumplirse el plazo, me interpusieron un amparo que me fue favorable. El juzgado supremo suspendió toda ejecución judicial, sentencia que me obligó a renovar el juicio cada 15 años; convirtiéndose en un contrato “por tiempo indefinido”, lo que me garantizaba que no perdería la vida, al menos por esa negociación.



 

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